Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

miércoles, 7 de septiembre de 2022

Cuatro visiones de Blade Runner de Ridley Scott
Eduardo Abril, Óscar Sánchez, Diego Margallo y Santiago Redondo

Blade Runner: Una fantasmática utopía.

Eduardo Abril.

Blade Runner es la película de culto por antonomasia, aunque a veces no se sabe si esto es debido a su calidad cinematográfica o a la hiperinflación de sus sugerencias filosóficas. La historia de sus revisiones y remontajes dan cuenta de que es una película que intenta decir siempre más que lo que dice. Por regla general abundan los análisis que inciden en la idea de que se trata de una distopía que reflexiona filosóficamente acerca del significado de lo humano. Esta línea interpretativa es casi inevitable, pues lo más fácil es dejarse llevar por su estética neblinosa de calles oscuras, abarrotadas y húmedas, plagadas de rincones inquietantes, y con un constante juego de luces que parecen situarnos a caballo entre una factoría petrolífera y una megalópolis asiática invadida de neones. Además, la música opresiva de los sintetizadores de Vangelis incide notablemente en esta confusión, creando una atmósfera que parece añorar un futuro inexistente. 

Sin embargo, puede que sea un error dejarse llevar demasiado pronto por esta inquietante puesta en escena. Mirando la película con más calma, evitando las primeras sugerencias, tal vez lo que nos parece una distopía no lo sea tanto. Las oscuras y húmedas calles muestran una sociedad multicultural en la que se entremezclan culturas reconocibles y no reconocibles, produciendo un verdadero crisol de diversidad. Además, la ciudad se encuentra repleta de mensajes publicitarios que dan cuenta de su amplia oferta gastronómica, cultural e, incluso, experiencial. A esto se puede añadir que, si se escucha más atentamente la música, se encuentra, más allá de una banda sonora apocalíptica, un gusto profundamente romántico, con esas largas notas que suenan como el eco de paraísos lejanos, o esos solitarios saxos sintetizados apuntando más a la intimidad que a la soledad. 

Por eso, si algo puede decirse sin riesgo a equivocarse, es que se trata de una película en la que no todo es siempre lo que parece.  Pero no porque se oculten cosas, como trató de hacer Ridley Scott con el llamado «montaje final», sino porque lo que a veces se dice resulta demasiado obvio, llevándonos a pensar que debe haber algo más (que sin duda hay). De este modo, igual que hay que evitar el prejuicio de pensar que nos encontramos ante una película distópica tecnoir de ciencia ficción, también tenemos que tratar de no dejarnos arrastrar por la insinuación que supone que el tema central de la película es una reflexión acerca del significado profundo de lo humano. El meollo se encuentra en otra parte.  

En lo que sigue, tomaré la película como una historia presentada en dos actos, el primero rodado por Ridley Scott en 1982 y el segundo por Denis Villeneuve en 2017. Intentaré mostrar que la continuidad entre ambas películas pone de manifiesto lo que intento decir: que Blade Runner ni es una reflexión en torno a lo humano, pues se parte de una consideración perfectamente definida de antemano, y que tampoco se trata de una distopía del capitalismo, sino precisamente lo contrario, su fantasía utópica cumplida. 

 No digo nada que no se haya dicho ya si comento que la respuesta a la pregunta por lo humano que se ofrece en la primera parte es burda y, aunque alguno se pueda ofender, carece de mucha reflexión. La gran escena final, una innegable gran escena, aclara cualquier duda acerca de lo que podemos considerar humano. Batty, el replicante, tras salvarle la vida a Deckart, le recuerda dónde reside su humanidad: «he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos-C brillar en la oscuridad más allá de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir». La escena no deja lugar a dudas: Batty es un ser humano, tal y como reza el lema de la empresa que lo creó, Tyrell, «más humanos que los humanos». Batty es un hombre porque tiene conciencia de su humanidad, del valor de la vida al salvar a Deckart en el último momento, de su condición mortal, pero fundamentalmente es humano porque tiene una identidad basada en experiencias únicas e inolvidables: naves en llamas, rayos-C brillar en la oscuridad, la puerta de Tanhäusser. La película no ofrece, de este modo, una reflexión sobre lo humano, sino una posición clara y distinta. El problema de esta respuesta no es que sea más o menos manida, sino que es una posición ideológica: sin olvidarnos de nuestra condición mortal, los humanos somos humanos porque podemos acumular experiencias sobre las que construir una identidad. No se reflexiona sobre el problema de la libertad, que es el problema central que estaría detrás de esta construcción identitaria. Ni siquiera se plantea los problemas y agujeros que incluye la misma noción de identidad. En cambio se afirma sin tapujos el valor de la experiencia y la construcción de identidades, como una fantasía de plenitud, eso que se perderá «como lágrimas en la lluvia» y que la melancolía de Batty nos hace añorar. 

Tanto en la primera parte como en la segunda, este es un punto clave, y por esto mismo la película incide tan dramáticamente en la importancia de los recuerdos. No sería descabellado, de hecho, plantear que el tema central de la película, más que interrogarse sobre lo humano, reflexiona sobre el papel de la memoria en la construcción de la identidad. Pero aquí quiero trazar otra línea, puesto que estos recuerdos, como nos comunica Batty en el momento de su muerte, tienen su valor en la intensidad de la experiencia. Admiramos a ese replicante que ha tenido una vida tan intensa, que ha disfrutado cosas que «nosotros no creeríamos». Por eso, podemos ver aquí que de lo que se trata es de lo que otros han llamado «capitalismo de experiencias». ¿No es precisamente eso lo que no dejamos de encontrarnos, tanto en la primera parte como en la segunda? Una ciudad multicultural repleta de oferta experiencial en la que, incluso, se ha borrado la limitación biológica. Si somos capaces de comprender que la «lucha de clases» que muestra la película, (humanos opresores contra replicantes explotados) no es más que un señuelo, entonces entenderemos que la corporación Tyrell, en la primera parte, y Wallace en la segunda, solo son empresas dedicadas a ofrecer las mejores experiencias, empresas que, incluso, pueden proveerte de una infancia que no tuviste o de una infancia atormentada si la identidad elegida es lo que se requiere. 

Pero dónde se ve con claridad por qué la película no describe una distopía del capitalismo sino su utopía cumplida, es la forma en la que se plantea el antagonismo social clave, la «lucha de clases», la lucha por la liberación de los replicantes (más explícitamente mostrada en la versión de Villeneuve que en la de Scott). La película nos hace mirar en la dirección de esta opresión, humanos obligados a trabajar en el borde exterior y retirados cuando ya no son útiles. Pero si nos fijamos cuáles son los dos puntos que articulan esta liberación, rápidamente nos damos cuenta hasta qué punto se trata de un señuelo, una pseudolucha. Puesto que ya, de antemano, como hemos dicho, se ha establecido sin reflexión, la condición de lo humano en la vivencia de experiencias «autenticas», también se propone el fetiche de tales experiencias como aquello a lo que verdaderamente aspiran los replicantes. En la primera versión de la película, la experiencia a la que se accede, la que «humaniza», es el amor. La fantasía de la unión de los dos sexos, la fantasía más antigua del capitalismo y que se consuma con la escena final de la primera versión de 1982, digna de cualquier superproducción  de Hollywood, en la que Deckart y Rachel escapan de su destino conduciendo por las colinas que rodean la ciudad. Rachel le confiesa a Deckart que ese es el mejor día de toda su vida y a continuación añade que están hechos el uno para el otro consumando la fantasía de la perfecta complementariedad de los sexos. 

Aunque esta escena se eliminó en posteriores montajes, sustituyéndola por la ambigüedad de la escena del ascensor, la cosa no cambia nada. Es más, como ocurre con los contenidos reprimidos del inconsciente, está omisión no hace sino mostrar con mayor fuerza cual es el secreto de la película: que la liberación de los replicantes se hace a través del consumo de una experiencia intensa y emocionante, la del amor prohibido. El punto aquí está en caer en la cuenta de lo impostada que es esta «liberación»: ambos replicantes (o ambos humanos) no se liberan de nada con su amor imposible de Romeo y Julieta. Este punto estaba ya en el guión, algo que queda perfectamente claro cuando Deckart regresa a casa para buscar a Rachel y huir juntos, y descubre que Gaff, el jefe de los Blade Runners, ya estuvo ahí, y en lugar de «retirarla» colocó una pajarita de papel para dejar constancia de que lo que ocurre, ocurre gracias a Tyrell. Uno puede imaginarse la escena de otro modo: con dos clientes, acudiendo a Tyrell a solicitar sus servicios para tener una experiencia auténtica, un amor imposible que cumpla con el guión entre un Montesco y una Capuletto, pero que en lugar de terminar en tragedia, rompa las cadenas de lo imposible y triunfe sobre las convenciones sociales, ahora versión humanos-replicantes. ¿No son esas experiencias las que hacen que la vida sea realmente significativa y permiten construir una identidad sólida? Según el modelo del capitalismo de experiencias, desde luego. 

Este secreto, de hecho, es desvelado en la segunda parte cuando se reconoce que la unión entre Deckart y Rachel era algo programado por la misma corporación. De ahí que las palabras de Rachel (que están hechos el uno para el otro), escapando en el coche junto a Deckart, adquieran su sentido completo. En el fondo, da igual que Rachel y Deckart sean replicantes o humanos, pues la equivalencia entre unos y otros se ha dejado claro. Lo importante es darse cuenta cómo el sistema de explotación que obliga a algunos individuos a trabajar en condiciones de esclavitud, que les priva incluso de un retiro merecido pues en su caso significa la muerte, es borrado por completo de la película, y sustituido con el fantasmático proyecto de que el amor lo cura todo. El tema principal de la primera parte podría resumirse como sigue: puede que tu vida sea deprimente, que estés explotado, que carezcas de derechos sociales, pero todo eso se desdibuja cuando eres capaz de vivir una auténtica experiencia de amor, cuando conectas realmente con tu media naranja. Por eso no estamos en presencia de una distopía, sino de una fantasía utópica del capitalismo: si empresas como Tyrell o Wallace existieran, cualquier dominación o explotación sería superflua, puesto que siempre se puede borrar todo eso mediante implantes de recuerdos que nos hagan «haber vivido» experiencias reales y significativas. 

Teniendo en cuenta esto, la segunda parte se clarifica enormemente. Para empezar, Villeneuve renuncia a la ambigüedad que distancia replicantes y humanos, replanteando abiertamente la película como un proyecto de liberación de una clase de humanos que están explotados (recordemos, por ejemplo, el cuidado con el que el director describe la escena en la que Sapper Morton, un replicante cultivador de proteínas, termina su dura jornada de trabajo en la granja y se prepara para su descanso, siendo asesinado entonces por «K»). Pero su resolución sigue siendo tan decepcionante como en la primera parte, puesto que también se ignora lo real de la lucha de clases y se vuelve a plantear en términos de «experiencias verdaderas». Pero ahora, en lugar de hacer recaer el peso en la unión de los sexos, el amor romántico, lo que se plantea como una verdadera relación sustancial entre humanos son los vínculos familiares. Los replicantes no son humanos porque puedan amar, lo son porque pueden reproducirse y establecer vínculos familiares. Pero es que no solamente la película explota esta manida idea, la de que las filiaciones familiares son vínculos naturales que nos hacen humanos, es que además el modelo de familia que se presenta como la auténtica y verdadera experiencia final, es el de la familia heteropatriarcal (recordemos que Rachel muere en el parto y el vínculo que se reivindica como liberador, entonces, es el que une a los hijos con el padre, Deckart). Es verdad que Villeneuve tenía la posibilidad de poner el acento en otro tipo de relación, las de la camaradería de los replicantes unidos en la lucha contra la explotación. Pero en lugar de eso, prefirió volver a esconder el antagonismo social detrás de una pseudolucha de clases que funciona como un señuelo. Esta oportunidad perdida se hace presente cuando Freysa, la supuesta líder de la resistencia replicante, afirma frente a «K»: «si podemos traer al mundo a un bebé, entonces también somos nuestros propios amos». No hay que ser muy avispado para darse cuenta de que la condición de parir hijos, desde que el hombre existe, no ha liberado a nadie de nada. Más bien ocurre lo contrario: ha esclavizado aún más a las mujeres y a los pobres. No en vano, en un acto de sinceridad, la película cuenta cómo el principal interesado en conseguir que los replicantes alumbren hijos es Niander Wallace, el dueño de la empresa que los fabrica. Tampoco hay que hacer muchas cuentas sobre quién realmente gana cuando el propósito del explotador es el mismo que el del explotado. 

Pero lo que, finalmente, termina de convencernos de qué modo la cuestión de los vínculos familiares esenciales no es más que un señuelo, es la escena final de la película: Deckart, tras sobrevivir a todos los intentos de acabar con él, gracias a la ayuda de «K», se reencuentra con su hija, que vive encerrada en una burbuja de realidad virtual. La escena intenta mantener toda la emotividad posible resultante de un reencuentro entre un padre y una hija que, a través de un panel de separación, se miran y se reconocen profundamente. Es inevitable, en este final, mucho menos brillante que cualquiera de los finales de la primera versión, pensar en esos programas de televisión que buscan una sensibilidad fácil, reuniendo familiares que no se han visto desde hace años, y para eso también los separan por un panel que les impide el inevitable abrazo, dándole a los realizadores el tiempo necesario para enfocar los gestos emotivos de los participantes que provoquen una reacción tan emocional como falsa en los espectadores. 


Blade Runner: luces y sombras.

Óscar Sánchez.

A la hora de comentar la película Blade Runner nos encontramos con un primer problema: ¿qué versión vamos a comentar? Porque hay hasta siete versiones distintas de la película, siendo la primera de 1982, el montaje del productor y la última (Final Cut) de 2007, el montaje del director, las más conocidas. Las principales diferencias entre la versión del director y la del productor son las siguientes: Primera; en la versión del director no hay voz en off que vaya explicando los pensamientos de Deckard, lo que trae como consecuencia que el espectador no empatiza con el protagonista y este pierde humanidad, se nos presenta como un cazador implacable, por ejemplo cuando dispara por la espalda a Zhora. Segunda: en la versión del director se añade la secuencia onírica del unicornio que sugiere que Deckard es un replicante. Tercera: en la versión del director se elimina el final feliz, la película termina cuando se cierran las puertas del ascensor. 

¿Qué versión es mejor? Desde mi punto de vista la última versión acentuá los aspectos positivos y negativos de la primera, es decir, es la mejor y la peor a la vez. Intentaré explicarme. 

Empezaré con los aspectos positivos que son comunes a todas las versiones de Blade Runner: el monólogo final de Roy Batty, la música de Vangelis y especialmente la magnífica fotografía que crea un ambiente de contradictoria belleza; por primera vez la alta tecnología se mezcla con la suciedad, el derrumbe, la mugre,  la marginación y la decadencia creando una estética especial que después será copiada por otras películas de ciencia ficción de orientación distópica. Pero es que además en Final Cut se acentúan algunos rasgos que estaban solo apuntados en la primera versión. La palabra clave es ambigüedad. Por una parte la difuminación de la frontera que separa a los humanos de los replicantes, y por otro lado la ambigua condición moral del protagonista, un pistolero despiadado que cumple su misión como un autómata, hacen de Final Cut una obra más compleja e interesante. 

Sin embargo, a pesar de que con el tiempo Blade Runner se ha acabado convirtiendo en una obra de culto, conviene recordar que en su estreno, en 1982, fue un fracaso entre el público y la crítica ¿Por qué? Yo creo que los detractores Blade Runner tienen razón cuando dicen que la película, especialmente la versión del director, es, en general, aburrida y se hace larga. Parece mentira que su director, Ridley Scott, sea el mismo que tres años antes había dirigido Alien, una película con un ritmo frenético que consigue que te quedes encadenado a la pantalla. Además las interpretaciones, con la excepción de Rutger Hauer (Roy Batty), son, creo yo, mediocres. Y por último, y esta es la cuestión en la que quiero hacer hincapié en esta reseña, creo que los problemas filosóficos que se plantean en la película se abordan de manera excesivamente directa y los simbolismos son muy obvios. ¿De qué trata Blade Runner? El tema principal no es el conflicto entre humanos y androides y tampoco es una mera película de acción en la que el bien, encarnado en el protagonista, vence al mal, representado por los replicantes. No. Blade Runner trata de la condición humana, trata del amor, de la memoria, del sentido de la vida, de la muerte y de la condición trágica de la existencia. Ridley Scott aborda estos asuntos desde la perspectiva del mito de Prometeo: Tyrell es el Dios que vive en lo alto de una pirámide, Batty, naturalmente, es el moderno Prometeo o el Angel Caído que se rebela contra su creador y Deckard es el instrumento que los dioses envían para castigar la osadía, el águila que devora el hígado de Prometeo. Los humanos en realidad no son importantes en la historia que Ridley Scott nos quiere contar; los replicantes son los verdaderos protagonistas de la película, son criaturas trágicas que en su amor a la vida y por la angustia que sienten ante la proximidad de la muerte reflejan lo más profundo del espíritu humano. 

El peligro para un cineasta es que cuando aborda estos temas “de frente”, por así decir, la línea que separa la hondura filosófica del ridículo pretencioso es demasiado fina y puede “pasarse de frenada”. La prueba es que cuando Ridley Scott, en 2012, vuelve a retomar estas cuestiones en Prometheus, cae de lleno en el lado oscuro del ridículo pretencioso. En Blade Runner, sin embargo, el director consigue mantener un frágil equilibrio y los problemas filosóficos están planteados de manera inteligente y bella. Pero opino que proponer estas cuestiones fundamentales de esta manera tan directa es una apuesta arriesgada que no suele salir bien; es un poco como mirar al sol: si lo haces directamente quedas ciego y no ves nada; es mejor abordar estos asuntos de manera tangencial, como sin querer, como efectos colaterales de una historia más intrascendente.


“Blade runner”. De sueños, de los otros y de nosotros. 

Diego Margallo.

Resulta desconcertante y ligeramente perturbador que el futuro imaginado por un ser humano haya quedado para nosotros - espectadores de esa ficción - convertido en uno de los múltiples y posibles pasados que finalmente no tuvieron lugar. 

Hoy es 31 de agosto de 2022. Son las 6 de la mañana y aún no ha amanecido.  Llueve. Y desde este aquí y este ahora que yo quiero reales y en que me inscribo, la ciudad de Los Ángeles en 2019 - abigarrada, oscura, decadente y oprimida por otra lluvia que en su persistencia amenaza descomponer su corporeidad - no es más que el escenario de un sueño. De un sueño, además, que - como los recuerdos implantados en el cerebro de los replicantes - se revela consustancial de la especie a la que pertenecemos: el sueño de enfrentarnos con nuestro creador; de alzar la voz a él,  transidos por la angustia; de vituperarlo por las limitaciones con que nos ha dado forma; de juzgarlo; y, finalmente, de condenarlo. Un sueño que, paradójicamente, no portan en sí los frágiles humanos que habitan la película, sino los insurgentes androides que se levantan contra la doble tiranía de la sumisión y del tiempo.  

Así pues, no es con Deckard con quien me identifico, y sí, por el contrario, con esos seres conscientes de su finitud que ansían un poco más de vida y viven la escasa que les resta sumidos en el miedo. Esos seres que se saben desemejantes y buscan un recuerdo que les permita asentarse en medio de una humanidad que les contempla con una mezcla de estupor y repulsión y que ha decretado su exterminio.  Deckard representa a esa humanidad. Es el instrumento con que esta se dota para acabar con la subversión de ese enemigo, de ese “otro” que no acepta su papel de esclavo y pugna por afirmar su individualidad, su derecho a la existencia. Y ese “otro”, a mi juicio, resulta - tras el ya citado de la súplica a nuestro creador que deviene en condena del mismo -, el segundo gran motivo vertebrador del relato. Porque los replicantes son como nosotros, pero no son nosotros. Y esa conciencia de su disimilitud provoca necesariamente una incertidumbre que exige ser dilucidada: la existencia del “otro” siempre siembra dudas acerca de nosotros mismos, de nuestros límites, de nuestras fronteras, de nuestra identidad. Y vivir con ellas nos sume en el desconcierto, cuando lo que necesitamos - en nuestra debilidad o en nuestra intolerancia - son certezas. Por eso decretamos su deslegitimación, su ostracismo, y, en el caso de los replicantes, su muerte. El destino que sufren, por tanto, no es ajeno al de millones de personas a las que, a lo largo de la historia, despojamos de su naturaleza afín a la nuestra para, en su otredad, encontrar la justificación de su castigo. 

Deckard, al menos, a pesar de su condición de ejecutor, es capaz de ver en ellos un reflejo de sí mismo, y le imaginamos alejándose de esa ciudad sumida en la podredumbre en busca de un futuro - incierto, como lo son todos - junto con Rachel. 

Pero ese futuro - o ese pasado, según se mire - nos resulta necesariamente ajeno y solamente podemos conjeturarlo. Cuanto ocurra en él forma parte ya de otro sueño. 


La Carcasa Vacía.

Santiago Redondo.

En la cuarta vez que veo Blade Runner ha sido cuando más clara se me ha revelado su naturaleza especulativa y discursiva. Como historia con caracteres concretos, a la vez encarnados y universales no vale gran cosa; los personajes son de cartón y la trama está al servicio de su dimensión simbólica y especulativa. Es verdad que ciertos aspectos de la ambientación son poderosos y remiten a una realidad corpórea y fáctica, como la Lluvia Eterna, los contrastes entre lo luminoso y sombrío, entre lo sofisticado y lo herrumbroso, en fin,en ciertos aspectos de la lucha de clases como ese consumismo que devora un mundo muerto o en esas pirámides refulgentes frente a cochambres orientales… Pero en general todo esto no es más que atrezzo para una batería de aspectos filosóficos tan abigarrados como expuestos de forma adolescente y que, no obstante, por efecto de algunas imágenes poderosas, por cierta ambigüedad y confusión en la trama y porque es una película que nos llama a gritos para demostrar lo listos que somos, no se puede negar que multiplica las lecturas y significados después de muerta…

Vamos a soslayar todas las cositas que se dicen siempre de esta peli y que pasan porque sí: Nada del tiempo y la intensidad de la vida, nada de Prometeo o el Superhombre, de la Muerte de Dios o de las fugaces lágrimas en la lluvia… Todo ello son chorradillas enfaticas, justificadas en parte por una trama con robots humanos, pero transmitidas como una máquina de disparar frasecitas…

Los cimientos poderosos de esta obra tienen que ver con la Identidad, con su conformación y sus límites: Así nada permite distinguir a un humano de un replicante salvo la mirada del observador, que constantemente se nos presenta a través de ojos, cámaras, fotografías y espejos. Ni los test, ni las respuestas emocionales impulsivas, ni la sangre, ni las emociones. Cómo mucho, la fuerza física mayor y la resistencia a temperaturas extremas, pero eso solo son carcasas vacías que se rellenan con atmósferas simbólicas diversas, especulares y dialécticas y que moldean y a la vez se adaptan a la naturaleza animal, (o biomecánica),la experiencia ( aunque sea ficticia o presentista) y tal vez, a la Libertad (o la ilusión de que existe). 

Toda la obra está recorrida por imágenes simbólicas que reverberan sobre esta cuestión: Ojos artificiales y ominosos, muerte a través de la negación de la mirada, juguetes "amigos" y  personajes apayasados, replicantes muertos que se convierten en muñecos sin alma, fotografías  de muertos como anclas desesperadas, Origamis y Sueños como banderas del Inconsciente, manos que se cierran sin pulso y dedos agarrotados que se aferran a cornisas, manos crucificadas que reviven por el dolor y mano salvadora y redentora, muerte y vuelo…

La simbología animal se apodera a la vez de humanos y replicantes, en otra vuelta de tuerca sobre el deseo de ser Otro, de encarnar un Totem, de escapar de la matriz original. Así regresan a un Reino Animal Primigenio y Poderoso tanto los que no quieren ser animales (humanos) y los que les gustaría encarnarse (replicantes), llamando a la Vida en un mundo desvitalizado por el consumismo. Vemos gallinas que se convierten en unicornios (Deckard), arañas que tejen su red( Rachel, motor del cambio de Deckard) Serpientes que quieren ser deseadas, Tortugas que mueren por su lentitud, Lobo que persigue a su semejante porque ha entrado en la entraña de la Locura que precede a la muerte…

Los Replicantes son esclavos humanizados porque solo así, con esa identidad se disfruta del total dominio… Hasta que el esclavo va más lejos en el camino del dolor y el conocimiento y no le queda más que dar la vuelta a la tortilla, sembrando una nueva camada que inicie otra rueda…

Es el amor, el deseo (casi violento, pura pulsión) y el reconocimiento del otro el que libera (es un decir) a Deckard al tiempo que le mantiene en el autoengaño. Y esa  tal vez sea la esencia del amor y de la libertad. Y lo que me parece más fascinante es que no estoy muy seguro que Scott y sus guionistas persiguieran concatenar toda esta carga simbólica de forma consciente, lo que en una obra tan cerebral sería la confirmación de mi tesis central: Que vemos el mundo como lo queremos ver, o cómo nos deja nuestra naturaleza y nuestro mundo simbólico…

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