Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

viernes, 5 de agosto de 2016

Política y fabricación: la crítica de Hannah Arendt a la ontología política de Platón.
Borja Lucena


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      Hannah Arendt, a lo largo de una extensa obra dedicada al examen de la realidad política y a la crítica de la categorización filosófica de su complejo ámbito, ofreció notables herramientas conceptuales para desbrozar una relación repleta de malentendidos, de tachaduras y sombras. Ante la presencia continuada de la filosofía política en el marco de la reflexión filosófica occidental, el gesto arendtiano fundamental conmina a realizar un cierto paso atrás, a adoptar una distancia apropiada con la disciplina que permita apreciar qué tipo de relación entre filosofía y política se definió históricamente en ella. Lo que acerca de ello puede revelar la posición fundacional de Platón es de radical importancia. De acuerdo con Arendt, la relación de la filosofía con la política ha estado históricamente marcada, en tanto fue establecida por la creación platónica, por el empeño filosófico de reducir la experiencia de la acción al marco de lo conceptualmente aprehensible, despojándola de sus constantes riesgos: la carencia de previsibilidad, la incapacidad práctica de dominio sobre la complejidad que nutre su acontecer, la novedad que a cada instante amenaza con irrumpir amenazadoramente en el frágil sistema de las relaciones humanas. Lo que Platón muestra, de acuerdo con esto, es una incapacidad propiamente filosófica de comprender lo político, y la consiguiente aspiración a transformar el espacio público de la acción con el fin de asimilarlo a una panoplia de conceptos como los que gobiernan su pensamiento1. La tesis mantenida por Arendt desde los años cincuenta del pasado siglo hasta sus últimas obras2 es que la filosofía, tal y como fue definida en el originario impulso platónico, es decir, como metafísica, es íntimamente incapaz de comprender la política en tanto política, y por ello todo el abanico de filosofías políticas que han partido de la posición establecida por Platón han resultado ser realmente, antes que acercamientos a sus resortes peculiares, variados intentos de desactivación de lo político mismo. Esta conversión de la política en una actividad teórico-filosófica más, por otra parte, alcanza a abrazar, de acuerdo con Arendt, no sólo los derroteros clásicos de la filosofía, sino incluso las modernas rebeliones filosóficas contra el pensamiento clásico dadas en los siglos XIX y XX: Marx, Nietzsche e, incluso, al menos en sus dimensiones directamente políticas, Heidegger3. El hallazgo platónico de un pensar filosófico definido por la aspiración metafísica, o bien fijado en torno a una inversión de ésta, no puede, en suma, dejar de plantear una relación de conflicto y tensión con el ámbito humano de la acción y la vida compartida. La filosofía política es la disciplina habilitada por Platón, no para tratar de comprender lo político, sino para liberar a los hombres del gravoso peso del actuar (Cf. Forti 2001, p. 96). El sintagma “filosofía política”, llega a afirmar Arendt, es, en el sentido platónico de la relación, una “contradictio in adjecto” (Arendt 2006, p. 665). En el encuentro entre las ideas filosóficas nacidas de la fundación platónica y las realidades políticas se produjo un choque, una violenta sacudida que se resolvió históricamente en la tentativa especulativa de desarticular el campo de lo político, propiciando la ocultación de sus categorías intrínsecas en favor de esquemas de comprensión capaces de reducir el complejo espacio político a conceptos e ideas afines a los prevalentes en el pensamiento filosófico. Ante la casi absoluta extrañeza de las categorías que configuran la esfera humana de la acción, la filosofía trató de establecer los mecanismos conceptuales de asimilación capaces de ocupar el espacio político y reconducirlo a los cauces familiares de las ideas y las argumentaciones filosóficas. Esta asimilación tuvo, según relata la autora, dos formas principales diversas: la antigua, cuya fundación se encuentra en Platón, y la moderna, cuya culminación se halla en Marx y que, llevando a plenitud la disgregación filosófica del campo político, preparó a su modo la emergencia de las grandes ideologías políticas del siglo XX4.

      Consecuentemente, en el presente artículo se tratará de exponer, en alguno de sus multiformes sentidos, el por qué de la incomprensión filosófica del terreno de los asuntos humanos, iluminando alguna de las, por otro lado, brillantes reformulaciones operadas por Platón y aplicadas por él al espacio de la acción. Para ello, se tendrá especialmente en cuenta la perdurabilidad de la aportación platónica en el pensamiento filosófico y político posterior, que puede ser amalgamada en torno a la poderosa metáfora de la fabricación, por la cual se proyecta la imagen de la acción política bajo el prisma de la construcción de objetos, es decir, la poiesis. Con ese objetivo, se intentará confrontar la crítica arendtiana de la filosofía política platónica con textos del filósofo ateniense en lo que poseen de revelador y decisivo, apuntando a una superación de los anclajes conceptuales platónicos presentes en todo pensamiento político que, consciente o inconscientemente, persevera en la maniobra de comprender lo ofrecido en la acción como una forma de fabricación o construcción, sea de una "sociedad", un “mundo” o un "hombre" nuevos. 
 
      Al contemplar la tradición occidental de filosofía política, Hannah Arendt observó cómo su recorrido ha sido completado. El itinerario descrito por su discurrir se cierra formando un círculo. El propósito de hacer de la política una forma de filosofía, propósito con que se inauguró la filosofía política occidental en Platón, es por ella señalado como paradójicamente solidario con el de hacer de la filosofía una forma de intervención política, aquello a lo que alcanzó Marx. Lo importante, en ambos casos, fue la repetida voluntad de alcanzar una cumplida reconciliación de la filosofía y la acción a través de la unificación de sus respectivos campos. Pervive en todo el recorrido de la tradición el proyecto de reducir lo otro, lo filosóficamente inasimilable, a las categorías capaces de explicarlo, de atarlo a sujección, de neutralizarlo. En este terreno, es sabida la apuesta difícil de la autora alemana: levantar un pensamiento filosófico no adverso a la frágil esfera de la acción política, no tendente a su colonización conceptual; aceptar en el vivir humano, como pliegue irremediable, una escisión originaria entre ámbitos extraños, autónomos y, en última instancia, irreconciliables, el pensamiento y la acción, los cuales no pueden en ningún modo ser completamente reconciliados en una síntesis especulativa superior. Al contrario, el itinerario de la filosofía política, en sus principales exponentes, tomó el carácter opuesto de promover una solución definitiva, un acomodo total entre los ámbitos dispersos, desperdigados, de la vida humana. Para ello la filosofía política trató generalmente, no de comprender lo político en su especificidad, sino hacer de la política una filosofía “por otros medios”.

      ¿Cuáles son los recursos que, según Arendt, movilizó la tradición de filosofía política con el fin de reducir la alteridad e imprevisión de lo político a lo filosóficamente representable? ¿Qué estrategias, no necesariamente deliberadas sino a menudo inconscientes, convergieron en ese formidable esfuerzo teórico de desactivación de los riesgos de la acción que constituyó el cuerpo principal del pensamiento político occidental? ¿Qué grado de eficacia demostraron? A todas estas preguntas procura dar respuesta la narración arendtiana de la tradición de filosofía política.

      La operación fundamental descrita por la filósofa consistió, de acuerdo con el trazo firme dibujado por Platón, en invertir las categorías internas que configuran la vita activa. Sería excesivamente prolijo desarrollar toda la reflexión arendtiana acerca de los principales modos de la vida activa humana, las diversas formas en que se agrupa todo el campo de la vida práctica. En The Human Condition (Arendt 1998) , lugar en el que se extiende acerca de ello, la autora ofrece una división tripartita que distingue tres grupos significativos de actividades: la labor, o aquel ámbito de conducta en el que los seres humanos se aseguran la pervivencia y conservación de las funciones orgánicas; el trabajo, o el tipo específico de “hacer” por el que el hombre se define como homo faber, constructor de un mundo de objetos; la acción, cuyo modelo de comprensión es la práxis tal y como la entendían los griegos, como un modo activo cuyo resultado no reside en un objeto externo al propio actuar, sino en el propio ejercicio o performance de la actividad misma. La fuente de la realidad política es esta última forma, la acción, unida íntimamente, según Arendt, al lenguaje como modo de aparición mutua de los individuos. Para los efectos de este trabajo, nos ceñiremos sobre todo a estas dos últimas formas de actividad, el trabajo y la acción, cuya distinción es crucial en relación al mantenimiento de una vida política genuina, y cuya confusión marca la desaparición de la política y su desplazamiento por diversas formas de fabricación, trabajo y organización técnica. La inversión platónica de las categorías del campo de la vida activa no supuso sólo un reordenamiento conceptual de la acción, sino a la vez una inversión de las jerarquía valorativas que la comunican con el resto de actividades humanas: mientras que la aproximación fenomenológica que emplea Arendt sitúa en la acción el punto focal que irradia sentido sobre el abanico de actividades desarrolladas por los hombres -de modo tal que la sola limitación a la labor biológica o al trabajo terminarían por expulsar a la vida humana del ámbito del sentido-, la inversión filosófica del campo práctico hizo de ella la más baja, la más atravesada por el absurdo de las actividades. Una constante del pensamiento filosófico, según el examen arendtiano, ha sido el desprecio de la acción, su depreciación de la capacidad de actuar hasta colocarla en el grado del sinsentido y el ridículo; ya sea en la descripción platónica del ámbito de la pólis como caverna humana de desorientación, ya como tematización marxiana de la acción política como pantalla que cubre el desarrollo necesario de las fuerzas productivas, el espacio político de aparición fue denostado hasta convertirlo en terreno casi privado de significado.

      Reescribir la historia de la filosofía desde el punto de vista de la acción conduce a Hannah Arendt, al elegir la perspectiva que parte de uno de los puntos ciegos de la tradición filosófica, a conmover su suelo axiológico. Interpretada desde tal ángulo, la narración que la pensadora alemana compone deja ver el conjunto de tensiones que nutrieron el constituirse de la filosofía como disciplina, y permite hacer visible una continuidad en su desarrollo que, más allá de la divergencia programática entre escuelas y tendencias, traza un hilo que vincula el principio con el final. Desde esa posición, la filosofía deja ver que, además de ser la invención de una forma positiva de vida y pensamiento, tuvo como aglutinante originario el compromiso contra formas o dimensiones de vida antecedentes cuya pervivencia podía, de un modo u otro, constituir una amenaza para la vida filosofante. En este sentido, la experiencia del juicio y condena de Sócrates fue decisiva para la filosofía platónica. La toma de postura ante la política, ante la acción, es, según esto, parte constitutiva de la filosofía históricamente acaecida, y su entero desarrollo permite colegir que ese crucial posicionamiento se tradujo en la amplia mayoría de los casos -comenzando por el poderoso impulso fundador de Platón- en un posicionamiento contra la acción y contra la política. Los grandes filósofos fueron casi unánimes en su actitud de recelo ante la acción, según defiende Arendt; sólo algunos pensadores, que, por lo demás, tienden a ser expulsados del relato convencional de la historia de la filosofía, se atrevieron a acercarse al hecho de la acción desde una postura divergente, no teñida por esos “prejuicios” filosóficos contra la política. Entre estos, cabe destacar a Montesquieu, a Cicerón o a Maquiavelo5.

      Tal y como había formulado Nietzsche al hablar de la “inversión de todos los valores” presente en el nacimiento de la filosofía, Arendt también detecta una inversión que afecta a la ordenación y el significado antropológico de los diferentes modos del “hacer” humano. Lo que, en el seno de la vida griega, formada en el espíritu de los poemas homéricos, era lo más sobresaliente de la vida humana -su capacidad para iniciar lo nuevo a través de acciones, proezas y palabras- se convirtió, desde la perspectiva filosófica, en la más dudosa de las actividades6. La filosofía, de acuerdo con la máxima de Hegel, vino a la luz como un sentido común vuelto completamente del revés (Cf. Arendt 1978, p. 88), un modo de aprehensión de lo real definido por un estricto juego de oposiciones con respecto a lo dado en la experiencia y el vivir políticos de los griegos. Cabe así avizorar, desde la perspectiva de lo político, un decisivo significado a la contraposición metafísica entre apariencia y esencia. La lucha entre el pensamiento filosófico y el sentido común estableció los polos enfrentados que habían de delimitar la oposición de la filosofía y la acción política como confrontación entre el alejamiento filosófico de lo mundano y la pertenencia humana al mundo. Con su renuncia al sentido común, de acuerdo con esto, la filosofía renunció precisamente a aprehender lo común, que es el mundo compartido por la pluralidad de los hombres, lo que significó una decisiva inhabilitación para comprender la actividad política (Cf. Arendt 1971, pp. 417-446, pp. 424-425). Lo perteneciente a la acción fue cuidadosamente desmontado, rebajado, confundido con actividades extrañas a su dominio, distorsionado por la aplicación de conceptos ajenos a su ámbito. El filosofar dirigido a dar cuenta de la política difuminó las diferencias entre la acción y otras actividades y estableció como criterio de inteligibilidad, no aquellas medidas pertenecientes a la esfera del actuar, sino pautas escogidas del repertorio perteneciente a las experiencias del mantenimiento de la vida -la “labor”-, o, como desarrollaremos a continuación en el caso de la filosofía política platónica, la fabricación de objetos -el “trabajo” o poiesis.

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      El rédito platónico permanente que extendió sus frutos a lo largo de la historia de la filosofía política fue, según se desprende de la comprensión arendtiana, la conversión de la política en una técnica de fabricación de la organización humana. La filosofía política puede definirse como una metafísica de los asuntos humanos, dispuesta en torno a las necesidades inherentes al hombre, y, por lo tanto, hostil hacia los fenómenos humanos salpicados de pluralidad. Al partir de, y acabar en, el hombre, al procurar instaurarse como técnica de la construcción o modelado de una comunidad humana organizada en torno a fines biológicos o filosóficos -mas nunca propiamente políticos- las teorías políticas se definieron, desde Platón, por su condición de “teoremas” de la pura dominación (Arendt 1996, p. 53), del sometimiento de un material en principio indomeñable a los principios de gobierno idóneos. Así, según la autora, Platón “no se interesa por el poder” (Id. p. 35), que refiere a las relaciones multívocas generadas en el espacio abierto por una pluralidad, sino al gobierno o dominio capaz de conducir a unidad, de acuerdo con la esencia, a lo “aparentemente” distinto. La organización, en este respecto, constituye la promesa de superación de la pluralidad, “de tal forma que los muchos se convierten en uno” (Ibid.). Desde la “perspectiva de eternidad” ofrecida por la esencia, la pluralidad del mundo humano es evaluada como el verdadero obstáculo para los fines del hombre, ya que se interpone e interfiere en la realización de su plena soberanía, de su libertad interpretada como capacidad de ordenar y construir una realidad que se ajuste mansamente a lo proyectado por la esencia. El sendero metafísico iniciado por Platón, y duradero en los pliegues de la entera historia de la filosofía, reiteró una y otra vez la sumisión de la política a los imperativos desprendidos de la idea de hombre o la esencia humana, y hubo de forjar una teoría política que, desatendiendo la dinámica inmanente de la pluralidad, ofreciera un utillaje extrínseco a ésta que operara la imposición de un orden orgánico o de automatismo capaz de propiciar el funcionamiento unitario de la ciudad, de forzar su aglutinación en torno a “fines” prestablecidos por el ámbito trascendente de la esencia. Por esta razón, la política sufrió tradicionalmente una amputación de su modo expresivo fundamental, la asamblea de agentes libres e iguales, para ser estructurada de acuerdo con imperativos técnicos de construcción y funcionamiento. La racionalidad técnico-metafísica, de este modo, significó para la política un reordenamiento integral, una inversión que desplazó su problemática del terreno del poder -la relación entre fuerzas de composición variable y contingente, los riesgos y promesas emergentes de la acción en común- al de los modelos de conformación de un funcionamiento orgánico, unificado y cuasi-natural. El problema central de la filosofía política fue siempre, de esta manera, el del sometimiento de la pluralidad, ya sea al todo, la colectividad organizada, ya al individuo aislado y sus fines, como ocurre en la teoría liberal moderna. Colectivismo e individualismo encuentran su identidad, de acuerdo con Arendt, en la común anulación del hecho de la pluralidad.

      Platón, en definitiva, inauguró lo que Arendt denomina la afinidad del filósofo y el tirano -aunque fuera el tirano “filosófico” guiado por la contemplación de lo verdadero- ya que tendió a representar el entero campo de lo político como el material sobre el que un artesano o fabricante ejerce una violencia técnica conducente a la transformación de lo informe en objeto (Cf. Arendt 1996, p. 44). La maniobra metafísica de conversión de la acción -generada en el seno de una pluralidad de agentes- en fabricación, que puede ser efectuada por uno solo, proyecta su sombra sobre toda la historia de la política occidental, siendo asimismo una nota característica del siglo XX y, podríamos afirmar, del tiempo transcurrido desde la muerte de la pensadora hasta nuestros días. Las consecuencias inquietantes de esa conversión pertenecen por propio derecho a la situación política del día de hoy, y ponen sobre la mesa la pregunta acerca de la viabilidad y dirección a tomar por unas formas de organización política dirigidas de manera creciente al logro de la eficiencia técnica y económica: “ (…) si la política es un asunto del hombre y de la constitución racional del Estado, sólo la tiranía puede producir buena política” (Ibid. Subrayados de la autora). El “experto”, en este sentido, es la figura en la que converge la entera historia de la metafísica occidental en tanto extiende sus resortes hacia el terreno de los asuntos humanos, y supone la efectiva clausura del espacio público-político y su movilización en vistas a resultados de naturaleza técnica.

      Arendt pone de manifiesto que Platón reformuló la problemática de la política, principalmente, desde el modelo de la fabricación de objetos, de tal manera que las metáforas productivistas -establecidas poderosamente como sustento de su ontología- le permitieron pensar los asuntos humanos como una esfera despojada de la complejidad e imprevisibilidad que le son inherentes, concibiéndola como la construcción de un súper-objeto dependiente de la sola pericia y el saber de un artesano experto, el “político”. El desplazamiento de la articulación interna de la praxis por parte de las categorías pertenecientes a la poiesis se descubrió, en fin, en manos del exhuberante pensamiento de Platón, como la estrategia de desactivación y redefinición de la política capaz de rendir más frutos. La metáfora que reunió al político-artífice con el cuerpo político, pensando éste como un material puesto a su disposición para modelar la “obra de arte total” - la ciudad o el Estado – manifestó ya tempranamente un poder de fascinación tan penetrante que se reveló incomparable en cuanto a la influencia y generación de efectos se refiere. La filosofía política, según se desprende del pensamiento de la autora, nació en esa poderosa metáfora platónica, y todo su devenir – desde la Grecia platónica hasta la época moderna – está gobernado por su irresistible embrujo. No ha habido, en el campo del pensamiento político, un conjunto de metáforas más incontestado, más rico en consecuencias y variaciones, más persistente que el de la política como empresa de construcción de la comunidad y el espacio político como taller del artesano. 
 
      En vistas de lo anterior, puede señalarse que la clave de bóveda de todo el edificio de la filosofía política platónica, en lo que tiene de inaugural para la tradición occidental, se identifica, pues, por la conversión de la acción y la esfera política a la que pertenece en una forma más de poiesis, y, por lo tanto, de techné, su modo particular de desvelamiento o verdad (Cf. Aristóteles 2001, pp. 185-188).

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      El problema político al que procuró ofrecer respuesta la filosofía política en su fundación -en Platón- fue el de la inexistencia de la autoridad en la agitada práctica política de las ciudades griegas (Cf. “¿Qué es la autoridad?”, Arendt 1996, p. 165). La carencia de una instancia de autoridad que sí existía en el resto de actividades humanas -la vida doméstica, el arte, la producción técnica de objetos- parecía condenar a la esfera de los asuntos humanos a una incesante variabilidad e inseguridad que a menudo se hacían patentes en la forma de violencia despiadada, de envidia y ambición desatadas bajo la forma de la emulación no sometida a medida, de guerras interminables entre poleis, de esclavitud e inicuidad irreparables. A pesar del ensalzamiento de los aspectos nucleares de la vida política griega, Arendt no deja, aunque sea ocasionalmente, de recordar la realidad trágica de lo político en el marco de las democracias helenas. Según esta lectura, lo que inclinó a Platón a la búsqueda de una solución definitiva a los asuntos políticos fue su extremada sensibilidad -propiciada en gran medida por la muerte de Sócrates- ante la tragedia constantemente avivada por las rencillas y fragilidades del acontecer político. Si la filosofía política se configura en sus manos como una teoría de la dominación, si su objetivo último es desplazar el poder abierto de la multitud por un gobierno fundado filosóficamente, el significado no cabe hallarlo en una especie de furor utópico fundamentalista, sino en la voluntad de conducir lo caótico y peligroso a un orden capaz de asegurar la vida humana y sus más altos fines filosófico-contemplativos. A la búsqueda de modelos posibles de ordenación del espacio político, Platón no pudo más que dirigirse a las otras esferas de actividad humanas en las que el decurso de sus procesos no se veía salpicado de la futilidad y el riesgo que sí existía en el ejercicio político de la acción, esto es, a esas esferas de la vita activa en las que, de hecho, sí existían instancias de autoridad que conjuraban el riesgo de la violencia y el tumulto. Platón buscó el modelo de una autoridad benévola (Cf. Platón 1986, pp. 83-84) en los terrenos ajenos al político que estaban disponibles a su observación -el espacio doméstico de los procesos aseguradores de la vida, el ejercicio de las técnicas y el arte de producir- y así creyó poder asegurar un desenvolvimiento de los asuntos comunes no adherido a la sola potencia física de la violencia, pero tampoco al albur de las opiniones y la persuasión, sino guiado por una jerarquía reconocida al unísono tanto por el que ordena como por el que obedece, y fundada en la posesión del conocimiento adecuado. 
 
      Las estrategias platónicas destinadas a introducir formas de autoridad en el espacio incierto de la acción política son descritas por Arendt con detenimiento y perspicacia, observando como horizonte de sentido la desactivación de las incertidumbres a que los hombres son abocados en el ejercicio de una praxis carente de fines, de soberanía, ingobernable por la condición de pluralidad en que se realiza y perteneciente sin resto al ámbito de las apariencias. El magisterio del filósofo ateniense se reveló especialmente productivo en este encontrar un sustituto a la acción, en este fundir y redefinir la esfera de existencia política humana alejando los atisbos de indeterminación que despuntan en toda praxis y conformando un terreno que, en su previsibilidad y plena inteligibilidad eidética, se reorganiza de acuerdo con una afinidad esencial con respecto a los procesos calculables de fabricación. Frente a la apertura del espacio-entre de la política, aquel espacio del ágora o la asamblea cuyo sentido es articulado por la presencia de una pluralidad o multitud cuya acción concertada no obedece a reglas técnicas, de manos de Platón surgió una superficie transfigurada, un recinto de producción dotado de fines precisos y gobernado por las metáforas de la efectividad, la autoridad, la eficiencia y la soberanía. Surgió la nueva imagen de una política despojada de categorías políticas, una política a-política que constituyó el acariciado ideal de buena parte de la especulación filosófica tradicional. La ironía, que no falta en buenas dosis cuando contemplamos la serie histórica iniciada en el pensar de Platón, es que, si bien el pensador ateniense creyó posible esquivar los males de la política a través de la desactivación efectiva de ésta, su esfuerzo desembocó -aunque fuera inintencionadamente- en la multiplicación y engrandecimiento de la opresión y la tiranía. La supresión de lo político, como se reveló, en última instancia, en la sociedad y los totalitarismos modernos, no produjo la extinción de los males latentes en su seno, sino su ensanchamiento, su distorsión amplificada y ya liberada de los remedios que sólo la acción puede establecer ante sus riesgos: “Bajo este punto de vista, en lugar de una abolición de lo político obtendríamos una forma despótica de dominación ampliada hasta lo monstruoso” (Arendt 1997, p. 50).

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      El elemento central que Arendt distingue en la configuración del saber técnico, elemento del que la acción o praxis carece por completo, es la soberanía, es decir, la capacidad del fabricante de guiar y tutelar todo el proceso, desde su comienzo hasta la compleción del objeto final. El horizonte que, según ella, movió a Platón a reemplazar el modelo abierto de la política por una nueva techné dedicada a la construcción, ordenamiento y gestión de los asuntos humanos fue, entonces, la consecución de un saber de lo político que introdujera en su seno el dominio que el técnico o el artesano poseen desde un principio sobre su obra, de modo que fuera posible desterrar la indeterminación que convierte a la acción en frágil, impredecible e ingobernable. Sustituyendo la acción por un hacer fundado en el conocimiento técnico, Platón contemplaba la posibilidad de desactivar las consecuencias dolorosas de un actuar que se realiza generalmente en situación de ceguera acerca de los efectos e implicaciones de lo realizado, y que sólo alcanza una seguridad demasiado inestable y falible a través de remedios tan frágiles como la promesa y el perdón7.

      El repertorio de las metáforas que sirvieron a Platón para reorientar la esfera de la acción hacia la del saber y el ejecutar técnicos es, por sí mismo, elocuente: la política es un “arte de tejer” (Platón 1988, p. 606); el gobernante es el “piloto” de una nave, y “el piloto, en sentido estricto, es gobernante de marineros, y no un marinero” (Platón 1986, p. 83). Los momentos de la acción, convenientemente desarticulados y troceados para facilitar la introducción de una autoridad extra-política, dieron finalmente en la básica distinción platónica que gobierna la esfera toda del hacer y convierte a toda actividad humana en aplicación de principios teóricos: la distinción entre aquel que sabe y el que ejecuta, entre el filósofo -el “verdadero político” o poseedor de la techné politiké- y la muchedumbre; entre el gobernante y el súbdito; o, en términos actuales, entre el experto y el simple ciudadano laborante: “(…) a quienes participan en todos estos regímenes políticos, excepción hecha del individuo que posee la ciencia, hay que excluirlos, dado que no son políticos sino sediciosos” (Platón 1988, p. 604).
      Situado ante la “triple frustración de la acción”8, Platón ingenió un poderosísimo arsenal teórico cuyo objeto se tradujo en la anulación de la acción y la ocupación de su ámbito por las actividades humanas sometidas a cálculo y soberanía. La forma de disolver la praxis en la poiesis, y, por lo tanto, de reemplazar la indeterminada libertad política por la libertad soberana del fabricante, consistió principalmente en distinguir en la acción, como en la fabricación, el saber qué del hacer, e identificar la acción misma sólo con este último momento, un “llevar a cabo” entendido como ejecución, como aplicación de un saber previo y separado; al igual que en la poiesis se pueden distinguir los dos momentos precisos y constitutivos -la idea pensada que sirve de modelo o paradigma y la fabricación efectiva “con las manos”, que modela en la materia inerte lo presente en aquélla- Platón concibió la acción en la pólis como un hacer que completa y realiza lo ya pensado con anterioridad, y que puede ser ejecutado por quien recibe de otro la idea directora. De la misma manera que la parte racional del alma, “que confía en la medición y el cálculo” (Platón 1986, p. 470), se constituye como parte rectora, órgano capaz de gobernar al cuerpo entendido como materia cuasi-inerte, el saber -basado en el conocimiento de la trama ontológica de las formas o ideas- ha de monopolizar en la ciudad la facultad de iniciar, señalando el modelo precedente de lo por hacer y arrancando a la acción su carga imprevisible de incertidumbre y desconocimiento de consecuencias.

5
      En beneficio de una concepción de la política plegada a los imperativos de la fabricación el mismo Platón plasmó la configuración definitiva de las ideas o formas (eidoi) con el fin de adecuarlas a sus fines más concretamente políticos, y transformó su posición y relevancia de acuerdo con los intereses de fundación de su original techné politiké. Platón, dice Arendt, “had taken the key word of his philosophy, the term 'idea', from experiences in the realm of fabrication” (Arendt 1998, p. 225)9. En una lectura presumiblemente influida por la tesis de Heidegger acerca de la esencia de las ideas platónicas, la pensadora judía establece un hiato decisivo entre el semblante del eidos en los diálogos platónicos no estrictamente políticos y su introducción -de consecuencias perdurables- en la pólis, efectuada en obras como la República o el Filebo, en las que el centro de su interés se revela como la producción de un modelo director de saber político y ético10. Con el fin de habilitar una fuente de autoridad externa e inmutable, independiente del tornadizo espacio aparencial de la política, Platón realizó una transformación capital en su concepto del eidos, que le llevó de entenderlo primeramente como aquello capaz de “iluminar” el ser a definirlo como medida absoluta aplicable al cálculo y fijación de lo que por sí -lo perteneciente al mundo del aparecer- tiende a la fluidificación y la huida constantes. Arendt, en esta dirección, señala cómo el carácter original de las ideas platónicas, la irradiación luminosa que permite al pensamiento la contemplación de la esencia, fue desplazado en relación con la búsqueda del modo de intervención del filósofo en la realidad política; mientras en el Banquete la clave de bóveda de todo el sistema de las formas es la idea de belleza, dotada del poder iluminador y revelador al que aspira allí el filósofo, en la República la cúspide de las ideas es el Bien, que posee la dimensión de aplicabilidad y, por lo tanto, sirve de manera idónea al propósito de hacer de las formas algo políticamente utilizable (Cf. Arendt 1990b, p. 77). “Bueno”, como recuerda Arendt, significa en griego “bueno para” o “adecuado”, por lo que su preminencia entre las ideas reforma el carácter entero de éstas para conducirlas a la aplicación y el uso (Ibid.)11. Las ideas abandonaron, de esta manera, su condición desocultadora para adoptar la de criterios de medida y corrección, principios unívocos de autoridad. Tal y como Heidegger había apuntado, la verdad filosófica, en Platón, se transformó en corrección, y las formas en criterios de medición de la armonía idónea para reunir en unidad las cosas y propiciar su juntura.

Y así, de la preeminencia de la ίδέα y del ίδείν sobre la άλήθεια nace una transformación de la esencia de la verdad. La verdad se torna όρθότης, corrección de la aprehensión y del enunciado (Heidegger 2000, p. 192).

      No obstante, Arendt, a diferencia de su maestro, encontró la razón última de esta conformación de las ideas en el problema político que el ateniense se propuso resolver, antes que en otro tipo de razones abstractas como las esgrimidas por el filósofo alemán. La incomprensión heideggeriana del ámbito de lo político fue, quizás, la responsable de esta “ceguera”. Al fin y al cabo, Arendt quiere iluminar la problemática que Heidegger no supo o quiso descubrir, quizás porque, tal y como ella afirmó, él mismo compartía los prejuicios filosóficos comunes acerca de la esfera de los asuntos humanos (Cf. Arendt 1996b, pp. 106-108). El problema central que afronta Platón, según esto, más que el de asegurar la unidad de las cosas, es introducir el principio de unidad en la ciudad, reconducir las inestables relaciones políticas al orden unitario y permanente que sólo una entidad externa puede asegurar. De esta manera, la ontología platónica plasmada en la teoría de las formas estaría, en origen, atravesada por intereses eminentemente políticos, y el carácter técnico de las ideas -que hace que el ser tome en Platón, como advirtiera asimismo Heidegger, la configuración de producto- procede, en tal coyuntura, de la voluntad de conformar técnicamente la unidad de la pólis. Según la apreciación arendtiana, en suma, el problema capital latente en toda la articulación filosófica de las ideas es el de la política y la viabilidad de la vida humana en común. La búsqueda de una autoridad capaz de fijar el voluble ámbito de lo humano condujo al filósofo ateniense a transformar la esencia misma de las ideas para convertirlas en “modelos en medio del torbellino” (Arendt 2006, p. 293), en criterios de corrección análogos al arquetipo según el cual los objetos de la técnica son fabricados y que constituye la medida a la que éstos han de adecuarse. La solución platónica al problema político, pues, consiste en redefinir todos los problemas y riesgos que afectan a su espacio como problemas técnicos dependientes de la dispersión de su materia, un material que ha de ser llevado a unidad a través de la confección de un objeto que se adecúe -como en el caso de las cosas fabricadas- a la determinación de unidad recogida en el prototipo ideal.

Sobre la idea: las ideas platónicas, concebidas originariamente como objetos de contemplación y experimentadas en la producción, se convierten en estándares, reglas y 'medidas' por primera vez cuando son aplicadas a la acción. Por tanto, entran ya pervertidas y desnaturalizadas en la moral y la política. Dicho de otro modo: originariamente la idea no había de ser nunca la 'idea del bien', sino la idea de la cama; porque se necesitaban μέτρα en lo político, se 'inventó' la idea del bien (Arendt 2006, pp. 438-439).

      Las ideas platónicas constituyen los recursos más potentes que, en la desoladora percepción que el filósofo ateniense se forjó del campo de lo político, ofrecen respuesta al peligro contenido en la convivencia humana; ellas son las que, en el seno de la filosofía política, insertan con contundencia un principio extra-político en medio del ámbito de los asuntos humanos para conducirlo a gobernabilidad12; ellas las que introducen la posibilidad de una autoridad que sirva de medida para el conjunto de decisiones de las que depende la pervivencia de la pólis; ellas, en definitiva, las que permiten el hecho de la obediencia y terminan con la isonomía inmanente a la esfera de la acción pública. Al establecer un arquetipo como fin de toda acción común, Platón cree, según la lectura de Arendt, encontrar remedio contra la relatividad de los asuntos políticos, sujetando su predio a medida, asiendo su rostro proteico de acuerdo con las herramientas más simples y efectivas de fijación: medir, contar, pesar (Cf. Arendt 2006, p. 229)13. Por esta razón, el político no es ya el ciudadano capaz de iniciativa, capaz de acción y palabra, sino que, como liberado de la “caverna” de las apariencias, sería más bien un técnico que supera el engaño a través del cálculo14. Por eso, de la misma manera, la maniobra de Platón situó como concepto político principal, no ya la amistad – a la que todavía en el Banquete caracterizó como motor de la cohesión política, tal y como habían hecho Sócrates y, después de él, Aristóteles (Cf. Arendt 1990b, pp. 82-84) - sino la justicia, una justicia entendida como el conocimiento de la proporción y la medida matemáticas aplicables a los objetos elaborados a través del trabajo, indiferente hacia el hecho de la pluralidad, y de la que Arendt afirma que “no tiene nada que ver con la política”, ya que, a diferencia de aquélla, “es posible también en la reconditez absoluta” (Arendt 2006, p. 218). La anegación de la política en la técnica, por último, se pone de relieve en la concepción de aquélla como un conocimiento análogo al de ésta, ya que el conocimiento mismo responde a un modelo eminentemente técnico, tal y como comunican las metáforas e imágenes empleadas por Platón a la hora de su descripción15. Caracterizada nítidamente frente a la amistad socrática, la justicia platónica descubre su índole de conocimiento técnico acerca de la repartición organizada de funciones, conocimiento que disuelve la pluralidad en un objeto unitario, proporcionado y orgánico.

6
      La conversión de la política en un hacer técnico arrastra tras de sí la reconfiguración decisiva de sus estructuras de sentido. La actividad política, en su redefinición platónica, vendrá a ser definida por el sometimiento a las categorías centrales del trabajo y la fabricación, las de “medio” y “fin”. En el caso específicamente platónico, el fin superior al que ha de apuntar el despliegue de la política es el de asegurar la más alta posibilidad de existencia humana, la vida filosófica, y, por ello, la intervención política exigida en la República al filósofo como una carga no se concibe en relación a un significado propiamente político, sino exclusivamente filosófico: el filósofo, para asegurar su actividad contemplativa, necesita de una “política razonable” (Cf. “El final de la tradición”, Arendt 2008, p. 119), necesita no permitir que le gobiernen los “peores”16, y con vistas a ello habrá de convertir a la política misma en una labor de corte filosófico. Así, en el Político y el Crátilo, el ateniense asigna un mismo tipo de actividad -la de trenzar adecuadamente un tejido- al político y al filósofo, actividad que consiste en la práctica de un saber acerca de las proporciones adecuadas en las que puede mezclarse un material dado con vistas a su unificación. Al escoger la metáfora del arte de tejer como descripción de la labor de ambos, se descubre patentemente la indiferenciación de sus identidades, la mismidad de sus procedimientos y propósitos. La política sólo puede ser entendida, para despojarla de su carga amenazadora, como rama de la metafísica17. Platón inaugura, de esta manera, un modelo reiterado de pensamiento acerca de la acción política, un modelo que pervive a lo largo de toda la tradición y se agudiza en la época moderna: la política es un “mal necesario” y sólo ha de justificarse como panoplia de medios capaces de alcanzar bienes externos a ella, sea la vida filosófica, la santidad o la salvaguarda de los intereses privados18.
      La política fue así tradicionalmente aprisionada por una doble cobertura que la degradó sustancialmente: por “abajo” se convirtió en producto de la necesidad y sus urgencias; por “encima” se supeditó a la consecución de fines superiores y extrapolíticos. El interés supremo de la política fue así reformulado por Platón, disponiendo la acción política como la hechura de los medios capaces de cubrir las necesidades vitales, por un lado, y cancelar la política misma en actividades superiores, por el otro. La filosofía política, en este sentido, es pensada por Arent como la demanda de una organización de la ciudad que facilite su conversión en un medio más para la producción de bienes no políticos: la política se torna en medio “para otra cosa” que no es la política misma. El campo político, de esta forma, es pensado, no ya como espacio o apertura, sino como material de construcción: la filosofía política platónica se dibuja como un estricto materialismo (Cf. Arendt 2006, p. 312) en el doble sentido de que se instala en el terreno de la técnica de dominio sobre los cuerpos -está “determinado por lo meramente corporal” (Ibid.)-, por un lado, y entiende la agregación de éstos en la ciudad como la de un material bruto con el que producir fines superiores, por otro. La pólis, en el seno de esta nueva concepción política, es tomada por las categorías instrumentales, insertada en la cadena de medios y fines a través de la cual el trabajo moviliza y se apodera de lo mundano. Esta es la contribución revolucionaria de la filosofía de Platón al pensamiento de lo político, y será fijada como marco de comprensión de la acción política a lo largo de la generalidad de la tradición occidental19. La comunidad política ya sólo puede ser entendida como el producto de una fabricación consciente guiada por el conocimiento de ideas extrapolíticas, pero al ser constituida como fin u objeto de producción se aboca a su vez a ser degradada a mero medio a través del cual alcanzar otras cosas que se representan como de más alto valor, dado que la aplicación de las categorías de medio y fin significa, según Arendt, el sometimiento a la regla que dice que todo fin se convierte, a su vez, en medio para la producción de cosas posteriores20.
Adecuándose a la horma de un saber técnico, la política y su objeto adoptaron en la audaz configuración platónica una forma sustancialmente diversa a la asumida por Arendt como consistencia fenomenológica de su ejercicio. Si ella advirtió en ciertos rasgos de la pólis democrática griega una aparición genuina de rasgos definitorios de la acción humana, tal y como también los advirtió en las repetidas eclosiones revolucionarias de la época moderna, también percibió la magnitud del frontal ataque platónico contra una política conformada como autoorganización de los iguales y libre aparecer de unos y otros. La inmensa desconfianza de Platón hacia el poder -entendido precisamente como esa autoorganización de la pólis aglutinada en torno a la acción y la palabra libres-, su temor ante el desorden suscitado por acciones ni regladas ni gobernadas por fines establecidos racional y técnicamente, le llevaron a procurar constituir un saber mediante el cual ese “gran animal” al que asimiló al pueblo (Cf. Platón 1986, pp. 308-309) pudiera ser sujetado a principios y guías sólidos, y a instituir criterios teleológicos capaces de cerrar la apertura de la acción a lo indeterminado e incierto. Con ello, el filósofo ateniense pretendió evitar el deslizamiento -tan repetido en la agitada experiencia política griega- de la disputa política hacia la violencia abierta, pero al precio, afirma Arendt, de depositar la violencia misma como rasgo determinante del quehacer político, ya que la introducción de fines en el horizonte de la práctica política significa necesariamente -tal y como ocurre en los procesos de fabricación- la admisión de cualquier medio, sea éste de la naturaleza que sea.

      El intento de evitar la disolución anárquica de la convivencia política condujo a Platón a consumar, más que a evitar, la unión de política y violencia bajo la pretensión de que sólo guiada por imperativos técnicos dejaría ésta de ser una amenaza para la comunidad -y, especialmente, para el filósofo- y se regiría por dictados razonables y benévolos. La asimilación de la política a la producción introdujo, por lo tanto, su conformación en torno a una violencia correlativa, de tal manera que la tradición occidental conservó la noción nuclear de que el problema del poder político es el de la posesión de los medios de la violencia, y el Estado el detentador “legítimo” de su monopolio21.

Conclusión

      Como resultado de todo lo anterior, es posible afirmar que, a pesar de percibir en la obra platónica una complejidad no reducible a fórmulas unívocas o esquemáticas, Arendt logra convincentemente reunir el núcleo del significado de la filosofía política de Platón alrededor de la sustitución de la acción incierta y enmarañada, dada entre una pluralidad de iguales-diferentes, por la actividad artesanal y técnica. Las perplejidades de la acción política son, de este modo, canceladas en favor de la previsibilidad presente en los procesos de fabricación, donde se distinguen con nitidez el ámbito de los medios y el de los fines, de manera que los hombres son reformulados como material bruto a partir del cual pueda levantarse la pólis, no ya como tráfago indomeñable de acciones y palabras, sino como producto de un saber técnico preciso. La ciudad es, de esta manera, atravesada por una ruptura epistemológica decisiva que separa a aquellos que saben -los “verdaderos”políticos, los filósofos- de los que, apartados del conocimiento proyectivo y técnico, ciegos ante el resplandor del eidos, encuentran su lugar en la aplicación de lo señalado por aquéllos. Esta fractura del campo de las cosas humanas, marcada por la posesión del saber acerca de los asuntos humanos, permite, entonces, convertir la política en asunto de uno o unos pocos (Cf. Platón 1988, pp. 579-580), a la vez que posterga el lugar y significado de la praxis hasta convertirla en mera obediencia y aplicación de principios dictados por una autoridad ajena al mismo actuar. Tan fundamental resulta, según defiende la autora alemana, esta crucial innovación platónica, que sus resultados se extienden por toda la política occidental hasta llegar al momento actual, en el que la política es representada como asunto de expertos, de poseedores de un saber técnico que agota los márgenes de lo político y han de ser escuchados y obedecidos convenientemente, de manera que la misma definición de democracia se ve profundamente alterada, ya que “Wherever knowing and doing have parted company, the space of freedom is lost” (Arendt 1990, p. 264)22.

      Por último, como resultado de este condensado periplo, cabe preguntarse por el alcance y la significación real de la crítica arendtiana, pero también por los límites que la cierran y obligan a una continuación del pensar acerca de la acción política en las condiciones contemporáneas:
      En primer lugar, Arendt supo enunciar con claridad uno de los más poderosos interrogantes que pesan sobre la actual práctica de lo político, y que la ligan a su fundación platónica: ¿cuál es el precio de la sujección de la política a la fabricación? ¿Cuál es el riesgo presente en la eliminación del carácter espontáneo de la acción? En última instancia, el riesgo último que es posible entrever en todo el relato arendtiano es el reinado de la tecnocracia, la burocracia -tal y como se consuman en el mundo moderno- y, en última instancia, el totalitarismo, último avatar de una historia política occidental presidida por la alegoría platónica de la caverna. La conversión platónica de la acción en fabricación, tan esforzada como exitosa, imprimió una huella extraordinariamente duradera a toda la descendencia intelectual del filósofo ateniense, que, atravesando los casi dos mil quinientos años que median, alcanza hasta la culminación de la edad moderna y se vierte -de forma siniestra- en el nacimiento de las ideologías políticas empeñadas en la “construcción” o “fabricación” de un “hombre nuevo” y una sociedad renovada, pulimentada, expurgada de todo resto de indeterminación e incertidumbre. Esto no quiere decir que Arendt responsabilice a Platón del holocausto judío o el terror estalinista, sino que la desarticulación platónica de la política, su redefinición en términos de conocimiento técnico, abrió la posibilidad de alcanzar su anulación absoluta en tanto que política -es decir: en tanto que pluralidad humana- tal y como la quisieron realizar los totalitarismos modernos. Una política como la propuesta en el proyecto platónico descansa, según Arendt, en la profunda desconfianza y el deseo de eliminar la acción junto a todas sus incertidumbres, pero, a la vez, elimina la posibilidad de esgrimir los únicos remedios válidos para contrarrestar los peligros del ámbito político, que son los pertencientes al campo mismo de la acción.
      Por otro lado, Arendt, al construir una imagen de la acción exenta de todo rasgo técnico o estratégico, forjó un concepto cuya validez ha de ser problematizada a la luz de una realidad en la que apenas se dan elementos puros. Si bien ella se preocupó por aislar los rasgos esenciales de la acción con el fin de impedir su asimilación a formas diversas de actividad y garantizar con ello el sentido autónomo de la política, lo que le permitió revelar ciertas amenazas fundamentales para la pervivencia de la acción humana, su forja de un tipo ideal de política corre el riesgo de no responder a una realidad en la que las distintas actividades están de hecho disueltas en movimientos que las comprenden sin posibilidad de demarcación rígida. La distinción arendtiana de lo “político” y lo “social”, es decir, de la esfera de la “aparición ante los otros” y la de las exigencias económicas, técnicas y vitales, posee el sentido de hacer sitio a la acción humana, de otorgarle un estatus propio y no dependiente, de evitar su conversión en mero medio instrumental. En esta dirección, la propuesta de Arendt ofrece a la mirada un amplio panorama de las amenazas que acechan en la anegación de la acción política en actividades guiadas por intereses extra-políticos. Pero, ¿en qué sentido puede defenderse la práctica de una política “pura”, no contaminada por la presencia ineludible de aspectos e intereses que desbordan el campo de la sola “aparición ante los otros” y remiten al entreveramiento constante de lo político y lo “social”? El brillante esfuerzo arendtiano exige, en este sentido, una profundización del pensamiento acerca de las condiciones de posibilidad de la acción política en las condiciones presentes de vida, condiciones en las que lo que a la mirada se ofrece es una imbricación extrema de actividades, esferas, e intereses que hace difícil, si no imposible, una exacta separación entre lo político, lo económico o lo social. En este sentido, ya Habermas indicó los límites de la propuesta de Arendt al juzgar los réditos de su pensamiento, señalando también sus indiscutibles aportaciones:

(…) un estado descargado del tratamiento administrativo de las cuestiones sociales; una política purificada de las cuestiones de política social; una institucionalización de la libertad pública, independiente de la organización del bienestar (…) esto ya no es un camino practicable para ninguna sociedad moderna (“El concepto de poder en Hannah Arendt”, Habermas 1975, p. 215).

(...) por otra parte, Hannah Arendt insiste con toda razón en que la realización del bienestar no debe confundirse con la emancipación con respecto al dominio. (…) Tanto en el Este como en el Oeste el impulso revolucionario inicial se agota en los objetivos de una eliminación técnicamente eficaz de la miseria y del mantenimiento administrativo de un sistema de creciemiento económico exento de conflictos sociales (“La historia de las dos revoluciones”, Habermas 1975, p. 204).


BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA

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 Notas

1 La presencia de Platón en la obra de Arendt es constante. Cabría destacar la centralidad del filósofo ateniense en la crítica al pensamiento político clásico formulada a lo largo de The Human Condition, publicado en 1958. Además, un análisis de las temáticas presentes en sus anotaciones privadas nos da cuenta del reiterado retorno a las fuentes platónicas como modo de desentrañar las aporías de la filosofía política. (Arendt 1998, Arendt 2005 y Arendt 2006). La línea continuada del pensamiento arendtiano viene a parar, una y otra vez, en la constatación del carácter fundador de la reflexión de Platón. La filosofía, en tanto originada en él, es definida como metafísica, y esta posición desata buena parte de los interrogantes afrontados por Arendt: ¿qué tipo de aproximación a la política pertenece por derecho propio a la metafísica? ¿Cómo, desde sus supuestos más íntimos, la metafísica desarbola el campo de los asuntos humanos? ¿Qué es lo mortífero que introduce en esta esfera? En esta dirección, la misma autora llega a confesar que “I have clearly joined the ranks of those who for some time now have been attempting to dismantle metaphysics and philosophy with all its categories” ( “He engrosado con claridad las filas de aquellos que, de un tiempo a esta parte, han intentado desmantelar la metafísica y la filosofía junto a todas sus categorías...”). (Arendt 1978, p. 212). Aquí y en lo restante, si no se indica lo contrario, las traducciones son mías. 

2 Véase, especialmente, la parte primera de su obra póstuma, The Life of the Mind, donde, tratando de apropiarse de una forma nueva de concebir la actividad de pensar, recuerda cómo Platón plasmó un paradigma de pensamiento definido sustancialmente como negación de la acción mundana en general, y, en particular, de la política: “thinking aims at an ends in contemplation, and contemplation is not an activity but a passivity (...)” (“[En Platón] el pensamiento apunta a un fin en la contemplación, y la contemplación no es una actividad, sino una pasividad”). (Arendt 1978, p. 6). 

3 Tan poderoso es el influjo de los conceptos platónicos, recuerda Arendt, que incluso aquellos para quienes negar la filosofía clásica fue de primordial importancia permanecieron generalmente presos de las categorías de éste. Así ocurre, de acuerdo con la autora, en el caso de Marx: “En Marx, como en el caso de otros grandes autores del siglo pasado, una actitud en apariencia festiva, desafiante y paradójica encubre la perplejidad de tener que tratar con fenómenos nuevos según los términos de una tradición de pensamiento antigua, fuera de cuya estructura conceptual no se veía posible ninguna clase de pensamiento. Es como si Marx, casi al modo de Kierkegaard y de Nietzsche, mientras usa las herramientas conceptuales de la tradición, tratara desesperadamente de pensar en contra de ella”. (Arendt 1996, p. 44).

4 Acerca de Platón y Marx como principio y fin de la tradición de filosofía política, véase: “La tradición y la época moderna” (Arendt 1996, pp. 33-67). Sobre la relación de la filosofía política y las ideologías políticas contemporáneas puede consultarse mi tesis doctoral (Lucena Góngora 2015).

5 Véase, por ejemplo, “La tradición de pensamiento político”, “La revisión de la tradición por Montesquieu”, “El final de la tradición”, (Arendt 2008, pp. 77-99, 99-107 y 119-131, respectivamente).

6 “Se podrían fácilmente enumerar (…) aquellas experiencias políticas de la humanidad occidental que quedaron sin sitio, podríamos decir que sin un hogar, en el pensamiento político tradicional. Entre ellas se puede encontrar la primigenia experiencia pre-polis de los griegos, tal y como existe en el mundo homérico, con su comprensión de la grandeza de los hechos y las empresas humanas (...)”. (“La tradición de pensamiento político”, Arendt 2008, p. 81).

7 Acerca de la promesa y el perdón, entendidos como remedios ante la impredecibilidad y falta de soberanía de la acción, véase: Arendt 1998, especialmente pp. 236-247 (Arendt 2005, pp. 255-265). 

8 Es decir: impredecibilidad, irrevocabilidad y carácter anónimo de sus autores (Cf. Arendt 1998, p. 220). 
 
9  (“ (…) había obtenido la palabra clave de su filosofía, la 'idea', de las experiencias en la esfera de la fabricación” (Arendt 2005, p. 246).

10 La ruptura interna de las obras platónicas, que permite observar una variación crucial en la esencia y función de las ideas, no sólo fue señalada por Arendt, sino que ha sido una importante fuente de especulación en torno a la filosofía del ateniense (por ejemplo: Ross 1989, pp. 284-288).

11 Véase lo mismo en Heidegger: “τό άγαθόν significa, pensado en griego, aquello que sirve o es útil para algo y que vuelve a algo útil y servible”. (“La doctrina platónica de la verdad”, Heidegger 2000, p. 190). En Platón, por su parte: “(...) la idea del Bien es el objeto del estudio supremo, a partir de la cual las cosas justas y todas las demás se vuelven útiles y valiosas” (Platón 1986, p. 327).

12  En Patôcka, pensador tan influido por el pensamiento de Arendt, podemos encontrar la misma conclusión: “The idea is to be the measure we need in order to know what is good. The entire platonic problematic stems from our needing some kind of life measure, which should be analogical to the measures of geometry, which are the conditions for measuring things that are not geometrical” (“La idea existe para ser la medida que necesitamos con vistas a conocer lo que es bueno. La entera problemática platónica surge de muestra necesidad de alguna medida para la vida, que habría de ser análoga a las medidas de la geometría, que son la condición para poder medir las cosas que no son geométricas”) (Patôcka 2002, p. 217).

13 Véase en Platón: “Y el medir, el contar y el pesar se han acreditado como los más agraciados auxiliares para evitar esto, de modo que no impere en nosotros lo que parece mayor y menor, más numeroso o más pesado, sino lo que calcula, mide y pesa” (Platón 1986, p. 469).

14 “Pretende que, al pintar las cosas tal como aparecen, los pintores explotan nuestra propensión natural a ser engañados por estos proyectores de sombras; y dice que las defensas que poseemos contra esta propensión son técnicas tales como medir, contar y pesar” (Crombie 1979, p. 90).

15 Aquí, a su vez, se pone de relieve cómo la filosofía entera de Platón está invadida por el modelo técnico. El concepto de conocimiento mismo, centro focal de toda su concepción, está, en sus dimensiones más conspicuas, tomado del ámbito del trabajo, y sus imágenes decisivas refieren al uso y fabricación de útiles: “”Y la excelencia, belleza y rectitud de cada instrumento, ser viviente o acción, ¿están referidas a otra cosa que al uso que les corresponde por naturaleza o que fue tenido en cuenta al fabricarlas?” (Platón 1986, p. 467).

16 “Por eso es necesario que se les imponga compulsión y castigo para que se presten a gobernar; (...) el mayor de los castigos es ser gobernado por alguien peor, cuando uno no se presta a gobernar” (Platón 1986, p. 90).

17 Los pasajes en los que se compara el arte del político, por un lado, y el saber del filósofo dialéctico, por otro, con el arte de tejer se encuentran, respectivamente, en Político y Crátilo: Platón 1988, pp. 606 y ss., Platón 1983, pp. 372-377. 
 
18 Lo que, por otro lado, muestra en el neoliberalismo moderno una sospechosa afinidad con las tiranías clásicas: “Los tiranos, si conocen su cometido, pueden ser 'amables y suaves en todo', como Pisístrato (…); sus medidas pueden ser muy 'poco tiránicas' y beneficiosas a los oídos modernos (…). Sin embargo, todos tienen en común el destierro de los ciudadanos de la esfera pública y la insistencia en que se preocupen de sus asuntos privados y que 'sólo el gobernante debe atender los asuntos públicos'” (Arendt 1998, p. 221) (Arendt 2005, p. 243). 

19 En realidad, según Arendt, el pensamiento occidental en sí mismo está desvalido fuera de las categorías de “medio” y “fin” (Cf. Arendt 2006, p. 46).

20 La lógica de las categorías instrumentales es desarrollada por la autora en: Arendt 1998, pp.153-159 (Arendt 2005, pp. 178-183). En este lugar podemos leer: “Es decir que, en un mundo estrictamente utilitario, todos los fines están sujetos a tener breve duración y a transformarse en medios para posteriores fines” (Id. p. 178).

21 Tal y como estableció Weber en su tan célebre definición del Estado: “(...) Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (…), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima” (“La política como vocación”, Weber 1969, p. 83). 
 
22 “Siempre que se separa el conocimiento de la acción, se pierde el espacio de la libertad” (Arendt 2004, p. 365).


Análisis. Revista de Investigación Filosófica, 2016, Vol.3, nº 1

 http://papiro.unizar.es/ojs/index.php/analisis.

viernes, 8 de julio de 2016

Pretérito común y el cuidado del futuro.
Ariane Aviñó

(CONFERENCIA PRONUNCIADA EN EL CURSO DE VERANO DE LA UNED ARS AMANDI, FILOSOFÍA DEL AMOR Y LA AMISTAD EL 7 DE JULIO DE 2016 EN ÁVILA) 

1. INTRODUCCIÓN

Me gustaría hoy hablarles de la historia, de la memoria, del amor y de la verdad. Y para que esta tarea no resulte extremadamente volátil, he buscado un cuerpo donde inscribir, donde hacer vivir estos conceptos. He encontrado este cuerpo necesario en el denso y respirante mundo creado por Gabriel García Márquez en la que fue su novela más querida El amor en los tiempos del cólera. Sobre este cuerpo, haremos emerger la voz de Benjamin, de Althusser, de Foucault y de Badiou, construyendo poco a poco la propia construcción del amor, en tanto que cuestión ontológica. Y será la interrogación sobre las condiciones de posibilidad del amor la que nos llevará irremediablemente a hablar del mundo, de sus hechos mudos y de cómo hacerlos hablar, o cómo prepararnos para escuchar incluso lo que no queremos oír sobre el pasado. Porque somos ya demasiadas las generaciones que no estamos a la altura de las circunstancias, y porque la filosofía no puede permitirse excusas.

Michel Foucault, en su texto sobre Nietzsche, nos dice que la tarea indispensable de la genealogía consiste en "percibir la singularidad de los sucesos (...) encontrarlos allí donde menos se esperan". ¿Y dónde es dónde menos se esperan? Foucault nos dirá: "en aquello que no tiene nada de historia". Lo que no tienen nada de historia pasa, justo por ello, desapercibido. El amor no tiene nada de historia.

En una bonita reseña sobre la obra de García Márquez, la autora de la reseña decía, y estoy completamente de acuerdo, que lo que hace brillante esta obra es, entre otras cosas, que el amor aparece cargando el peso de la realidad, sin más búsquedas de explicaciones poéticas, y con la sabiduría que lo hace real, confiable y duradero.

El amor, entonces, sin nada de historia, pero constituido en lugar (o en no lugar) donde encontrar la singularidad de los sucesos, justo, podríamos decir, porque carga el peso de la realidad.
Siguiendo la senda abierta para nosotros por la obra de García Márquez, estamos en condiciones de plantear la pregunta sobre el amor, sobre la condiciones de posibilidad del amor

2. FLORENTINO ARIZA O EL AMOR COMO EXPERIENCIA TENAZ

La pregunta sobre el amor, sobre la condiciones de posibilidad del amor, si debe formularse, debe ser necesariamente desde la calamidad. Es en la calamidad donde nos dice Gabriel García Márquez que "el amor se hace más grande y más noble". Esta tesis nos recuerda a lo planteado por Benjamin en su aspiración a la elaboración de una teoría del conocimiento (como nos muestra Reyes Mate en su obra Medianoche en la historia). Nos referimos a la idea de que hay un plus cognitivo e interpretativo en la mirada que está cargada de sufrimiento, de necesidad y de peligro. Es lo que llama el valor hermenéutico de las figuras desgraciadas. La condición de toda verdad es para Banjamin, como lo es para Adorno, dejar hablar al sufrimiento, porque “la verdad es del orden de la escucha más que de la visión”. Por eso cabe reclamar a la verdad filosófica un lugar para los testigos.

El amor de Florentino Ariza, en El amor en los tiempos del cólera, es un amor que se distrae de la enfermedad, de la guerra, y de la vejez, pero que, lejos de constituir su distracción una distracción imperdonable, un retiro, representa una apuesta profundamente vinculada al tiempo, a la historia, al futuro...

En un fragmento de la obra, nos dice García Márquez:
"La torre del faro fue siempre un refugio afortunado que él evocaba con nostalgia cuando ya tenía todo resuelto en los albores de la vejez, porque era un sitio bueno para ser feliz, sobre todo de noche, y pensaba que algo de sus amores de aquella época les llegaba a los navegantes en cada vuelta de los destellos. De modo que siguió yendo allí, más que a cualquier otra parte, mientras su amigo el farero lo recibió encantado (...) Había una casa abajo, junto al estruendo de las olas desbaratándose contra los cantiles, donde el amor era más intenso porque tenía algo de naufragio."

En este fragmento resuena la idea lacaniana de que el amor tiene un alcance ontológico, o como dice Badiou en su Elogio del Amor, todo amor verdadero interesa a la humanidad entera, porque cualquier amor nos da una nueva prueba de que el amor puede ser encontrado y experimentado de otro modo que mediante una conciencia solitaria. Por eso, como hemos dicho, todo amor verdadero, interesa a la humanidad entera.

Además de esta revelación que descubrimos en la obra y que nos remite a la idea de que el amor es una cuestión ontológica, nos interesan dos cuestiones fundamentales que se muestran claramente en la historia de Florentino Ariza y Fermina Daza. Para referirnos a ellas vamos a acotar la obra, centrándonos en la parte final. La historia narrada en la novela, comienza con dos muertes. Una de las muertes, la del marido de Fermina Daza, el doctor Urbino, se revela como la oportunidad del enamorado Florentino Ariza de “repetir una vez más el juramento de su fidelidad eterna y de su amor para siempre”. Vamos a referirnos a ese nuevo comienzo que se da en la historia en el momento en que Florentino Ariza retoma su construcción del mundo que quiere con Fermina Daza, cuando ambos pasan ya de los 70 años de edad. 

Hay un par de fragmentos que me gustaría leerles donde aparece claramente en qué consiste esta retomada pero al mismo tiempo nueva labor tenaz:
“(…) todo tenía que ser diferente para suscitar nuevas curiosidades, nuevas intrigas, nuevas esperanzas, en una mujer que ya había vivido a plenitud una vida completa. Tenía que ser una ilusión desatinada, capaz de darle el coraje que haría falta para tirar a la basura los prejuicios de una clase que no había sido la suya original, pero que había terminado por serlo más que de otra cualquiera. Tenía que enseñarle a pensar el amor como un estado de gracia que no era un medio para nada, sino un origen y un fin en sí mismo”
“Un hombre que no fuera Florentino Ariza se hubiera preguntado qué podría depararles el porvenir de un anciano como él, cojo y con la espalda abrasada de peladuras de burro, y a una mujer que ya no ansiaba otra felicidad que la de la muerte. Pero él no. Él rescató una lucecita de esperanza entre los escombros del desastre, pues le pareció que la desgracia de Fermina Daza la magnificaba, la rabia la embellecía, el rencor contra el mundo le había devuelto el carácter cerril de los veinte años

Yo creo que estamos muy cerca de Badiou cuando nos dice que “El amor es una proposición existencial”, “la posibilidad de asistir al nacimiento de un mundo”. Cuando Badiou nos pide que rechacemos la concepción radicalmente romántica del amor, por ser un simple y poderoso mito artístico, nos está oponiendo la construcción a la mera experiencia. El amor para Badiou es acontecimiento y duración, es, como dice “una obstinada aventura”, que no puede reducirse al encuentro porque de lo que se trata es de reinventar la vida, de durar en tanto que inventar una manera diferente de durar en la vida. Reinventar el amor es reinventar la reinvención de la vida. “Un amor verdadero es aquel que triunfa duraderamente, a veces duramente, sobre los obstáculos que el espacio, el mundo y el tiempo le proponen”. Y esto es justamente lo que ocurre en la novela.  Cuando por fin Fermina es capaz de revelarse a sí misma y a Florentino la verdad sobre sus deseos, expresados de manera contundente cuando dice: “Lo que quisiera es largarme de esta casa, caminando derecho, derecho, y no volver más nunca”. Entonces acepta la invitación de Florentino de irse en un buque por el río. Y un día como hoy, un 7 de julio, embarca en el Nueva Fidelidad, donde veremos irrumpir, como diría Badiou, la eternidad en el tiempo, donde esa felicidad tan intensa que causaba miedo será la prueba de que, otra vez en palabras de Badiou, el tiempo puede albergar la eternidad. Es por eso que cuando llega el momento del regreso, “la inminencia del regreso”, Fermina Daza siente que va a ser como morirse. García Márquez lo expresa con mucha fuerza cuando nos dice
“Se alzaba un jueves radiante sobre las cúpulas doradas de la ciudad de los virreyes, pero Fermina Daza no pudo soportar desde la baranda la pestilencia de sus glorias, la arrogancia de sus baluartes profanados por las iguanas: el horror de la vida real. Ni él ni ella, sin decírselo, se sintieron capaces de rendirse de una manera tan fácil”

Ahora vamos a ver cómo las palabras con las que concluye la novela resumen de una manera absolutamente magistral esa concepción del amor articulada por Badiou que hemos esbozado, porque son palabras de una intensidad casi insoportable, que, “fijan el azar”, puesto que constituyen una declaración. Badiou explica magistralmente el sentido de la declaración en una relación amorosa.
Declarar el amor es pasar del acontecimiento encuentro al comienzo de una construcción de verdad. Es fijar el azar del encuentro bajo la forma de un comienzo. (…) la absoluta contingencia del encuentro con alguien que no conocía acaba por tomar la altura de un destino. La declaración de amor es el paso del azar al destino, y es esa la razón por la que es tan peligrosa, tan cargada de una especie de angustia espantosa. (…) de lo que era un azar yo voy a sacar otra cosa. Voy a sacar una duración, una obstinación, un compromiso, una fidelidad (entendida como) el paso de un encuentro azaroso a una construcción tan sólida como si hubiese sido necesaria.

Vayamos para ver esto al final de la novela. Les cuento brevemente lo que sucede para llegar al final. El buque Nueva Fidelidad navegaba en emergencia, con la bandera izada del cólera, no como se hacía en ocasiones, para “burlar impuestos, para no recoger un pasajero indeseable, para impedir requisas inoportunas”, sino para proteger a Fermina Daza y en última instancia, para salvaguardar el amor de prejuicios. Pero en el momento en que el buque debe detenerse y ponerse en cuarentena como le requiere la patrulla armada al Capitán, éste, que no sabe cómo salir del embrollo, se ve sorprendido por la propuesta de Florentino Ariza;
El capitán miró a Fermina Daza (…) Luego miró a Florentino Ariza (…) y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.
-          ¿Y  hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?, le preguntó
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.
-Toda la vida, dijo

3. PELIGRO Y VERDAD: WALTER BENJAMIN SOBRE LA HISTORIA 

No hay romanticismo en la novela de García Márquez, en el viaje y la felicidad amorosa de Fermina y Florentino no hay concesión alguna al ensueño, al éxtasis. El amor aparece como una auténtica construcción de verdad.

Me gustaría leerles un fragmento que muestra cómo es el viaje en el buque Nueva Fidelidad, para adentrarnos ahora en la cuestión de la memoria y poder oír cómo resuenan ahora algunas tesis de Benjamin.          
“se dio cuenta de que el río padre de la Magdalena, uno de los grandes del mundo, era solo una ilusión de la memoria. El capitán Samaritano les explicó cómo la deforestación irracional había acabado con el río en cincuenta años: las calderas de los buques habían devorado la selva enmarañada de árboles colosales que Florentino Ariza sintió como una opresión en su primer viaje. Fermina Daza no vería los animales de sus sueños: los cazadores de pieles de las tenerías de Nueva Orleans habían exterminado los caimanes que se hacían los muertos con las fauces abiertas durante horas y horas en los barrancos de la orilla para sorprender a las mariposas, los loros con sus algarabías y los micos con sus gritos de locos habían ido muriendo a la medida que se les acababan las frondas, lo manatíes de grandes tetas de madres que amamantaban a sus crías y lloraban con voces de mujer desolada en los playones eran una especie extinguida por las balas blindadas de los cazadores de placer

Fermina y Florentino, apoyados sobre la baranda del buque, ven lo que ve el ángel de la historia de la tesis IX de Benjamin. Recordemos la célebre tesis novena sobre el concepto de historia. Benjamin dice:
Hay un cuadro de Klee que se llama Ángelus novus. Representa a un ángel que parece estar a punto de alejarse de algo a lo que está clavada su mirada. Sus ojos están desencajados, la boca abierta, las alas desplegadas. El ángel de la historia tiene que parecérsele. Tiene el rostro vuelto hacia el pasado. Lo que a nosotros se presenta como una cadena de acontecimientos, él lo que ve como una catástrofe única, que acumula sin cesar ruinas sobre ruinas, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer los fragmentos. Pero desde el paraíso sopla un viento huracanado que se arremolina en sus alas, tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. El huracán le empuja irresistiblemente hacia el futuro, al que da la espalda, mientras el cúmulo de ruinas crece hasta el cielo. Eso que nosotros llamamos progreso es ese huracán.

Reyes Mate, en sus comentarios sobre la obra de Benjamin, dice que nosotros vemos  lo mismo que el ángel, pero no lo interpretamos como catástrofe, como lo hace ese ángel lúcido pero impotente, desencajado por el sufrimiento sobre el que avanza y al que no puede dar la espalda. Como dice Reyes Mate, “lo que para el ángel es un entramado catastrófico es para nosotros incidencia menor integrable en un conjunto que tiene sentido”. Pero es innegable que el progreso está animado por una lógica catastrófica.

García Márquez nos dice:
“Florentino Ariza recibía informes alarmantes de estado del río, pero apenas si los leía (…) y cuando se dio cuenta de la verdad ya no había nada que hacer, como no fuera llevar otro río nuevo”.
“Un viajero inglés de principios del siglo XIX, refiriéndose al viaje combinado en canoa y en mula, que podía durar hasta cincuenta jornadas, había escrito “Éste es uno de los peregrinajes más malos e incómodos que un ser humano pueda realizar”. Esto había dejado de ser cierto los primeros ochenta años de navegación a vapor, y luego había vuelto a serlo para siempre, cuando los caimanes se comieron la última mariposa, y se acabaron los manatíes maternales, se acabaron los loros, los micos, los pueblos: se acabó todo”

El capitán del buque parece estar fuera del embrujo del que se sale sólo cuando consideramos el progreso como catástrofe sin paliativos. Así lo da a entender cuando comenta con ironía “no hay problema (…) dentro de unos años vendremos por el cauce seco en automóviles de lujo”. Este mismo capitán es retratado por García Márquez en una hazaña presentada en la novela con un tinte heroico. Nos dice en la novela que el Capitán no aceptaba la costumbre que se tenía de disparar desde la borda a los manatíes, hasta el punto de que en una ocasión, cuando un cazador de Carolina del Norte, desobedeciendo órdenes dejó huérfana a una cría de manatí, al dispararle en la cabeza a su madre, el Capitán tomó la determinación de hacer subir a bordo a la cría y dejó al cazador abandonado en el playón desierto junto al cadáver d la madre asesinada.
“estuvo seis meses en la cárcel, por protestas diplomáticas y a punto de perder su licencia de navegante, pero salió dispuesto a repetir lo hecho cuantas veces hubiera ocasión

El capitán Samaritano, como el hombre del Barroco, está lejos del carácter complaciente del romántico, que “se siente arrobado por la belleza de la decadencia”.  Es la mirada alegórica que entiende que tras una historia petrificada lo que hay es vida fallida, y por ello es una mirada cargada con el deseo de redención. Justamente esa es la idea más original de Benjamin: la cuestión de cómo captar lo que hay de vida en lo dado por finiquitado.

En la obra de García Márquez esta cuestión Benjaminiana tiene su correlato en un interrogante que nos asalta cuando acompañamos a Florentino Ariza en su tenacidad. Esta cuestión se podría formular como una pregunta, una pregunta que podría ser “¿qué son los años realmente?”. Si algo caracteriza al personaje de Florentino es que no acepta un solo hecho mudo en lo pasado durante su vida. Esos acontecimientos pasados que están presentes, como dice Reyes Mate, “a merced del visitante”. Y a pesar de que Fermina no soporta que Florentino se lo cite en cada uno de sus momentos (“antes” era una palabra prohibida, dice la novela), lo cierto es que solamente cuando ella es capaz de citarse también su pasado en cada uno de sus momentos, como diría Benjamin, puede pensar en ser feliz. Porque, como decía Adorno, la felicidad implica verdad.
Pensó demasiado tarde que tal vez París no había sido tan lúgubre como ella lo sentía, ni Santa Fe hubiera tenido tantos entierros por la calle. El sueño de otros viajes futuros con Florentino Ariza se alzó en el horizonte: viajes locos, sin tantos baúles, sin compromisos sociales: viajes de amor.

Me recuerda a la definición de Ernesto Sábato, para quien la vida consiste en crear futuros recuerdos.

4. LA LLUVIA Y SUS RECORRIDOS: ALTHUSSER

No sólo la cuestión sobre la verdad de los años nos asalta cuando seguimos a García Márquez en su historia. También hay otra pregunta fundamental e ineludible, la pregunta sobre qué es lo que nos detiene en ciertos momentos a los hombres. Creemos que el detenerse en este sentido implica un descuido del porvenir. Probablemente porque llega un momento en que creemos que está todo dicho, todo hecho, ya sea en la historia, ya sea en la vida particular, y despojamos al tiempo de los años, que ya ni se celebran ni se cuentan. No hay lugar para el tiempo pleno, ese en que se toma en cuenta las ausencias, y en nombre del cual Benjamin critica el progreso. Todo se da en un tiempo continuo.

Pero en la historia de García Márquez, si algo aparece, si algo es importante, es ese cuidado extremo del futuro que se hace evidente una y otra vez a lo largo de la novela.

Así podemos verlo por ejemplo en el siguiente fragmento:
 “Hablaron de ellos, de sus vidas distintas, de la casualidad inverosímil de estar desnudos en el camarote de un buque varado, cuando lo justo era pensar que ya no les quedaba tiempo sino para esperar a la muerte”

Hay en estas palabras un reconocimiento de la contingencia, en términos althusserianos. Reconocer el hecho de la contingencia, rechazando la cuestión del origen, es la idea fundamental de lo que Althusser denomina la corriente subterránea del materialismo del encuentro.

“Como en el mundo epicúreo, todos los elementos están ahí y más allá, no hay sino la lluvia (…) pero dichos elementos no existen, son meramente abstractos, mientras que la unidad del un mundo no los haya reunido en el Encuentro que dará lugar a su existencia”

Lo que caracteriza a este movimiento subterráneo de la filosofía es la existencia implícita de una alternativa: “el encuentro puede no tener lugar, igual que puede tener lugar”.

Del encuentro al que da lugar la desviación, en el sentido de Epicuro o de Lucrecio, puede nacer un mundo, ahora bien, no basta que la desviación “de los átomos” dé lugar a un encuentro. Althusser nos dirá, 
“Hace falta que dure, que no sea un encuentro breve, sino un encuentro duradero que devenga así la base de toda realidad, de toda necesidad, de todo sentido y de toda razón”

Lo interesante de esta filosofía de la que nos habla Althusser es su renuncia explícita a darse un objeto, a partir de definidos problemas filosóficos. Esta corriente introduce el vacío y le da un alcance filosófico decisivo, al decir que el objeto por excelencia de la filosofía es el no-objeto, es la nada (como le néant y como le rien). Es fácil desde esta filosofía comprender en qué puede consistir una auténtica filosofía del amor, si entendemos el amor como una experiencia en la que cierto tipo de verdad se construye. En esto seguimos a Badiou, quien entiende que puede ser una tarea filosófica defender el amor amenazado. Amenazado por una serie de concepciones que acaban reduciéndolo a un mero éxtasis del encuentro, como defiende la concepción romántica, o a un contrato, como se da en la concepción comercial, o a una peligrosa ilusión, como se define desde la visión escéptica.

5. ASÍ NO SE PUEDE AMAR: BADIOU Y FOUCAULT 

En una entrevista Foucault nos dice sobre la homosexualidad, pero que puede ser comprendido en un sentido mucho más general, que 
Interrogarnos sobre nuestra relación con la homosexualidad es desear un mundo donde esas relaciones sean posibles, más que tener simplemente el deseo de una relación sexual con una persona del mismo sexo. 

Digamos, sobre la base de esta afirmación foucaultiana, que interrogarnos sobre nuestra relación con el amor es desear un mundo donde el amor sea posible, más que tener el simple deseo de una relación amorosa.

Cuando Foucault escribe el segundo volumen de la Historia de la Sexualidad, dando un giro no del todo comprendido a su proyecto inicial, plantea una cuestión que arroja una luz nueva sobre el sentido de su pensamiento y sobre el alcance del mismo respecto a esa labor del intelectual que el propio Foucault describió como la labor de “cambiar algo en el espíritu de la gente”. Foucault nos dice que “hay momentos en la vida en los que la cuestión de saber si se puede pensar distinto de cómo se piensa y percibir distinto de cómo se ve es indispensable para seguir contemplando y reflexionando”. Foucault nos habla de permitirle al pensamiento pensar de otro modo.

Como nos dice Miguel Morey, 
En una sociedad como la nuestra, en un momento histórico como el presente, el ejercicio de tratar de pensar de otro modo está bien lejos de ser un mero deporte intelectual, antes al contrario, es la condición de posibilidad misma para la creación de libertad

Debemos a Deleuze que haya colocado en su libro sobre Foucault la pregunta por el pensar en un lugar central, porque en realidad no es hasta sus últimos textos que Foucault habló claramente de esta cuestión.
Miguel Morey nos dice que la caracterización que Deleuze hace de lo que para Foucault significa pensar tiene “el inequívoco sabor del diálogo íntimo, en voz baja, entre risas, resultado de una larga complicidad en esa misma pasión llamada pensar”. Es Deleuze quien convierte “El pensar de otro modo” en el lema que caracteriza el quehacer foucaultiano, en un texto que debemos entender como un acto de amor.

Nos dice Deleuze:
La práctica constituye la única continuidad entre el pasado y el presente, o, a la inversa, la manera en que el presente explica el pasado. (…) ¿Cuáles son los nuevos tipos de luchas, transversales e inmediatas más bien que centralizadas y mediatizadas? ¿Cuáles son las nuevas funciones del “intelectual”, específico o singular más bien que universal? ¿Cuáles son los nuevos modos de subjetivación sin identidad más bien que creadores de identidad? ¿Cuál es nuestra luz y cuál es nuestro lenguaje, es decir, nuestra “verdad actual”? ¿A qué poderes hay que enfrentarse, y cuáles son nuestras capacidades de resistencia, ahora que ya no podemos contentarnos con decir que las viejas luchas no son válidas? 

Lo que plantea Badiou sobre estas nuevas luchas es que si algo es verdadero debería ser capaz de nacer de nuevo. En este sentido defiende la resurrección del comunismo. Para Badiou, “Lo que se contiene en la palabra comunismo no está en una relación inmediata con el amor. Sin embargo esta palabra comporta para el amor nuevas condiciones de posibilidad”.  A Foucault, como a Badiou, aunque de diferente modo, les interesan las condiciones de posibilidad de la experiencia, no de la experiencia posible, en el caso de Foucault, si no, de la experiencia real. En un momento en que, como dice Badiou incluso la hipótesis del comunismo parece que debe volverse impronunciable, cabe resucitarlo (o quizá sacarlo del paro cardiorespiratorio), en tanto que modelo intelectual. 
(…) nuestra tarea consiste en alumbrar de otro modo la hipótesis comunista, para contribuir a que surja dentro de nuevas formas de experiencia política. Por eso nuestro trabajo es tan complejo, tan experimental. Debemos centrarnos en sus condiciones de existencia, en vez de limitarnos en improvisar sus métodos. Necesitamos reinstalar la hipótesis comunista –la proposición que dice que la subordinación del trabajo a la clase dominante no es inevitable- dentro de la esfera ideológica. (…)
Lo que hoy está en juego no es la victoria de la hipótesis comunista, sino las condiciones de su existencia

Badiou dice que en el mundo actual, el mundo tal cual es, en este “interludio reaccionario”, de lo que se trata es de reinventar, también el amor, reinventar la aventura y el riesgo contra la comodidad y la seguridad.

De lo que Badiou y Foucault son un ejemplo es de un tipo de pensamiento que en el interior de unas condiciones imposibles, es capaz de alzarse y reinventar el propio pensar, y de articularlo en torno a la cuestión de la verdad más que en torno a la del conocimiento

Pensamos con Badiou, que la relevancia del amor en la posibilidad de una vida otra y de mundo otro, es su valor fundamental como contraprueba. El amor, en el mundo de hoy, es una contraprueba, siempre y cuando “no se conciba como el único intercambio de beneficios recíprocos, o si no se calcula de antemano como una inversión rentable”. El amor, en un mundo capitalista, es una contraprueba porque es una confianza hecha al azar, “nos lleva a la idea de que se puede experimentar el mundo desde el punto de vista de la diferencia”. El amor de este modo, “es una experiencia personal de la universalidad posible”.

6. CONCLUSIÓN: EL TESORO DEL GALEÓN SAN JOSÉ

Para concluir mi intervención, me gustaría llevarles al centro de una contienda, y plantear, si me lo permiten, un inusual ejercicio filosófico, sobre la base de los conceptos que hemos ido hilvanando entorno a la novela de García Márquez: el amor, la memoria, la historia y la verdad.

Les propongo decidir qué es lo que debería decidir a quién pertenece el tesoro del galeón San José.

En la población caribeña en la que se desarrolla el relato del ‘Amor en los tiempos del cólera’, el galeón San José se evocaba como el “emblema de la ciudad ahogada en los recuerdos”.  García Márquez recrea la historia del galeón San José, la nave española, que viajaba con su flota a España para dar oxígeno a la corona. Fue hundida por los ingleses en 1708, a unas cuantas millas de Cartagena de Indias. Es un pasaje precioso de la novela, tan célebre que cuando el presidente de Colombia anunció el pasado diciembre el hallazgo del galeón San José, no sólo se abrió un intenso debate sobre leyes de patrimonio, derechos de explotación, etc. Algunas voces se alzaron llamando al pecio “el tesoro de Fermina Daza”, en una legítima apuesta por introducir un elemento convulsivo en la fría lucha por el tesoro más buscado del Caribe. En un artículo de la sección de Cultura de el País, publicado el pasado 9 de diciembre, se decía lo siguiente:
Demente o no, cosas cuerdas del amor, el San José existía, y este sábado se sabrá si Florentino Ariza había perdido el juicio del todo. (…) el tesoro que aparezca pertenece a Fermina Daza, porque Florentino Ariza lo buscó infructuosamente para ganarse su corazón. Así tendrá, como dice el epígrafe de la novela, a su diosa coronada. 

No es de extrañar que surgieran esta y otras voces recordando, proyectando sobre la fugacidad de la imagen del pasado una luz de mágica redención. Y no es de extrañar porque García Márquez crea un retrato inolvidable del galeón hundido, y al hacerlo nos obliga a plantear una demanda peculiar al pasado que fuerza el debate a salir de su zona de confort. Esta es la imagen a la que me refiero:
Lo que entonces contó era tan fascinante, que Florentino Ariza se prometió aprender a nadar, a sumergirse hasta donde fuera posible, sólo por comprobarlo con sus ojos. Contó que en aquel sitio, a sólo dieciocho metros de profundidad, había tantos veleros antiguos acostados entre los corales, que era imposible calcular siquiera la cantidad, y estaban diseminados en un espacio tan extenso que se perdían de vista. Contó que lo más sorprendente era que de las tantas carcachas de barcos que se encontraban a flote en la bahía, ninguna estaba en tan buen estado como las naves sumergidas. Contó que había varias carabelas todavía con las velas intactas, y que las naves hundidas eran visibles en el fondo, pues parecía como si se hubieran hundido con su espacio y con su tiempo, de modo que allí seguían alumbradas por el mismo sol de las once de la mañana del sábado 9 de junio en que se fueron a pique. Contó, ahogándose por el propio ímpetu de su imaginación, que el más fácil de distinguir era el galeón San José, cuyo nombre era visible en la popa con letras de oro, pero que al mismo tiempo era la nave más dañada por la artillería de los ingleses. Contó haber visto adentro un pulpo de más de tres siglos de viejo, cuyos tentáculos salían por los portillos de los cañones, pero había crecido tanto en el comedor, que para liberarlo habría que desguazar la nave. Contó que había visto el cuerpo de comandante con su uniforme de guerra flotando de costado dentro del acuario del castillo”

Bien diferente es el relato del hallazgo real por parte del presidente de Colombia:
El mandatario colombiano declaró que “sin lugar a ningún tipo de duda, hemos encontrado el galeón San José 397 años después de su hundimiento. El galeón San José fue hallado el pasado viernes 27 de noviembre (…) en las inmediaciones de la Costa Caribe colombiana, en un lugar nunca antes referenciado por estudios previos y localizado a partir de estudios cartográficos, meteorológicos e históricos antes desconocidos en Colombia”. La embarcación ha sido identificada a través de sus “cañones de bronce con tallas de delfines” (…) también se han detectado cajones, vasijas de cerámica y porcelana y armas personales. El yacimiento arqueológico no ha sido intervenido, afirman las autoridades colombianas, aunque en las fotografías difundidas se distinguen unos cañones sorprendentemente intactos, sin indicios de degradación. Colombia insiste en que la información relativa a este extraordinario hallazgo se encuentra sometida a reserva de ley y serán muy pocos los voceros que están autorizados a hablar oficialmente sobre el tema. 

Las reservas del gobierno colombiano tienen que ver con dos problemas: el de a quién pertenecen el barco y el tesoro, y el de qué hacer con el hallazgo. En la regulación internacional de los hallazgos hay dos posiciones: los que consideran que los naufragios deben ser sacados y llevados a superficie (es lo que se llama el derecho de salvamento), y lo que consideran que no deben moverse del lecho marino (preservación in situ). La primera posición obedece a sendas convenciones, sobre el mar y sobre el salvamento de 1982 y 1989. La segunda posición es la regulada por la Convención de la UNESCO, de 2001 sobre patrimonio cultural sumergido. Esta regulación solamente es vinculante para países que formen parte de estos instrumentos internacionales. No es el caso de Colombia.

En cuanto a la atribución de la propiedad de los bienes encontrados en naufragios que reposan en la plataforma continental de un Estado, en los tratados citados no existen tampoco reglas claras que resuelvan los posibles problemas. Pueden derivarse tres parámetros de la práctica de los Estados para establecer la propiedad del patrimonio cultural sumergido: Law of finds: permite que quien encuentre un naufragio se apodere de los tesoros encontrados en él, entendiendo que éstos eran bienes abandonados. Ese criterio se ha venido limitando, exigiendo que se realice previamente un acto expreso de repudio o abandono; Soberanía de la bandera del barco: es el alegado por España en todos los casos relacionados con galeones, y encuentra sustento, por ejemplo, en la Convención de Derecho del Mar, aunque requiere que los navíos fueran de guerra y no comerciales.; La ubicación del naufragio: en la medida en que el hallazgo se encuentra en áreas donde un Estado ejerce soberanía, es éste el que puede reclamar la propiedad de dicho patrimonio cultural sumergido. Esta práctica se encuentra ampliamente desarrollada por la normatividad interna de numerosos países, permitiendo incluso alegar la existencia de una costumbre internacional ante la ausencia de otras normas vinculantes. Hay una cuarta posible atribución de la propiedad de los bienes encontrados, que se refiere a los países de los que salió originariamente el tesoro, quienes consideran que el tesoro fue expoliado y exigen la titularidad como un modo de reparación.

Tenemos por lo tanto 5 posibles propietarios: España, Colombia, Perú, La empresa cazatesoros, y Fermina Daza. España en nombre de la gloria pasada, Colombia en nombre de la necesidad presente, Perú en nombre de la injusticia histórica, la empresa en nombre de la lógica de la recompensa, y Fermina Daza en nombre del amor.

Me gustaría plantearles ahora, por fin, la pregunta. ¿A quién le damos el tesoro del San José? Dejaré la cuestión abierta, aunque si me preguntan responderé que una Fermina Daza cansada de baúles y compromisos, no creo que reclamara el pecio. Así que se me ocurre que quizá sería de justicia dejarlo en el fondo marino, y cambiarle el nombre al mar Caribe.

Muchas gracias

domingo, 22 de mayo de 2016

El abismo del Saber Absoluto en Hegel y el «nuevo mundo».
Eduardo Abril.

Dice Hegel en La Fenomenología del Espíritu que «nuestro tiempo es un tiempo de parto y de transición hacia un período nuevo. El espíritu ha roto con el mundo anterior de su existencia y de sus representaciones, y está a punto de arrojarlo para que se hunda en el pasado, está en el trabajo de reconfigurarse»1. Hegel era consciente de algo: una época tocaba a su fin y una nueva existencia se anunciaba para el hombre, una existencia incierta y abierta al futuro.

Sin embargo, es habitual presentar a Hegel como un filósofo asfixiante en el que todo tiene un lugar, y hasta la última brizna de hierba encuentra acomodo en el esquema conceptual, impidiendo la irrupción de discontinuidades y novedades. A esta idea apuntan interpretaciones del Saber absoluto, la última figura de la Fenomenología, como de un saber de lo absoluto. Como si el desarrollo de la conciencia humana desde su estadio más primitivo hasta la conciencia filosófica y científica, que es lo que Hegel relata en esta obra, el modo cómo se va configurando la propia conciencia moderna, esto es, el sujeto, terminase finalmente en una autoconciencia colectiva, que pudiera concebir lo absoluto en su totalidad, la verdad de todo y del Todo. Un saber que se daría al final, como una comunidad política cumplida, sin resto, sin disonancias, sin lucha de clases dicho marxianamente, perfectamente auto-organizada y realizada. Así lo ven quienes comprendieron la filosofía hegeliana como un pensar edificante y justificador del naciente estado prusiano. 

Pero no hay nada como leer las propias palabras de Hegel para derribar esta interpretación, pues esta posición no es compatible con el espíritu de la obra hegeliana y con la afirmación por parte de Hegel de que lo que estaba constatando es el advenimiento de un tiempo nuevo, no el cierre de todos los tiempos. La lectura de la Fenomenología del Espíritu disuelve esta pretensión de absolutizar el conocimiento y el sujeto, pues lo que encontramos en el trascurrir de las distintas figuras de la conciencia (conciencia inmediata, autoconciencia, razón, espíritu, religión) es precisamente la historia de los sucesivos fracasos de ésta por alcanzar eso que podríamos entender como un saber total, una posición en la que el sujeto ya se ha encontrado definitivamente con el criterio externo a sí mismo, según el cual puede autoafirmarse y reconocerse a sí en el mundo. Al contrario que esto, lo que ocurre siempre en el relato hegeliano, es que la conciencia que no deja de insistir en encontrar una figura Otra, en la que verse completamente realizada, encuentra siempre un desajuste en su propia posición, en sí misma, que termina por desequilibrarla y obligarla al cambio. Esta «china en el zapato», además, no es algo que venga de afuera, no es una resistencia que el sujeto encuentra en el mundo al intentar hacer entrar a éste en unos esquemas apriorísticos de pensamiento, sino que el enemigo está en casa. Es la propia posición en el mundo, y no el mundo “en sí” lo que termina por desbaratar el andamiaje conceptual que confiere sentido a una determinada identidad subjetiva. 

Precisamente lo que Hegel critica de Kant es la posibilidad de establecer un marco conceptual estable que, como ha señalado Žižek, «nos permite juzgar desde afuera la validez de todo contenido»2, la posición según la cual podemos obviar el contenido y quedarnos con ideas a priori absolutas que determinan, desde afuera, toda posición. De lo que se trata en el saber absoluto es, en cierta forma, de la superación del formalismo kantiano que establece una distancia entre el saber y sus contenidos, para señalar que en el Saber Absoluto el saber coincide con los contenidos o dicho de otro modo, como lo ha señalado Fink, que «el saber está siempre embutido en el ser»3, que no podemos adoptar una posición externa al objeto y declarar un saber independiente de éste, que «el saber no puede en absoluto situarse jamás frente al “ser”, como el ojo que ve frente al árbol que es visto»4

Por eso, el saber absoluto no consiste, como a veces se caricaturiza, en el momento reflexivo en el que el espíritu, a través de la conciencia obtiene el conocimiento de Todo, un despliegue de la totalidad del Ente, puesta ahí frente al sujeto y reconocido como los contenidos de la propia conciencia, algo así como un ser inmóvil y completo, en donde su forma coincide con su contenido de una vez para siempre, bajo el modo de un saberlo Todo. El problema, como ha señalado Félix Duque, es que en este punto confundimos saber y conocimiento. Mientras que el conocimiento es siempre un conocimiento de una Otredad, “llenar de contenido una forma aparentemente ya preparada”5, es decir, obtener el concepto de una cosa diferente de la conciencia que conoce, en el saber ya no se conoce nada Otro, ya no se adquiere nueva información sobre sustancias, exterioridades, sino que lo que se produce es el reconocimiento de que esas Otredades con las que nos vamos encontrando a lo largo del proceso de formación de la conciencia, coinciden con el mismo despliegue de ésta. Dicho a lo hegeliano, es un saber en el que se produce la identificación de certeza y verdad, puesto que ahora el objeto es reconocido como el sí mismo. El saber absoluto es, por tanto, un saberse a sí mismo, un saber de sí, una forma de «considerar algo sustancial, objetivo, como algo propio, subjetivo, sin que por ello lo “sabido” pierda su “sustancia»6. En palabras de Hegel: «La verdad no sólo es, en-sí, perfectamente igual a la certeza, sino que también tiene la figura de la certeza de sí misma, o bien, en otros términos, está dentro de su existencia, es decir, que, para el espíritu que sabe, es en forma del saber de sí misma»7. Dicho de otro modo: el saber absoluto no es un saber de algo, sino un cambio en el punto de vista por el cual adoptamos la posición de que saber del objeto es un saber también del sujeto. Que no se trata de un sujeto que mira al mundo como si éste se autopresentase en la forma de un ahí afuera, sino más bien de un sujeto que se sabe a sí mismo como ese ser-ahí, que se sabe incluido en la escena que conoce. 

La pregunta que debemos hacernos es en qué consiste este saber de sí, qué es este saberse, ¿qué es lo que sabemos cuando “nos sabemos”? Félix Duque escribe que es un saber que consiste en la «comprensión positiva y unitaria de la interna destrucción dialéctica de todo conocimiento que se cree válido por separado, como si fuera justamente algo absoluto»8. Se trata, por tanto, del punto de vista desde el que se toma el conocimiento, cualquier posición subjetiva, como un saber relativo a un Todo, evitando la tentación de absolutivizar dicha situación. El desarrollo dialéctico de la Fenomenología es, de este modo, un proceso de destrucción de toda pretensión de establecer una verdad que sea meramente objetiva. En lugar de esto, Hegel nos dice que tal saber consiste en el momento que la conciencia asume reflexivamente el “fracaso como un resultado positivo, convirtiendo el problema en su propia solución”9, es decir, la idea de que cualquier posición subjetiva, cualquier identidad, está ya, desde el comienzo, atravesada por su propia imposibilidad. De este modo, el Saber Absoluto, es el momento final en el que el sujeto cae en la cuenta de que ya no hay un desarrollo ulterior, de que no va a encontrar el tesoro secreto de la verdad más allá de sí misma, y admite finalmente la limitación como tal. Por eso, el saber absoluto «no significa “saberlo todo”. Más bien significa reconocer las propias limitaciones»10, «es el reconocimiento final de una limitación que es “absoluta”, en el sentido de que no es determinada o particular, no es un límite “relativo” u obstáculo a nuestro conocimiento que podamos ver y encontrar claramente como tal». 

Desde este punto de vista, la Fenomenología del espíritu es la descripción o reconstrucción de cómo el sujeto, la conciencia, puede llegar a este punto. Se trata de mostrar cómo la conciencia realiza una y otra vez la misma operación fracasada: parte de un en-sí afirmado como Lo Real-en-sí, para darse cuenta de la imposibilidad de aplicar ese saber de forma absoluta por su pura inconsistencia (momento negativo del para-sí), y terminar reconociendo la mutua implicación entre el sujeto que sabe y aquello que es sabido. El Saber Absoluto coincidiría con el momento en que el sujeto cae en la cuenta de que siempre va a haber un límite para su experiencia, que siempre va a ser, por decirlo en lacaniano, un sujeto barrado, pues la conciencia está incluida inevitablemente en la escena, en el saber, no puede tomar distancia de las cosas y mirarlas como Otredades, sustancias. Dicho de otro modo, el Saber Absoluto es la experiencia final en la que el sujeto se topa con lo Real de Lacan, con la inconsistencia intrínseca de toda realidad, pues todo lo Real está atravesado por un elemento distorsionador que es precisamente el sujeto. No se trata del reconocimiento de que lo Real es una incógnita nouménica que está más allá de nuestra capacidad de conocer, y por tanto el hombre, en su finitud, no puede pretender alcanzar la realidad en sí y debe abrirse al Misterio, lo que constituiría una vuelta a la Religión que dudo que Hegel admitiese. Lo que ocurre, más bien, es la constatación de que eso Real es precisamente el obstáculo que desbarata todas nuestras representaciones, que su ser mismo es inconsistente: «lo real no está ahí fuera como una X inaccesible y trascendente que nunca es alcanzada por nuestras representaciones; lo real es aquí inconsistente, en cuanto obstáculo o imposibilidad que hace de nuestras representaciones algo fallido»11

A esto se refiere Žižek cuando señala que el Saber Absoluto es el Historicismo Absoluto. Es el reconocimiento de que no podemos salirnos del saber a la hora de tomar en cuenta las cosas, es decir, que no existe una posición de afuera y, por tanto, siempre que intentamos determinar algo nos encontramos inevitablemente con una inconsistencia, la inconsistencia de estar incluidos a nosotros en este saber, de ser siempre una “posición” de saber y no un Saber Absoluto. Es decir, cada vez que tomamos algo como una cosa dada, una realidad que está ahí, ésta finalmente se demostrará como imposible. El saber absoluto es, finalmente, «un nombre para la aceptación de la limitación absoluta del círculo de nuestra subjetividad, de la imposibilidad de salir de ella»12, es decir que «nuestro saber es irreductiblemente “subjetivo” no porque estemos separados para siempre de la realidad-en-sí, sino precisamente porque somos parte de esa realidad, porque no podemos salir de ella y observarla “objetivamente”»13.

El Saber absoluto no es, por tanto, el conocimiento del Todo, sino más bien, el conocimiento de que no se puede expresar el Todo subjetivamente. Es decir, que la posición desde la cual un sujeto puede decir: “he aquí la verdad Toda”, es imposible. Y su imposibilidad reside en que el conocimiento siempre es conocimiento para un sujeto, es decir, una radical Otredad. Por eso «nadie ha tenido ni tendrá jamás un conocimiento absoluto: pero no porque sea imposible saber de todo, sino porque cada presunto conocimiento, al enlazarse con otros, pierde justamente su pretensión de independencia»14. Así que cuando tratamos de llegar a la Verdad Toda, lo que descubrimos (y este es el impresionante resultado de la Fenomenología) es al sujeto que trata de determinar dicha verdad. 

Así, conectando con lo que decíamos más arriba, el Saber Absoluto es un Saber de sí, porque lo que descubrimos al tratar de conocer la Realidad, y tomarnos en serio esta pretensión yendo hasta el final, que es lo que hace Hegel, es que al término del proceso, lo que encontramos es la dimensión abismática del sujeto. Saber Absoluto no es Saberlo Todo, sino asomarse al Abismo desde el que se construye todo conocimiento. El mismo Hegel se refiere a lo Absoluto en la Fenomenología como «el abismo vacío de lo absoluto»15 y es más oportuno entenderlo no como «totalidad», sino en su sentido etimológico de «absuelto», lo que queda libre de cualquier limitación y determinación, es decir, lo puramente abismático. Y esta es la condición negativa de ser Sujeto. 

Ser Sujeto no es otra cosa que ser eso que es siempre lo Otro de sí, o lo que es lo mismo, una pura negatividad, un No-Ser. El sujeto no está en esta o aquella posición subjetiva (lo que en la Fenomenología son las distintas Figuras de la conciencia) de manera total, sino en el movimiento de ponerse como esto o aquello, como una determinación fija, que fracasa una y otra vez. El sujeto no puede identificarse con una sustancia, sino únicamente con el movimiento de ponerse como sustancia, como Otredad radical. Hegel mismo dice esto en el Prólogo (que como sabemos fue escrito al terminar el capítulo sobre el Saber Absoluto):
«La substancia viviente es, además, el ser que es en verdad sujeto, o lo que viene a significar lo mismo, que sólo es en verdad efectivo en la medida en que ella sea el movimiento del ponerse a sí misma, o la mediación consigo misma del llegar a serse otra. En cuanto sujeto, ella es la pura negatividad simple, y precisamente por eso, es la escisión de lo simple, o la duplicación que contrapone, la cual, a su vez, es la negación de esta diversidad indiferente y de su contrario; sólo esta igualdad que se restaura o la reflexión en el ser-otro hacia dentro de sí mismo -no una unidad originaria como tal, o inmediata como tal- es lo verdadero. Lo verdadero es el devenir de sí mismo, el círculo que presupone su final como su meta' 2 y lo tiene en el comienzo, y que sólo es efectivamente real por llevarse a cabo y por su final»16.
De este modo, el Saber Absoluto, en tanto que saber de sí, como reconocimiento de la Sustancia como Sujeto, es el saber de la Otredad Absoluta, un saber que borra todo conocimiento y lo disuelve en el abismo del sujeto que es la libertad incondicionada. Eso que en Lutero primero y en Descartes después, se podía identificar como un encuentro traumático con la libertad incondicionada del sujeto, se reconoce en Hegel no como un punto de partida, sino como un punto de llegada. Pero no como un final, sino como un comienzo. La Fenomenología describe la riqueza de figuras en la que el sujeto se ha reconocido exteriormente en la Historia, para reconocer finalmente que su ser está en el proceso constante de negarse a sí mismo en lo Otro, que «su meta es la revelación de la profundidad»17, es decir el profundo abismo de la noche de la autoconciencia. Hegel lo dice de manera sublime:
«En tanto que su compleción [La del Espíritu] consiste en saber perfectamente lo que él es, su substancia, este saber es su ir-dentro-de-sí en el que abandona su existencia [suprime todas las figuras en las que ha sido algo] y entrega su figura al recuerdo y la interiorización. En su ir-dentro de sí se ha sumergido en la noche de su autoconciencia, pero su desaparecida existencia está preservada dentro de esa noche, y esta existencia cancelada y asumida -que es la anterior, pero renacida a partir del saber- es la nueva existencia, un nuevo mundo y una nueva figura del espíritu»18

Y he aquí por qué, finalmente, la filosofía de Hegel no es la clausura asfixiante de la realidad en un sistema cerrado de conceptos, sino una apertura absoluta a un nuevo mundo: una vez que, al hacer memoria de lo que hemos sido, nos asomamos al abismo, a la idea absoluta de que la existencia no es el accidente de ninguna sustancia, sino la situación radical de que Dios ha muerto y en su lugar se ha puesto el No-ser del sujeto, la libertad sin asideros, la noche del mundo, entonces y nuevamente, todo está por decir. Hegel constata que el mundo moderno tocaba a su fin y algo radicalmente nuevo estaba por parirse, algo que aún se está pariendo lenta, pero inexorablemente. 



[1] Hegel, Fenomenología del Espíritu (Madrid: Adaba Editores 2010), p 65. Traducción de Antonio Gómez Ramos.
[2] Slavoj Žižek, Menos que nada (Madrid: Akal 2015) p429.
[3] Eugen Fink, Interpretaciones fenomenológicas de la Fenomenología del Espíritu (Barcelona: Herder 2011) p 44.
[4] Ibid 45. 
[5] Félix Duque, La era de la crítica (Madrid: Akal 1998) p 534.
[6] Ibid 535.
[7] Fenomenología del Espíritu p 907. 
[8] La era de la crítica p 534.
[9] Menos que nada p 430.
[10] Solomon, in the Spirit of Hegel, (Oxford: OUP, 1983) p639.
[11] Menos que nada p 432
[12] Ibid
[13] Ibid
[14] La era de la crítica p 534.
[15] Fenomenología del Espíritu, p 915. 
[16] Fenomenología del Espíritu, p 73. 
[17] Fenomenología del Espíritu, p 921. 
[18] Fenomenología del Espíritu, p 919. 


sábado, 21 de mayo de 2016

La silla.
Óscar Sánchez Vega


Encuentro profundamente conmovedora la imagen que encabeza este texto. Aparentemente no hay nada excepcional en ella: es un aula al final de la jornada escolar. Pero a poco que nos fijemos hay algo que destaca: esa silla que no está donde las demás, esa silla que no descansa sobre el suelo sino que está encima del pupitre. Aun así, a primera vista, no hay nada turbador o emotivo en la imagen. Para que la imagen revele lo que hay es preciso una narración que otorgue un sentido a la misma. Por lo demás la narración es muy prosaica: a principios del curso todos los profesores insistimos en que, para facilitar el trabajo de las limpiadoras, los alumnos deben colocar la silla encima de la mesa al final de la jornada. Las primeras semanas la norma se cumple pero, poco a poco, de manera paulatina, algún estudiante no levanta su silla y algún profesor, entre los que me incluyo, deja de reprochárselo. Días más tarde la mitad de la clase no lo hace y finalmente todos, alumnos y profesor, salen pitando del aula cuando suena el timbre que anuncia el término de la jornada.

Algo debemos estar haciendo mal en el instituto porque es precisamente en los últimos cursos de la etapa educativa cuando este proceso degenerativo avanza más rápidamente. Mientras que muchos alumnos de 1º de la ESO cumplen con la rutina impuesta durante todo el curso, los alumnos de 2º de Bachillerato ni siquiera llegan a establecer el hábito... aunque el término “rutina impuesta” puede resultar equívoco. Sospecho que muchas de las normas habituales de un centro de enseñanza tienen como fin último amansar, domesticar a los jóvenes para que estén preparados cuando llegue el momento de su inserción en lo que Foucault denominó "sociedad del control". Es preciso que los futuros operarios acudan puntualmente al trabajo, permanezcan sentados, no salgan del aula, no jueguen con el balón fuera de las zonas acotadas, no acudan a la cafetería en otro horario que no sea el recreo, etc. Es natural que el mundo de la vida genere espontáneamente resistencias contra todo el entramado burocrático que amenaza con aplastar todo impulso vital. Pero la norma que estamos comentando no es de esta guisa, lo que se ventila aquí no es obedecer una norma impuesta por la autoridad sino tener un gesto de deferencia hacia personas con las que convivimos cotidianamente.

Pues bien, este año tengo un 1º de Bachillerato que parece seguir la evolución habitual: aproximadamente a partir de Noviembre las sillas permanecen en el suelo al término de la última hora, en buena parte por mi culpa, porque por fatiga, despiste y dejadez he dejado de insistir sobre este asunto. Pues bien, estamos acabando el curso y una alumna, día tras día, durante meses, sin que nadie más la secunde, al final de la jornada recoge sus cosas y coloca la silla sobre el pupitre. Lo hace sin darse importancia, sin esperar nada a cambio. Su hábito no es, o al menos no parece ser, un gesto de superioridad moral, un silencioso reproche a hacia sus perezosos compañeros o hacia este desidioso profesor. Lo hace sin pensar, lo hace, simplemente, porque es lo correcto.

Me pregunto qué será de ella cuando sea adulta. Me pregunto quiénes de su generación asaltaran las más altas instituciones del Estado cuando les llegue la hora. Me pregunto cómo fue la adolescencia de los prebostes y jerarcas que hoy están en la cumbre de la pirámide social: si eran de los que dejaban la silla en el suelo o la subían al pupitre. Estas son naturalmente preguntas retóricas, creo conocer la respuesta... por eso me conmueve la imagen.