El progresismo no es sólo un conjunto de ideas estereotipadas acerca del mundo y la polis. Tampoco es únicamente una desordenada colección de prejuicios dispuestos para condenar o alabar lo que es prescriptivo condenar o alabar. El progresismo es, además, una patología del lenguaje. Se identifica por la exagerada intensificación de los acentos moralistas y sentimentales del relato sobre la realidad humana, lo que se dirige a postergar a un plano secundario a los hechos y a usurpar a la consideración todo aquello que forma la arquitectura objetiva del mundo. Como toda ideología, el progresismo se acompaña de un estilo literario apropiado para proporcionar a los creyentes la ficción que trata de instaurar a expensas de lo existente. Incluso cabe la posibilidad de hablar de una sintaxis progresista, como se advierte en periódicos y discursos políticos varios.
La semana pasada los periódicos recogieron lo relacionado con los terroristas suicidas que se inmolaron en Marruecos y Argelia ad majorem gloriam dei. Después de la alarma, la prisa y las fotografías impudorosas de esos días, los suplementos del fin de semana reservaban amplios espacios de reflexión y sosiego al análisis de lo ocurrido. Como de costumbre, un lento aburrimiento se desplegaba indolente por la prosa periodística habitual. No tuve suficiente paciencia para llegar a leer ni uno solo de esos artículos, pero el comienzo de uno de ellos me llenó del gozo del conocimiento ( Los hombres bomba del Magreb; El País, domingo 22 de abril). Si en este caso el periodista hubiera procurado contar, simplemente, lo que pasa, nos encontraríamos, quizás, ante la descripción de unos fanáticos que intentan aniquilar todo lo que se muestra reacio a los mandatos de un Dios intransigente. En su lugar, el periodista poetiza e intenta alcanzar la supuesta esencia inalcanzable de los hechos. Tiene como fin construir una narración que suplante a lo acaecido y obligue a la realidad a adaptarse al molde férreo de las ideas y juicios preconcebidos. Escoge y embellece los datos según su arbitrio para ofrecernos una realidad edulcorada que, obediente, realice lo previsto por la ideología. Por ejemplo, que la razón ampara al terrorista en forma de pobreza, o desesperación, como en otros casos el imperialismo americano, o la agresión judía. Nada alude al poder activo del individuo que decide. Apenas se menciona nunca el mandato religioso que, en nombre de Alá, los terroristas enarbolan. Eso sería atizar el choque de civilizaciones y, como dicta la ideología, sabemos que no existe.
Mohamed, el mayor: serio, callado, estricto, muy religioso. Omar, el pequeño: abierto, mujeriego, más golfo, consumidor ocasional de alcohol y de “kala” (…) Dos hermanos muy distintos. Dos maneras de pensar. Dos trayectorias vitales opuestas que se reencuentran el sábado 14 de abril (…) los dos se inmolan en apenas treinta segundos frente al consulado norteamericano (…).
Inmolarse sin apenas causar daños. Inmolarse porque no hay salida. Inmolarse con explosivos caseros para encontrar la redención.
El aliento patético que recorre el relato es verdaderamente enternecedor, siempre que logremos olvidar la calaña de los que están dispuestos a morir y matar en razón de la pura creencia fanática. Primero se retrata a los iluminados vistiéndolos de una normalidad impresionante, lo que supongo ha de llevar a pensar que cualquiera en su lugar habría de hacer lo mismo. Eran gente normal, hacían su oración y volvían a casa. El aire de épica impostada sirve para describir la gesta prestándole la belleza que, en los tiempos clásicos, conservaba la muerte en el campo de batalla. Todo se mezcla y transforma en el tintero del periodista, de manera que los héroes adquieren el aspecto de Aquiles en Troya o Espartaco desafiando a Roma. Inmolarse porque no hay salida. El objeto del artículo, aunque implícito, es patente: la metamorfosis de lo real a través de las buenas intenciones, la consabida y falaz adopción del “punto de vista del otro” con el fin de justificar sus evidentes desmanes, la asunción de la culpa occidental por todo lo malo que pasa en el mundo. En fin, la resurrección del buen salvaje que sólo mata empujado por la crueldad y aspereza del modo de vida que los occidentales le imponen.
De todos modos, aquí sólo quería referirme al modo en que el lenguaje lleva a cabo la catarsis ideológica. Es verdaderamente lamentable que se haya difundido este tipo de prosa beata por doquier, y que sea ya difícil encontrar algún análisis de lo que sucede que no se reboce constantemente en la bondad, la comprensión y la sonrisa piadosa. Parece que la aprehensión inteligente de los hechos ya no es válida, ya que no es deseable conocer lo que pasa, sino comprender a los actores en base a sus motivaciones subjetivas, sus “inquietudes” y “circunstancias personales”, y justificar siempre lo que hacen de acuerdo con supersticiosas necesidades históricas o místicas fuerzas suprapersonales. Esto, popularizado en su momento por cierto marxismo, se lleva a cabo, tal y como se refrenda en el artículo al que me refiero, a través del abandono absoluto de cualquier voluntad de verdad y de estilo, apelando siempre a lo más tosco y simple de los hombres, los sentimientos. Para ello, la narración se despliega adornada de un tono doliente, gimoteante, buscando provocar siempre lástima y compasión, a saber, los más manipulables y falsos de ese desordenado conjunto de pasiones que llamamos “sentimientos".
Sabemos que, dada la complejidad del mundo, los sentimientos son un órgano perfectamente inútil para su comprensión, pero los redactores de vidas pías se empeñan en hacernos creer que la sensiblería es el único modo de aprehender realmente lo que pasa. Así, proporcionan en píldoras indoloras la realidad que desean a costa de la realidad incómoda de lo que acontece. Así, nos dan a conocer la nobleza escondida de los luchadores islámicos que han jurado reducir occidente a cenizas y polvo, lapidar a los apóstatas, degollar a todos los infieles. Incluso a los periodistas progresistas.
Por Borja Lucena. Feacio
13:54 - 25/04/2007
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