Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

lunes, 2 de enero de 2023

Manifiesto contra la escuela digitalizada.
Borja Lucena

  

                                        Cuando miras largo tiempo al abismo, el abismo también mira dentro de ti.

                                                                                                                              Friedrich Nietzsche.


Una revolución está en marcha. Es una revolución impulsada desde arriba, y, dada su naturaleza, no permite augurar nada bueno. Cuando las elites inician una revolución, el objeto no consiste, generalmente, en favorecer al común, sino, al contrario, en perfeccionar el dominio que ejercen sobre el conjunto de la sociedad. Si nos limitamos a la situación presente de la educación, todo parece indicar que el Estado y las grandes empresas que hoy gobiernan han decidido que es hora de aprovechar realmente la escuela para sus propios fines y jubilar las trasnochadas ideas ilustradas de una difusión universal del saber y la cultura. Una dimensión crucial de esta revolución se denomina “digitalización”, y se cierne sobre los sistemas educativos a una velocidad amenazadora.

En los últimos meses se ha aprobado, en buena parte de las comunidades autónomas, una serie de proyectos que apuntan a una “transformación digital” de la educación. Tal y como se publicitan estas medidas, todos los problemas que asolan a la enseñanza en cada una de las regiones serán solucionados a través de la conversión de cada centro educativo en “una organización educativa digitalmente competente” (Plan de Competencia Digital Docente de Castilla y León1). Lo que este último plan denomina “la digitalización del sistema educativo” se propone, por ende, conseguir que la mayor parte de la enseñanzas se viertan en medios digitales o transiten a través de ellos. Expresiones semejantes pueden encontrarse en el resto de planes autonómicos. Así, por escoger una comunidad de signo político distinto, en el Plan Digital Educativo de la Comunidad Valenciana se afirma que no nos encontramos ante una elección, sino ante una “necesidad”: “El progreso tecnológico y el cambio de paradigma en las relaciones interpersonales producido tras la pandemia han provocado que la transformación digital en el ámbito educativo sea una necesidad apremiante para conducir a la sociedad hacia una nueva realidad más global, inclusiva y conectada”2. Bajo el pretexto general de la necesidad de modernización, estos planes apuntan a “integrar de forma apropiada y efectiva el uso de las tecnologías digitales en el desempeño docente” (Marco de Referencia de la Competencia Digital Docente, Asturias3). El carácter de estas declaraciones pudiera hacer pensar en una intensa preocupación por la educación, sobre todo si atendemos a la notable inspiración lírica que algunas demuestran; no obstante, hay un pequeño detalle que indica que no se trata de eso: los planes de digitalización de la escuela no están pensados desde la escuela, porque ni profesores ni maestros han sido consultados de ninguna manera acerca de los rendimientos pedagógicos de las nuevas tecnologías. La digitalización de la educación no ha sido debatida y asumida libremente por los miembros de la comunidad educativa, sino impuesta sin derecho a réplica y bajo la amenaza de penalizaciones, y parece que los fines que se propone exigen que los profesores y las familias mantengan un silencio cómplice. Se ha asumido que esas tecnologías son sumamente beneficiosas sin proceder a un estudio cuidadoso y aceptando sin más la publicidad entusiasta que propagan los vendedores de este tipo de productos. En consecuencia, no se ha abierto debate alguno acerca de sus reales efectos o de las consecuencias de su entrada masiva en las aulas. La planificación, el diseño y, finalmente, la imposición autoritaria han partido de autoridades y “expertos” caracterizados generalmente por su virginidad en lo que a pizarra y tiza se refiere. Lo cierto es que lo último que se ha tenido en cuenta al adoptar los panegíricos entusiásticos del mercado digital ha sido la educación, y es seguramente por esta razón por la que se ha obviado la opinión de los auténticos expertos: los docentes.

La digitalización forzosa de la educación, lejos de obedecer a un propósito de calado pedagógico, amenaza la existencia de una pedagogía realmente formadora. Supone un completo despropósito pretender que todas las materias, por igual, pueden ser transmitidas o impartidas a través de dispositivos digitales, pues en muchas de ellas una pantalla sólo puede significar una fuente de distracción que dificulta el acceso a los contenidos realmente relevantes. Que en materias de naturaleza tecnológica o informática se trate el funcionamiento y la utilización de los dispositivos digitales es de lo más natural, pero no lo es en otras. Sustituir un violín por una pantalla no parece una buena idea a la hora de aprender a tocar el violín, así como leer un texto de Platón o de Américo Castro a través de una aplicación puntera, o trasladarlo a imágenes y movimientos digitales, no aporta casi nada a la tarea de comprenderlo. Al igual que cualquier otro recurso, los medios tecnológicos han de ser utilizados de acuerdo con criterios pedagógicos claros. No sirven para todo y en todo momento, sino que requieren ser supeditados al interés de la formación y el aprendizaje efectivos. En realidad, esto ocurre y ha ocurrido siempre con cualquier recurso; por ejemplo, no cualquier libro es apto en cualquier momento, y, de acuerdo con esto, las lecturas deben ser siempre seleccionadas atendiendo a las exigencias que presenta el momento educativo. Las novelas del marqués de Sade son sumamente interesantes, en muchos aspectos, pero quizás no sea conveniente proponerlas como lectura para alumnos de 1º de la ESO. Las tecnologías también tienen que someterse, en este sentido, a la conveniencia pedagógica, y su introducción debe ser modulada en función de la edad, de la madurez o de otras variables determinantes para el proceso educativo.

Bajo la ruidosa tormenta de la digitalización forzosa sigue latiendo el débil murmullo de algunas verdades elementales: la calidad de la educación sigue dependiendo, más que de la profusión de medios instrumentales, del número y calidad de los profesores, así como del número de alumnos a los que éstos tienen que atender. Cuando un alumno pretende solucionar una duda, no le vale con preguntar a Siri. Millones de euros se están gastando en artefactos de todo tipo, y, mientras, las escuelas e institutos siguen careciendo de profesorado suficiente. Todo el dinero que se dilapida en un equipamiento digital que, a menudo, carece de uso pedagógico, se desvía de la inversión en profesores y en la formación necesaria para que éstos posean el dominio más amplio posible sobre sus especialidades; asimismo, impide que el número de alumnos por aula se vea reducido hasta alcanzar un óptimo. Sin embargo, y a día de hoy, la formación científica del profesorado se ha visto desplazada, de forma creciente, por una apabullante y tediosa oferta de cursos que tratan sobre tecnologías y aplicaciones digitales que estarán obsoletas en un plazo muy breve, y la única ratio que parece importar a la Administración es la de dispositivos, no la de alumnos.

La digitalización forzosa de la educación parece señalar a una re-definición de los saberes transmitidos por el sistema educativo. Frente a un horizonte de saberes perdurables y dotados de solidez, profundidad o verdad, se propone un superficial y siempre cambiante flujo de información reciclable cuyo modelo cabe ser localizado en las fluctuaciones del mercado y en su incansable lanzamiento de productos efímeros. Los efectos de los dispositivos digitales sobre la capacidad humana de atención han sido ya examinados por multitud de estudios científicos, y muchos de ellos concluyen en que pueden estar siendo especialmente aciagos. Estamos sometiendo a las generaciones más nuevas a un experimento del que no podemos prever las consecuencias en lo concerniente a la formación de la personalidad, al desarrollo de las capacidades cognitivas y afectivas, al desenvolvimiento de la socialización, etc. El consabido pseudo-argumento de que el mundo es hoy en día digital y que, por lo tanto, hay que educar de manera digital es, en realidad, bastante inane. Si es así, si el mundo es o está preparándose para ser digital -lo que, por otro lado, es, antes que nada, un desideratum- más razón hay para que la educación opere sobre las capacidades que son ampliamente desatendidas o maltratadas en el entorno digital y que, además, permitirán ofrecer resistencia a la completa asimilación del individuo por parte del modelo virtual de consumo compulsivo de novedades. Educar es, sobre todo, educar para evitar que el sujeto se convierta en una función de las distracciones y reclamos que lo apartan de una consideración profunda de las cosas. Introducir pantallas en todas las actividades supone cultivar poderosamente la desatención y la incapacidad de fijar el interés en algo que exija un esfuerzo para ser comprendido y asimilado. Si un alumno se dispone a estudiar o a hacer una tarea, supone un importante obstáculo el hacerlo en un medio que pone a su disposición, con sólo un movimiento de su dedo, una evasión instantánea. Formar la atención es forjar un carácter que no se deje desviar de lo sustancial y se haga con la capacidad de prescindir por largos tiempos de reclamos ajenos a la naturaleza de la tarea que tiene entre manos. A esto lo denominamos “autonomía” y, supuestamente, es uno de los objetivos principales de todo nuestro sistema educativo. En el caso de que la escuela no suministre estos aprendizajes esenciales está, pues, traicionando su naturaleza misma. Sólo cuando la atención está ya formada puede un individuo resistir a los cantos de sirena de memes y wassap y, por esta razón, la utilización de medios digitales debería ser escalonada y nunca iniciada antes del desarrollo de una mínima madurez. Así como consideramos que conducir es una tarea que exige una personalidad adulta y no dejamos conducir a nuestros hijos hasta que alcanzan los dieciocho años, no deberíamos abandonarlos con ocho al torbellino de señuelos, propaganda o publicidad - por no hablar de ultraviolencia y pornografía- que se dispara al conectarse a la red.

La educación exige el trato cara a cara, la presencia física y material; exige también la adquisición de habilidades elementales que, aunque menos sofisticadas que una aplicación nacida en Silicon Valley, conforman el sustrato básico para adquirir cualquier conocimiento significativo y cualesquiera habilidades posteriores. Estas disposiciones básicas son, en primer lugar, la lectura profunda y la escritura a mano, que son la llave para acceder a cualquier conocimiento o aptitud de mayor sofisticación y no pueden desarrollarse más que en los primeros años de vida. Sustituir cuadernos, libros y agendas por pantallas sustrae de los colegios y los institutos las herramientas para salvar ese abismo decisivo que separa de la ignorancia y de la minoría de edad intelectual, afectiva y política. La digitalización forzosa de los centros educativos, por ende, no significa un beneficio para nuestros alumnos, pero sí para las empresas y plataformas del ramo, que llegan a disponer de terminales de negocio en cada aula, en cada pupitre y cada actividad escolar. La transformación digital de las aulas viene a ser lo mismo que su conversión en viveros de datos, dado que los vendedores, aparte de recibir grandes cantidades de dinero por los dispositivos, obtienen sus ganancias más gruesas al apropiarse de la información que se genera cada vez que un alumno inicia una búsqueda en internet, rellena un formulario o realiza actividades de cualquier tipo en esos medios.

El culto a la novedad puede salir muy caro, y no sólo en lo relativo a los recursos económicos públicos, sino también a las consecuencias. Es preciso denunciar y desechar la fe en que la última tecnología es, por ser la última, la mejor. Si nos entregamos ciegamente a este dogma se puede dar el caso de que se dé la espalda a tecnologías y métodos más antiguos, pero más potentes y efectivos. A día de hoy, y a pesar de las protestas de los tecnófilos más recalcitrantes, no hay aplicación digital que pueda suplir el milagroso ajuste de un martillo a su función. El mismo caso es el del libro: no hay dispositivo que se adecúe de manera más perfecta a las exigencias de la comprensión compleja y el conocimiento que esa tecnología tan vieja y poderosa. Que la aptitud pedagógica de un profesor dependa de poseer una “acreditación digital”, tal y como dictaminan los planes de digitalización de numerosas consejerías de educación, no puede más que mover a risa o a espanto. La boba fascinación por lo nuevo no suele esconder más que la incapacidad o la falta de interés en dar con lo bueno. Ya Antonio Machado, por boca de su Juan de Mairena, escribió: “En política, como en arte, los novedosos apedrean a los originales”. También en pedagogía.

Este manifiesto no pretende apostar en favor de una ingenua tecnofobia, sino abogar por una elemental prudencia ante consecuencias, en unos casos, desconocidas y, en otros, demasiado evidentes. Sería absurdo eliminar todo uso de las nuevas tecnologías, pero es urgente aclarar y comprender qué usos conllevan un beneficio pedagógico y cuáles, al contrario, demuestran unas consecuencias perniciosas. Las directrices provenientes de autoridades educativas y neopedagogos gubernamentales, serviles ante los intereses de los grupos de presión industriales, ocultan, bajo el discurso bienintencionado de dotar a los centros educativos de suficientes medios materiales, la aceptación inconfesada de una transformación de las aulas en feria de muestras para las inagotables y fugaces novedades que, a cambio de beneficios cuantiosos, los fabricantes generan. En este sentido, la posición de los responsables políticos de las distintas áreas de educación es seriamente preocupante, pues, lejos de escuchar a los docentes, secundan con entusiasmo la propaganda comercial de las plataformas neotecnológicas. Valga a modo de ilustración: El pasado mes de junio, la Junta de Personal Docente de Soria, donde están representados los profesores de enseñanzas no universitarias de la provincia, logró unir en una rara unanimidad a todos los sindicatos del sector en contra del “Plan de Competencia Digital Docente” de Castilla y León. La Junta de Personal redactó una carta, dirigida a la consejera de Educación, esgrimiendo unas razones bien fundadas, pero ésta, exhibiendo una vez más su respeto a los trabajadores de la enseñanza, no se ha dignado siquiera en contestar. Ante la indiferencia olímpica de las autoridades, a los profesores no nos queda más remedio que pronunciarnos. Están en juego, no sólo las condiciones en las que ejercemos nuestra labor, sino el sentido de la labor misma: la enseñanza.





5 comentarios:

  1. Inteligencia y sentido común. Habrá que resistir hasta donde se pueda y confiar en la absoluta fragilidad de estas tecnologías, que fallan de continuo. Si fuera posible mostrar quiénes se llevan las comisiones de las empresas tampoco estaría mal...

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    1. Comisiones cuantiosas y manejos de una opacidad admirable...

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  2. Suscribo el manifiesto de principio a fin, Borja.

    Aportaré un ejemplo nada más para ilustrar tu afirmación de que “el culto a la novedad puede salir muy caro”. Cuando, hace más de 100 años, se inventaron los rayos X, los aparatos de rayos X se convirtieron en un éxito de ventas en EEUU. Estos artilugios se usaban en las fiestas de las clases altas y los invitados se divertían fotografiándose mutuamente los huesos. A mediados del siglo pasado se retiraron de las zapaterías americanas unos 10.000 podoscopios que los clientes, especialmente los niños, usaban para observarse los huesos de los pies. Se suponía que el aparato era importante para elegir la talla adecuada de zapatos. La verdad es que era un mero reclamo para seducir a la clientela para que entraran en el establecimiento por la novedad. El podoscopio se colocaba en el centro de la tienda o en la sección de señoras y niños porque es donde se realiza el mayor número de ventas. No fue hasta después de Hiroshima y Nagasaki cuando los americanos, y el resto, tomamos conciencia de los efectos nocivos de la radiación masiva.

    En la actualidad solo podemos hacer conjeturas sobre el número de enfermedades y muertes que causó el uso indiscriminado de los aparatos de rayos X durante más de cuatro décadas.

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    2. Tienes toda la razón, Óscar, y tu ejemplo es muy certero. Aquí, como en otros ámbitos, tendríamos que mantener despierta la memoria. Aunque, claro, ya se encarga la neopedagogía de que en las escuelas prescindamos también de ella...

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