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jueves, 25 de febrero de 2021

La política según Jacques Rancière.
Óscar Sánchez Vega

a) Introducción.

Jacques Rancière publica El desacuerdo en 1996 y esta será la referencia fundamental de las siguientes líneas. El objetivo de Rancière, que hago mío, es reflexionar sobre la naturaleza de la política. La tesis básica del autor es la anunciada en el título del libro: la política es desacuerdo, litigio. En los siguientes apartados intentaré trazar el hilo argumental sigue el autor, pero antes, como siempre, es muy conveniente responder a la pregunta: ¿contra quién piensa Rancière? ¿qué concepción de la política combate?

En primer lugar, Rancière piensa contra cierta concepción socialista de la política según la cual la política tiene que ver ante todo con la asignación de recursos a unos u otros. A menudo se ha supuesto que la política es un medio para que los recursos producidos por la sociedad se distribuyan de la forma más justa posible. Por consiguiente, la política sería una especie de acuerdo entre los distintos grupos sociales para producir y repartir bienes. De este modo la política se confunde con la Administración.

En segundo lugar, Rancière piensa contra el liberalismo político que sostiene que la política no tiene que ver con la administración de los recursos sino con el ejercicio de los derechos y libertades. Los recursos se distribuyen de manera natural, dicen los liberales, una vez asegurados ciertos derechos, el de la propiedad fundamentalmente, a través del trabajo y el libre intercambio de mercancías. El problema de la política, desde esta perspectiva, consiste en decidir cuáles son los derechos o libertades que todos debieran respetar y hasta dónde puede ir el poder estatal en contra o a favor de esos derechos y de esas libertades.

Distanciándose de los primeros y los segundos, Rancière afirma que la política no tiene que ver con la administración de los recursos ni con los derechos y libertades, sino que tiene que ver con las partes de una sociedad. Cuando hay una parte en la sociedad que no es reconocida como parte y actúa y habla para demandar reconocimiento, entonces, surge la política. Esta, por tanto, aparece siempre como una especie de fractura en el orden social establecido. Dada una división de las partes que ya está instaurada, reconocida e incluso consensuada, la política siempre viene a romper con esta estructura dada, a poner de manifiesto una fractura y a plantear una reestructuración. Veámoslo con más detalle.

b) El comienzo de la política.

Tomemos como punto de punto de partida de nuestra reflexión un conocido fragmento de la Política de Aristóteles:
“Sólo el hombre, entre todos los animales, posee la palabra. La voz es, sin duda, el medio de indicar el dolor y el placer. Por ello es dada a los otros animales. Su naturaleza llega únicamente hasta allí: poseen el sentimiento del dolor y del placer y pueden señalárselo unos a otros. Pero la palabra está presente para manifestar lo útil y lo nocivo y, en consecuencia, lo justo y lo injusto. Esto es lo propio de los hombres con respecto a los otros animales: el hombre es el único que posee el sentimiento del bien y del mal, de lo justo y lo injusto. Ahora bien, es la comunidad de estas cosas la que hace la familia y la ciudad.” (Aristóteles, Política, 1, 1253 a 9-18.)
Los sofistas fueron los primeros en afirmar la íntima conexión entre el lenguaje y la política, pero ellos, como les reprocha Platón en el libro VI de la La República, se limitan a utilizar la voz -no la palabra- para calmar o excitar, según convenga, al “gran animal” que es el pueblo. Por el contrario, Aristóteles destaca en este texto la importancia del logos: la voz sirve para mostrar lo que agrada y lo que no, pero la palabra es algo más, algo que sobrepasa el ámbito del placer y apunta a la Justicia, por eso “el hombre es el único que posee el sentimiento del bien y del mal, de lo justo y lo injusto.” Sin embargo, no está nada claro qué tipo de “sentimiento” es este del que habla Aristóteles y qué cosa es la Justicia.

El mismo Aristóteles había definido la justicia como una virtud que consiste dar a cada uno lo suyo; también se ha propuesto entender la justicia como reparación de los perjuicios que unos hacen a otros o como el equilibrio entre los intereses de los individuos que forman la sociedad. Pero, según Rancière, estas concepciones de la justicia son del todo insuficientes y hasta inadecuadas porque todas ellas presuponen la existencia de una comunidad política en cuyo seno cabe decidir lo que corresponde a cada ciudadano y lo que pudiera ocasionarle un perjuicio o agravio comparativo, pero es justo esto lo que está en juego. ¿Cómo se instituye una comunidad política? Porque, como bien vio Hobbes, solo cabe hablar de justicia o injusticia en el marco de una comunidad política y esta solo se constituye como tal si impera cierta igualdad entre sus miembros. ¿Qué tipo de igualdad debiera imperar entre los ciudadanos de una polis? Este es el problema de la filosofía política en su origen. Platón reprocha a la democracia ateniense fundarse sobre la igualdad aritmética, la de los mercaderes, según la cual cada parte vale lo mismo. Pero, según Platón, la auténtica Justicia no se levanta sobre la igualdad aritmética sino sobre una igualdad geométrica, la de los aristócratas, según la cual cada parte recibe conforme a su valor. Sin embargo Platón, a juicio de Rancière, no ha terminado de comprender que la política rompe con ambos órdenes porque ni la igualdad aritmética ni la geométrica están en el origen de la democracia:
“La política comienza por una distorsión capital: el suspenso que la libertad vacía del pueblo instituye entre el orden aritmético y el orden geométrico. No es la utilidad común la que puede fundar la comunidad política, como así tampoco el enfrentamiento y la armonización de los intereses. La distorsión por la cual hay política no es ninguna culpa que exija reparación. Es la introducción de una inconmensurabilidad en el corazón de la distribución de los cuerpos parlantes. Esta inconmensurabilidad no rompe solamente la igualdad de las ganancias y las pérdidas. También arruina por anticipado el proyecto de la ciudad ordenada según la proporción del cosmos, fundada sobre la arkhé de la comunidad.” (Rancière, 1996: 34).
La democracia no consiste en dar lo mismo a cada parte de la sociedad y tampoco en dar a cada parte según su valor sino más bien en poner en cuestión qué partes son contables y cuál es el principio de contabilidad. Pero no se trata solo de democracia sino de la política misma. La justicia política es, para Rancière, el orden que determina la distribución de lo común, es la elección de la medida misma según la cual cada parte solo toma lo que le corresponde antes que el mero equilibrio de los intereses particulares o la reparación de los perjuicios que unos individuos causan a otros.
“Para que la comunidad política sea más que un contrato entre personas que intercambian bienes o servicios, es preciso que la igualdad que reina en ella sea radicalmente diferente a aquella según la cual se intercambian las mercancías y se reparan los perjuicios” (Rancière, 1996: 18).
El litigio que funda la política introduce una inconmensurabilidad en el orden aceptado de la distribución social. Dicha inconmensurabilidad se deriva de que un sector de la comunidad no tiene parte propia. Ni el demos ateniense, ni los plebeyos romanos, ni los burgueses de la Revolución Francesa, ni los proletarios o las mujeres de las luchas sociales del siglo XIX eran sujetos reconocidos e identificados como "parte" de la comunidad de su tiempo. Esto se manifiesta en la ausencia de canales de participación, que están en manos de los sectores reconocidos. La política existe cuando el orden natural de la dominación es interrumpido por la institución de una parte de los que no tienen parte. Tal institución toma la forma de un partido político:
“Hay política cuando hay una parte de los que no tienen parte, una parte o un partido de los pobres. No hay política simplemente porque los pobres se opongan a los ricos.” (Rancière, 19996: 25)
Esta es la “ecuación imposible” de la democracia. Una parte de la sociedad, el demos, reclama ser el todo (la patria), pero tal anhelo es imposible porque la totalidad siempre acaba por fracasar, siempre habrá un sobrante, una parte que falta que pasa a representar lo universal concreto. Sieyès y Laclau con distintos términos vienen a decir lo mismo. Sieyès, en ¿Qué es el Tercer Estado?, cuando reclama para el pueblo llano la representación de toda la nación y Laclau, en La razón populista, cuando sostiene que el pueblo se constituye como tal cuando una parte, la plebe, reclama ser el todo, el populus.
“Lo que no tiene parte -los pobres antiguos, el tercer estado o el proletariado moderno- no puede, en efecto, tener otra parte que la nada o el todo. Pero también es a través de la existencia de esta parte de los sin parte, de esa nada que es todo, que la comunidad existe como comunidad política, es decir dividida por un litigio fundamental, por un litigio que se refiere a la cuenta de sus partes antes incluso de referirse a sus "derechos". El pueblo no es una clase entre otras. Es la clase de la distorsión que perjudica a la comunidad y la instituye como "comunidad" de lo justo y de lo injusto.” (Rancière, 1996: 23)
c) Política y policía.

Rancière denuncia que usamos el término “política” para designar dos cosas muy diferentes: por un lado una técnica de gobierno y por otro una forma de constitución de un cuerpo político. Esta ambigüedad está ya presente en el origen de la Filosofía política en Aristóteles cuando dice en Política (1279a 25 y ss) que tiene intención de contar las distintas formas de constitución (politeiai): “Ya que constitución (politeia) y gobierno (politeuma) significan lo mismo y que el gobierno es la autoridad suprema del Estado…” Tal parece que Aristóteles es consciente de una dificultad y quiere suturar una escisión entre lo que, posteriormente, Negri denominará el poder constituyente (politeia) y el poder constituido (politeuma), pero la síntesis resultante es frágil y la brecha se abrirá una y otra vez a lo largo de la historia de la Filosofía política, por ejemplo cuando Rousseau distingue entre el poder ejecutivo del gobierno y la soberanía del pueblo o cuando Schmitt separa la legalidad de la legitimidad. No resulta exagerado decir que el problema de la posible articulación o no de estos momentos es el problema fundamental de la política democrática.

Por un lado, la sociedad está formada por personas se organizan en grupos y que cumplen funciones muy distintas. Las relaciones que mantienen entre ellas también son muy diferentes. Para que este entramado funcione es preciso que las distintas partes de la sociedad cumplan la función que tienen encomendada y que la relación entre ellas sea todo lo armoniosa que fuera posible: que los jueces sentencien con rigor, que la policía sea diligente, que los mercaderes sean honrados, laboriosos los trabajadores, etc. La lógica que rige todo este sistema de relaciones es lo que Rancière llama “policía” o lógica policial, que naturalmente va bastante más allá del significado habitual del término. Por ejemplo, todo lo que atañe a las instituciones, las dinámicas que rigen la convivencia, las cuestiones de la ciudadanía, su representación, participación, etc, son cuestiones policiales. La finalidad de la “policía” consiste en constituir un sistema ordenado de diferencias, donde cada parte tenga su lugar y donde el antagonismo y el conflicto se superen o disuelvan.
“La policía es primeramente un orden de los cuerpos que define las divisiones entre los modos del hacer, los modos del ser y los modos del decir, que hace que tales cuerpos sean asignados por su nombre a tal lugar y a tal tarea; es un orden de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y tal otra al ruido” (Rancière 1996: 44).
Es importante destacar que para Rancière “policía” no es un término valorativo o despectivo, sino que tiene un sentido neutro. Como bien vio Foucault, sería ingenuo caracterizar a la policía como un mero aparato coactivo; la policía era ya en los siglos XVII y XVIII una “técnica de gobierno” cuya principal función no es reprimir. La policía no es tanto un "disciplinamiento" de los cuerpos como una regla de su aparecer, una organización de las ocupaciones y los espacios en los que estos se distribuyen.

La política propiamente dicha, ya lo sabemos, es otra cosa. La política es romper la baraja, es la suspensión de la armonía propia de la policía, es impugnar el espacio donde las partes están definidas, es cambiar el lugar de asignación de los cuerpos. Surge cuando los que no tienen parte exigen ser tomados en consideración y tratados como iguales, como ciudadanos con plenos derechos. Mientras que la lógica policial es “la distribución desigualitaria de los cuerpos sociales”, la lógica política proclama “la capacidad igual de los seres parlantes”.
“Si la política es algo, es por una capacidad completamente singular que, antes de la existencia del demos, es simplemente inimaginable: la igual capacidad de mandar y ser mandado.” (Rancière, 1996: 95)
La política es por tanto el proceso de la igualdad entre seres parlantes. Este acto requiere dos movimientos complementarios: hacer visible y dar nombre. La instauración de la política supone siempre un acto de ruptura, un acto en el que lo invisible se manifiesta y se hace visible y en el que los sin nombre se dan un nombre y hablan. No se trata de incorporar nuevos interlocutores a una conversación interrumpida en un escenario previamente delimitado, sino de la irrupción de nuevos sujetos con un nuevo lenguaje en un escenario inédito, ya que el sujeto, el lenguaje y el escenario se instauran al mismo tiempo y por el mismo acto.

Política y Policía son, dos formas de ser-juntos, dos lógicas sociales: una lógica que cuenta las partes como meras partes y otra lógica que suspende la armonía entre las partes por la mera constatación de la igualdad entre los seres parlantes. El buen funcionamiento de una sociedad exige división y desigualdad, pero la política es ciega ante esto: exige igualdad. Por eso la política choca con la policía, porque la política es siempre “puesta en litigio”: lógica policial vs lógica igualitaria, esta es la esencia del conflicto político.
“La actividad política es siempre un modo de manifestación que deshace las divisiones sensibles del orden policial mediante la puesta en acto de un supuesto que por principio es heterogéneo, el de una parte de los que no tienen parte, la que, en última instancia, manifiesta en sí misma la pura contingencia del orden, la igualdad de cualquier ser parlante con cualquier otro ser parlante. Hay política cuando hay un lugar y unas formas para el encuentro entre dos procesos heterogéneos.” (Rancière, 1996: 45).
d) La filosofía política como negación de la política: de la arquipolítica a la metapolítica.

Platón supo ver en el desacuerdo la esencia de la política y por eso la identificó con el mal, el desorden y la injusticia. Platón, como sabemos, rechaza la democracia y en el Estado Ideal instituye la Justicia como no-distorsión, como armonía, es decir, el filósofo ateniense trata de alcanzar la esencia de la política contra la política, contra el litigio y la distorsión inherente a la política. En Platón la politeia es el “régimen de lo Mismo”, es decir, la identidad entre política y policía.

La filosofía política nace porque la identidad se perdió con la democracia, de tal modo que, como ha subrayado Arendt, toda la filosofía política se levanta contra la política. Podemos, siguiendo a Rancière, distinguir tres variantes en la historia de la filosofía política: la arquipolítica, la parapolítica y la metapolítica.

La arquipolítica empieza con Platón y consiste en crear una comunidad cerrada, en un espacio homogéneo, sin ningún vacío, donde sea imposible un acto político propiamente dicho. Se trata, en primer lugar de suprimir la distorsión, de encontrar un modo en que la armonía y el orden geométrico puedan plasmarse en un régimen político: “La arquipolítica es la realización integral de la physis en nomos.” Por ello la ciudad platónica no es política. La ciudad platónica suprime la familia porque ella es la familia, no es una comunidad política porque no hay política al margen de la pasión por la igualdad.

Con Aristóteles surge una nueva filosofía política: la parapolítica. La parapolítica consiste en la transformación de la distorsión propia de la política en un problema de distribución de bienes y funciones que puede ser abordado desde el dispositivo policial. La parapolítica aspira a ser la “política” propia de un régimen “normal”, honrado, que ha superado veleidades revolucionarias. El telos de la parapolítica es encauzar el conflicto e instaurar reglas de juego aceptadas por todas las partes. Se trata de hacer compatible el mandato platónico del gobierno de los mejores con el ideal democrático según el cual “todos son iguales por naturaleza”. En la ciudad aristotélica una “parte” se impone, pero la unidad se mantiene por medio de una ficción: la Constitución o el Bien común. Pero las partes de la sociedad todavía se mantienen en Aristóteles, partes que serán abolidas por la filosofía política moderna con el objetivo de facilitar la instauración de un Bien común que sea aceptado por todos. En cualquier caso, la filosofía política moderna que va de Hobbes a Tocqueville, pasando por Rousseau, se mantiene fiel a los parámetros fijados por Aristóteles, es decir, sigue siendo parapolítica.

La metapolítica (la tercera figura de la “política de los filósofos”) es lo contrario a la arquipolítica. Afirma la distorsión absoluta, el exceso de distorsión: el antagonismo lo domina todo. Es sin duda Marx quien, muy en particular en La cuestión judía, da la formulación canónica de la interpretación metapolítica: lo real es la lucha de clases mientras que la política es mentira y apariencia. Todo lo que habitualmente se denomina “política” es una farsa que tiene como objetivo ocultar la realidad social del antagonismo entre las clases.
“La verdad de la política es la manifestación de su falsedad. Es la separación de toda nominación y toda inscripción políticas con respecto a las realidades que las sostienen.” (Rancière, 1996: 107).
La metapolítica es la ciencia que revela la falsedad de la política y reduce su campo a lo social. Curiosamente la metapolítica, que nace como revitalización del impulso democrático coincide aquí, en la reducción de lo político a lo social, con la lógica policial. Por ello el concepto clave de la metapolítica es el de ideología. Este es el concepto que anula toda la política. Todo lo que antaño había correspondido a la política se toma por “ideológico”, esto es por engaño, mentira o ilusión.

Pero la metapolítica tampoco tampoco entraña una correcta comprensión de la política porque esta es una esfera que no puede reducirse a lo social. El objetivo de la política democrática es hacer posible el “aparecer” del pueblo. No se trata entonces de denunciar como fantasías los derechos, sino de apropiárselos. La estrategia política, por parte de los obreros o las feministas en el s XIX no fue denunciar como ficciones los derechos humanos o la condición de ciudadano, sino denunciar que no se cumplen, que no se aplican, que de hecho no somos todos iguales como proclama la ley.

e) Democracia y posdemocracia.

Si, desalentados por el fracaso de la filosofía política, pasamos del plano de la teoría a la práctica el panorama tampoco es más esperanzador porque tampoco aquí encontramos el objeto de nuestra reflexión: la política. Y no la encontramos porque, en sentido estricto, no vivimos en una democracia y como hemos visto la única política merecedora de tal nombre es la política democrática.

La victoria final de las democracias formales frente a los regímenes totalitarios paradójicamente trae consigo una manifiesta desafección de buena parte de la población hacia las instituciones y las formas de representación democráticas. Tal parece que la democracia muere de éxito cuando alcanza una victoria definitiva frente a otras formas de organización política (o formas de organización policial, en los términos de Rancière) y es casi unánimemente aclamada como la mejor forma de gobierno. La democracia consensual que impera en nuestros días no es democracia, sostiene Rancière, porque democracia y consenso son conceptos antagónicos. Estamos en la época de la posdemocracia.

La posdemocracia es la política del consenso que borra o anula el litigio democrático y lo sustituye por el juego de dispositivos estatales y la armonización de los intereses sociales. El consenso presupone que las partes ya están dadas y la comunidad constituida. Para el sistema consensual el todo es el todo y las partes las partes. No puede tolerar que una parte, la de los que no tienen parte, se autoproclame todo, o sea, pueblo.
“(la posdemocracia) es la desaparición del dispositivo de la apariencia, de la cuenta errónea y del litigio abiertos por el nombre de pueblo y el vacío de su libertad. Es, en suma, la desaparición de la política.” (Rancière, 1996: 130).
La posdemocracia es el liberalismo más el Estado derecho que garantiza los derechos fundamentales y el progreso económico. A cambio de cierto bienestar el pueblo renuncia al kratos (poder) En la posdemocracia ya no hay litigio sino problemas que tienen solución si son bien planteados. No hay aparecer del pueblo y no hay cuenta errónea.

El neoliberalismo imperante toma del caduco marxismo el desprecio a la política y la fe en la necesidad objetiva. Aquí no se trata ya de la necesidad histórica, claro está, sino de una necesidad objetiva que se identifica con las coacciones y los caprichos del mercado mundial. La política pasa a ser la gestión del “casi nada” del capital (0,5 del PIB aquí o allá), por lo que el acontecimiento político más importante de la legislatura es la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado.

Por otra parte, el alejamiento de la política es visto desde el poder consensual como rechazo del totalitarismo y la utopía. Pero la utopía de la posdemocracia es un mundo purgado de sus “identidades excedentes”: proletarios, judíos, negros o mujeres. Es necesario atender a un doble movimiento del sistema consensual: por un lado reducen al individuo a una parte más de la comunidad: profesores, pensionistas, autónomos, etc; por otro lo universalizan: todos somos personas y merecemos igual consideración. Son dos caras de la misma moneda. Todo ello es la muerte de la política: el hombre desnudo no es un animal político.

A pesar de todo, para que el sistema se tenga en pie, para que la farsa pueda seguir representándose, es preciso encontrar un sustituto para el pueblo, es preciso encontrar un sujeto al que representar, pero ya no estamos ante un auténtico sujeto político, se trata de una realidad simulada, un pueblo virtual: la opinión pública. Este nuevo sujeto soberano es idéntico a la suma de sus partes:
“La suma de sus opiniones es igual a la suma de las partes que lo constituyen. Su cuenta es siempre pareja y sin resto. Y este pueblo absolutamente igual a sí mismo también puede descomponerse siempre en su real: sus categorías socioprofesionales y sus clases de edad. Desde ese momento, nada puede suceder con el nombre de pueblo, como no sea el balance de las opiniones y los intereses de sus partes exactamente enumerables.” (Rancière, 1996: 133).
Pero la democracia, como llevamos repitiendo, es otra cosa: la democracia es ante todo el nombre de un “dispositivo de subjetivación” que se activa contra el orden policial. Este “dispositivo de subjetivación”, como vimos en anteriores apartados, ha de cumplir tres condiciones:

Primera. La apariencia de un pueblo. Pero apariencia no como lo contrario a real; se trata de un irrumpir: el pueblo irrumpe en el discurso político.

Segunda: El pueblo son la parte de los sin parte, son los incontados, es un colectivo que rompe con las identificaciones en términos de partes del Estado.

Tercera: El pueblo surge como litigio. La democracia siempre es polémica, nace y vive en oposición a la lógica policial que niega el trato igualitario entre seres parlantes.

Las formas de la democracia no son otra cosa que las formas de manifestación de ese dispositivo ternario. Las instituciones democráticas son cauces para el litigio, no son superfluas (contra lo que afirman los filósofos de la metapolítica), pero no se identifican sin más con la democracia (contra lo que afirman los políticos de la posdemocracia). Despojadas del contenido polémico, las instituciones democráticas no son nada, cáscaras vacías. Y la comunidad política existe en la medida que irrumpe una lógica igualitaria en el seno de una comunidad policial, cosa que no ocurre a menudo. Por ello la política, en su especificidad, es rara. Siempre es local y ocasional.
“La política existe cuando el orden natural de la dominación es interrumpido por la institución de una parte de los que no tienen parte. Esta institución es el todo de la política como forma específica de vínculo. La misma define lo común de la comunidad como comunidad política, es decir, dividida, fundada sobre una distorsión que escapa a la aritmética de los intercambios y las reparaciones. Al margen de esta institución no hay política. No hay más que el orden de la dominación o el desorden de la revuelta” (Rancière, 1996: 25)

2 comentarios:

  1. Muy interesantes tu comentarios a la obra de Ranciere, Óscar. No he leído ésta que aquí nos traes, pero su melodía me es familiar a través de la lectura de Arendt. Me parece que hay una gran semejanza entre sus posturas. Por sólo indicar una, me pararé en la última parte de tu texto. Esta concepción de la política como lo excepcional, como la irrupción imprevista, ha sido criticada en Hannah Arendt, dado que, también para ella parece que lo político sólo aparece realmente en las revoluciones, siendo históricamente sustituido por la administración y la gestión en el momento en el que las revoluciones aquietan sus aguas y se vierten en algún tipo de orden constituido. Creo que la dirección y el sentido general de esta concpción está más o menos clara, pero nos enfrenta a una desesperanza específica de lo político, dado que parece siempre desplazarlo a otro tiempo, da igual que sea el pasado o el futuro, despojando al presente de los rasgos y las exigencias de la acción política. La pregunta, dirigida a Arendt, a Ranciere, a ti, es: ¿El único modo de política es, entonces, la revolución? ¿No es este un pensamiento típicamente mediado por los ensueños del 68? ¿Qué ocurre cuando la revolución se acaba? Creo que la respuesta de Arendt iría en la dirección de una superación de la supuesta antítesis entre momentos constituyentes y constitución, es decir, en la afirmación de una institucionalización de la revolución (lo que parece un contrasentido); es decir: un aquietamiento de las convulsiones revolucionarias a las que dieran paso "instituciones revolucionarias" dotadas en el sentido fuerte de carácter institucional (otra paradoja). Arendt refiere, por ejemplo, la asamblea y la articulación de asambleas diferenciadas (consejos, soviets, etc). En este caso, es la representación política la que, efectivamente, cancela lo político, por lo que el modo de mantenerlo vigente no es otro que la intervención o la democracia directa. ¿Qué posición mantiene Ranciere?
    Borja

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    1. Hola Borja. Gracias por el comentario. Efectivamente hay similitudes entre la reflexión de Arendt y la de Rancière. Una es la que apuntas: la crítica a lo que Rancière llamaría “posdemocracia”. Hay más: ambos dirigen la mirada a la Atenas clásica en busca de respuestas y también, una similitud muy clara, la crítica a la Filosofía política.

      Preguntas primero si la revolución es el único modo de hacer política y resumes la propuesta de Arendt. Llama la atención en el ensayo de Rancière algunos vacíos que no creo que sean en absolutos casuales. Por ejemplo, si no me equivoco, no aparece ni una sola vez el término “revolución” en todo el texto, lo que, dada la propuesta del autor, no deja de ser llamativo. Entiendo que con ello busca distanciarse de lo que podríamos llamar “la cultura del 68”, pero no cabe duda que la propuesta de Rancière es, a pesar de todo “revolucionaria.”

      Resumes muy bien luego la propuesta de Arendt y preguntas por la de Rancière. La verdad es que en toda la obra el autor evita dar una respuesta clara a la pregunta que planteas (¿Qué ocurre cuando la revolución se acaba?). Pero si quieres te digo como lo veo yo. Yo creo que las similitudes entre la propuesta de Rancière y la de Arendt pueden impedirnos ver una diferencia radical, absolutamente nuclear: Arendt es republicana y Rancière, aunque no lo reconozca, populista. Por lo tanto las coincidencias se dan dentro de despliegues teóricos muy diferentes. La comunidad política para Arendt es una comunidad de iguales y en cambio la comunidad política para Rancière es un campo de batalla eterno: la parte de los sin parte contra la policía. Para todos los populistas es imposible contestar a la pregunta por el poder constituido porque, de entrada, han situado la esencia de la política en el polemos, en la lucha de clases o como se quiera llamar. Lo mismo cabe reprochar a Laclau y tantos otros.

      Este tema que apuntas, me interesa mucho. He intentando desarrollarlo con un poco más de detalle en una entrada anterior, la del poder constituyente.

      Un abrazo Borja.

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