Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

domingo, 14 de junio de 2015

Up in the Air.
El sujeto en el espacio moderno.
Eduardo Abril Acero

En “Construir, habitar, pensar” Heidegger abre una reflexión que estaba en el origen de la modernidad, la relación entre el hombre y el espacio. En “El discurso del método” Descartes ponía hegelianamente el punto de partida: el espacio es ese “en sí” que está ahí, un vacío extenso que nos interpela a ocuparlo con nuestro quehacer. No es baladí que el mismo Descartes ya en estas páginas proponga todo un programa de reordenación del espacio en el que éste ha de ser tomado como una cuadrícula para que los ingenieros y arquitectos, obren como creadores ex nihilo proyectando y levantando ciudades racionales, ordenadas, acordes a la planificación racional. Un siglo después estas ciudades de la imaginación empezaron a ser levantadas, y un poco después ya se derruían amplios barrios de viejas ciudades para erigir en su lugar todos estos delirios racionales. La reflexión de Heidegger en esta obra es abiertamente anticartesiana: si Descartes piensa que el espacio es algo pre-existente al sujeto, dispuesto ahí como una sustancia inerte y extensa habilitada para la imaginación humana, Heidegger nos dice que el espacio se da en el modo de la co-pertenencia entre el hombre y el mundo, de tal forma que no hay un espacio previo al habitar humano, sino que es este mismo habitar el que abre el espacio. Lo que trata de resaltar Heidegger es el hecho de que cuando Descartes está pensando en el espacio como ese ente vacío, disponible para la planificación, en realidad ya lo está habitando. Ese modo de pensar el espacio es ya una forma de abrirlo en una co-pertenencia entre el hombre y el mundo. Para que esto se entienda mejor me voy a referir a uno de los pasajes de la Fenomenología del Espíritu, el pasaje del “Alma bella”. La posición del alma bella es la del sujeto que se concibe a sí mismo como el contrapunto del mundo: por un lado el mundo es un espacio de maldad y desorden, y por el otro está él mismo, como un ser espiritual y bondadoso. Lo que nos dice Hegel es que este antagonismo es meramente aparente. Ocurre más bien que no hay contrapunto sino que ambos momentos se co-pertenecen. El “alma bella”, para poder efectuar su papel de víctima frágil, de inocente y bondadosa, postula este mundo malvado que no es más que el espacio respecto del cual el sujeto puede conservar la fantasía de su inocencia. Zizek en “El objeto sublime del la ideología” compara la posición hegeliana del Alma Bella con la figura bien reconocible de la “madre sacrificada”, esa madre letánica que se anula a sí misma en pro de su nido y acompaña esta renuncia con una incesante queja acerca de su constante entrega. Zizek con su ojo psicoanalítico habitual nos dice aquí que esta mujer estaría dispuesta a renunciar a todo salvo a una cosa, al propio sacrificio. Su posición de renuncia es lo que confiere consistencia a su subjetividad y ésta sólo es posible en un mundo que la obligue a renunciar a todo. Si de pronto la vida le sonriera y sus hijos o su marido no necesitasen de su entrega, su posición subjetiva se derrumbaría.

Pues bien, con Descartes ocurre más o menos lo mismo: el espacio es pensado como ese contrapunto sustancial opuesto al sujeto, independiente de él y habitado como el ámbito de su imaginación, solamente porque es -dicho hegelianamente- su propia objetivación. Res cogitans y Res extensa no son más que los dos aspectos de una realidad que se co-pertenece. El espacio vacío cartesiano no es más que el Dasein del sujeto cartesiano, su correlato objetal, el modo propio de habitar del Cogito. No resulta sorprendente ahora que, paralelamente al sujeto cartesiano, un sujeto puramente negativo, vacío completamente de contenido que se reconoce a sí mismo en el puro gesto formal intuitivo de propio reconocimiento, se dispone un espacio sin cualidades, indistinguible en sus partes, carente de cualquier contenido.

Y a partir de aquí el análisis de este “habitar moderno” puede hacerse en dos tramos. El primero, un tramo más transitado es el que ha recorrido Heidegger (y otros), el segundo que comienza donde acaba este primero, es el tramo que a seguido el psicoanálisis lacaniano.

Comienzo por el primero. La pregunta era ¿cómo es ese habitar moderno del espacio vacío? Heidegger nos contesta en su obra ya citada que es un habitar-construir técnico. Aquí habría que señalar que en esta co-pertenencia entre el espacio vacío y el sujeto moderno se da la relación que hay entre el ingeniero y el plano. El sujeto cartesiano dispone el espacio como un gran cuadrícula precisamente porque su “alma” es la del ingeniero. Aquí habría que señalar entonces que el Cogito no es un ser tan negativo como parece, no es una pura vacuidad, sino que ya tiene un contenido, es un “calculador”. En su condición de calculador dispone un mundo calculable, igual que el “alma bella” necesita del malvado mundo. Heidegger nos dice que Descartes no se pregunta realmente por el ser del mundo, sino que partiendo de una específica posición subjetiva, la del matemático que calcula, determina cuál es el ser del mundo, que es precisamente aquello que puede ser determinado y pensado en las matemáticas. Con esto Heidegger nos está diciendo que Descartes no está pensando realmente el ser de lo mundano, sino que únicamente está articulando un modo se ser-en-el-mundo previo, una precomprensión previa y desde la cual Descartes está construyendo su pensamiento.

En este sentido es en el que Heidegger denuncia en su obra la construcción indiscriminada de viviendas en Alemania tras la guerra, como si el problema no fuera más que un problema técnico-matemático. Cómo hacen falta viviendas, lo que hay que hacer es rentabilizar el espacio de forma que este sea ocupado lo más eficazmente, mediante viviendas-colmena en el que ubicar espacialmente la población. Este problema que destaca Heidegger no es más que uno de los grandes problemas del urbanismo del siglo XX, la idea de que de lo único que se trata es de ordenar el espacio eficazmente para ocuparlo eficazmente, esto es, como un mero problema técnico. Heidegger ve cómo detrás de este problema de ingeniero en realidad se oculta un modo de habitar la tierra que prácticamente hace imposible el propio habitar. Un espacio inhabitable, no es solamente un edificio viejo y defectuoso que puede derribarse para construir otro mejor en su lugar, sino que, puesto que construir es un habitar, y habitar es el modo como el hombre abre el mundo, el modo como el hombre es-en-el-mundo, esto es, comprende el mundo y se dispone junto a las cosas comprendiéndolas, construir de esta forma denota ya un hombre que ha dejado de ser hombre, aquel que abre el espacio y habita lugares, y comienza a ser un no-hombre.

El espacio como pura extensión de la modernidad que Descartes propone, corresponde a un habitar mucho más solitario en el que la comunidad desaparece. En lugar de esas ciudades con callejuelas retorcidas, donde las casas aprovechan los antiguos muros de defensa para sostenerse, y los mercados aparecen por el trasiego humano, Descartes propone la ciudad trazada en el boceto del arquitecto solitario, que hace surgir una ciudad a partir del espacio vacío del papel en blanco. Un espacio abstracto y vacío sobre el que opera el geómetra y el arquitecto con su escuadra y su cartabón. El mundo como extensión es algo carente por completo de significatividad, algo de lo que puede disponerse a antojo en la imaginación del ingeniero, trazando avenidas amplias, carreteras rectas y rápidas, edificios funcionales, una red de aeropuertos conectados por un espacio invisible monocromático .

El París de Haussman es un ejemplo de esto, una ciudad majestuosa diseñada en un estudio de arquitectura, y frente a la cual a veces el visitante pierde la noción del tiempo, pues el sucederse de las avenidas exageradas, y los edificios con sus tejados uniformados y sus fachadas repetidas, hacen que uno no sepa si va de un sitio a otro, u ocupa siempre el mismo lugar. Algunos arquitectos como Garnier, criticaron en la época, la sofocante monotonía de el nuevo París que estaba surgiendo de la remodelación de Haussman. Tal planificación no puede ser considerada ya como una mera reordenación urbana en aras de una ciudad más eficaz, sino que hay que tomarla como lo que es, un síntoma de todo un proyecto de habitar la tierra que coincide con el proyecto metafísico-cartesiano y que, como tal se despliega no sólo en un modo de construir, sino en un tipo de hombre, un estado político, y todo lo que conlleva lo abierto de un mundo.

La reestructuración de Haussman sigue punto por punto el proyecto cartesiano de espacio, por más que Descartes se cuidara en el Discurso de no pasar por un revolucionario que quería un cambio total. Igual que el filósofo francés derribaba el edificio del conocimiento, erigido mediante un trabajo de siglos en la comunidad de los hombres, para erigir uno nuevo sobre cimientos firmes donde el elemento comunitario ya carecía por completo de sentido, en París se derribaron miles de edificios que el trasiego de los hombres había levantado y mantenido largamente, pues el trazado medieval se mantenía prácticamente inalterable desde el siglo XIII, para erigir una nueva ciudad que ya no estaba hecha, o pensada en un sentido heideggeriano, para el habitar comunitario. Sin ningún respeto por ese habitar que había erigido lugares, plazas, mercados, conectados unos con otros en el cotidiano existir, Haussman operó como el arquitecto del que habla Descartes, desde la soledad de su estudio y sobre el papel en blanco, símbolo del único atributo concedido al mundo moderno, la extensión. Felix Duque ha señalado cómo estos nuevos espacios se concebían como “plazas-vacío”, imposibles de transitar y habitar, donde la amplitud forzada de las distancias impedía el encuentro y el intercambio. Más bien parecían lugares pre-pensados para que fueran tomados posteriormente por el tráfico, en donde los únicos acontecimientos comunitarios podrían ser los desfiles militares, o los paseos de los autobuses turísticos ocupados por turistas enchufados a auriculares que dispensan textos enlatados. Este mismo proceso que inicia París sería seguido por docenas y docenas de ciudades europeas que derribando edificios y reordenando espacios, terminarían por vaciar de todo rasgo de vida los centros históricos de las ciudades.

No obstante la planificación total del espacio urbano se va a llevar a cabo tras la Segunda Guerra Mundial en la que las bombas habían querido que docenas de ciudades europeas se hubieran convertido en extensos solares, por fin cuadrículas dispuestas para el diseño planificado. Aquí es donde hay que situar el texto heideggeriano, pues como él señala, la excusa de la carencia de viviendas va efectuar de manera descarnada el proyecto del racionalismo moderno, llevando al paroxismo la planificación del espacio sobre el plano. Las New towns inglesas van a ser el modelo para todas las reconstrucciones. Consistían en construcciones tipo colmena donde el criterio era el aprovechamiento máximo del espacio y de los recursos al tiempo que se conectaban con los centros de trabajo, como si se tratase de las baterías suministradoras de energía (humana) en una gran máquina. En estos barrios las casas de cada calle repetían las de la calle anterior. El individuo inevitablemente perdía la orientación ya que todo resultaba igual e indistinguible, lo que hacía necesario marcar las calles con números o letras. En el París monótono de Haussman al menos la monotonía era de fachadas labradas y de jardines y monumentos, pero aquí todo queda subsumido bajo la pura indistinción de colores y materiales, donde cualquier esquina es igual a cualquier otra.

Tales construcciones cumplían su cometido de alojamiento, pero resultaban un desastre desde el punto de vista existencial. Los nuevos barrios eran monótonos, feos, aburridos, deprimentes, incómodos, desoladores y fueron finalmente la causa de un deterioro social imparable. Allí se acumulaba la segregación, la marginalidad, la delincuencia, el desarraigo, lo que hacía imposible el surgimiento de una comunidad real. Maderuelo1 señala que en algunos casos el problema llegó a ser tan acuciante que se tomaron decisiones drásticas, como es demoler barrios enteros, en los que ya no era posible ningún tipo de abordaje, ni policial, ni social ni educativo. Es el caso de el Pruitt Igoe Housing de St Louis que fue demolido hasta la última piedra en 1972, y supone el paradigma de la inhabitabilidad del construir técnico moderno.

Para corregir estos problemas en el diseño de las neociudades posteriores, por ejemplo las últimas villes nouvelles en el área periurbana de París se han insertado casi artificialmente elementos conformadores de significatividad, como queriendo crear artificialmente y forzadamente lo que generalmente produce el tiempo y la convivencia de comunidades reales: plazas peatonales, espacios ajardinados, murales, esculturas, cambio en la textura de los pavimentos, variedad de colores y formas en las construcciones... etc. Sin embargo, el resultado no ha sido que se generen en esos espacios comunidades reales, sino que, a lo sumo se han gestado enormes barrios-dormitorio en los que falta una comunidad real y los habitantes se relacionan con su entorno con extrañeza y lejanía.

Lo que nos estaría diciendo Heidegger es que este modo de erigir ciudades, cuya esencia se oculta bajo la inocente fórmula del “problema técnico”, es también un modo de ser-ahí del hombre. Decíamos inicialmente que este modo de ser es el del “ingeniero”, pero en la mirada de estos entornos no descubrimos matemáticos caminando por las calles entre los edificios-colmena, sino un tipo muy distinto y mucho más gris de hombre. Para comprender esto merece la pena que acudamos a otro texto de Heidegger y conectarlo con este análisis: “La pregunta por la técnica”. Allí nos dice que la técnica es un modo específico de “desocultamiento”, esto es, de “hacer aparecer”. ¿Que es lo que desvela la técnica moderna? La respuesta de Heidegger surge de la bella descripción, tan citada, de la central eléctrica sobre el Rihn: La central hidroeléctrica ya no está construida en el río como el viejo puente medieval, que junta una orilla con la otra, y hace aparecer un paraje humano (comunitario), es más bien la corriente la que está construida en la central, es la central la que hace aparecer algo así como el río. Pero éste ya no es un discurrir de agua que atraviesa campos, ciudades y permite que un puente acerque sus dos orillas. Ahora sólo es disponibilidad absoluta de la corriente. Esta técnica, por tanto, está haciendo aparecer un extraño lugar que poco tiene que ver ya con el paraje humano, puesto que prescinde de toda significatividad, de todo habitar humano en el que los hombres políticamente hacen su vida, cruzando de una orilla a otra o bajo la claridad de la luz filtrada por las vidrieras de la catedral. En su lugar lo que aparece es lo que ahora Heidegger llama existencia2 y que nosotros entendemos como “mercancía”, algo que está ahí al modo de la reserva, siempre a disposición de su requerimiento, uso y gasto. Como sabemos porque así nos lo enseñó Marx, una mercancía es un objeto absolutamente intercambiable por otro, cuyo valor no viene dado no por su uso, esto es, por su funcionamiento en el mundo de los hombres (valor de uso), sino por su referencia a otra “mercancía”, el dinero (su valor de cambio). O lo que es lo mismo, una mercancía es aquello que puede ser reducido a un mero apunte contable, algo disponible siempre para su gasto y su intercambio en el que las cosas mismas no importan dado que unas se sustituyen rápidamente por otras.

De la existencia sólo se requiere que esté disponible para su gasto. Sería absurdo decir que la catedral de Chartres es intercambiable por la de Burgos o vale para lo mismo, es un lugar semejante, por eso en una acción ciertamente melancólica, alemanes y franceses, tras la Guerra mundial, reconstruyeron piedra a piedra sus puentes y catedrales, pero no hicieron los mismo con las fábricas y las carreteras, puesto que los primeros abrían un mundo de significatividad (y que melancólicamente ahora querían infructuosamente recuperar) y los segundos, carentes de significado para la vida comunitaria, eran fácilmente sustituibles por carreteras y fábricas más modernas3. En el mundo abierto por la tecno-ciencia, esto es, la metafísica cumplida, “se hace ilusoria toda relación con la realidad que no sea su aseguramiento y control. No hay ya más que una forma de manifestarse las cosas.

Pues bien, si consideramos este “construir” del que habla Heidegger en “Construir, habitar, pensar” con la técnica moderna a la que se refiere en esta otra obra, vemos que estos espacios invivibles de los que hablamos y que constituyen el Dasein del hombre contemporáneo remiten a esto mismo: la disposición del ser humano como un ente puramente intercambiable por cualquier otro, medible en términos monetarios como “recurso humano” y apilable en gigantescas ciudades-colmena para estar siempre a disposición de la pulsional máquina técnico-capitalista.

Hasta aquí llega la lectura heideggeriana, el primer tramo del recorrido que parte del Cogito cartesiano. Pero esta lectura no es completa, no alcanza a ver el núcleo del problema y muestra una inconsistencia que nos impulsa a seguir avanzando: Heidegger acertadamente parte de la idea de que el espacio de la modernidad es en sí un modo de habitar la tierra, el perfecto complemento del Cogito, mostrando que cada uno de los dos polos presupone el otro. El concepto heideggeriano de Ser-en-el-mundo indica precisamente esto: no hay tal sujeto, estamos desde siempre ya inmersos en un mundo, comprometidos con un proyecto existencial. El proyecto existencial de la modernidad es el de esta copertenencia entre el Cogito y el espacio-vacío. Pero Heidegger se apresura al atribuir un contenido positivo al cogito cartesiano, identificándolo con el pensar matemático-calculador. El sujeto, en tanto que la posición del ingeniero toma el espacio como una pura sustancia extensa vacía en donde desarrollar sus cálculos. Pero esta no es la situación que Heidegger describe en las dos obras mentadas en la que la posición del sujeto está muy lejos de ser la del matemático al que se refiere el Cogito cartesiano, sino que este parece un guiñapo, una mercancía al servicio del desarrollo técnico-científico. Sucede aquí una especie de contradicción dialéctica hegeliana: primeramente se postula el en sí del Cogito, como puro pensamiento matemático que opera en el espacio-vacío de su imaginación, pero cuando efectivamente lo hace, la verdad de éste se revela como su negación, ser un puro punto insignificante en ese espacio geométrico que se desarrolla autónomamente de acuerdo a sus propias reglas deductivas: una mercancía más. Faltaría aquí el tercer momento de la reconciliación, la negación de la negación, en la que hacemos la experiencia de que la negación de la tesis, la del sujeto cartesiano, es precisamente la condición de su propia existencia. Pues esto es precisamente lo que hace Lacan (y destaca brillantemente Zizek en varios de sus libros).

En los Ecrits, Lacan nos dice que el sujeto del inconsciente freudiano es el mismo que el sujeto cartesiano. Esta puede parecer una paradoja por cuanto solemos considerar que el sujeto cartesiano es el de la plena autoconciencia de sí, completamente transparenta, mientras que el sujeto del inconsciente freudiano, ese ello distinto de mí mismo, nos es completamente inalcanzable. Sin embargo si lo miramos de cerca la distancia entre Freud y Descartes se acorta considerablemente. Para Lacan el sujeto es eso que carece de identidad, que está debajo de todas las identidades positivias que nos damos y que, en su negatividad, las soporta. Dicho de otro modo: el sujeto es ese ello imposible de atrapar por ningún significante. Todo significante, toda identidad positiva se revela a la postre como una identidad fracasada en la que el sujeto no logra reconocerse. Cada “apuesta”, por así decirlo, por identificarnos con una designación, porque nuestro “yo” ocupe el lugar de una significación y nos otorgue un lugar preciso en el mundo es siempre una apuesta errada y fracasada. Las repetidas caídas en ese intento por encontrar esta designación, nuestro lugar en el mundo, no vienen motivadas por lo amplio del objetivo, como si ningún significante estuviera a la altura de el núcleo vital del ser humano (esta sería la posición de Nietzsche, quien consideraba que el lenguaje erraba porque la vida lo sobrepasaba todas las veces y también de todo el movimiento de la New Age que busca reconectarnos con la madre naturaleza desde nuestro deambular desorientado moderno). La razón de por qué el significante falla a la hora de designar al sujeto y encontrar su lugar efectivo en el mundo es porque el lugar del sujeto es un lugar vacío, un agujero insondable, una pura negatividad. Esta negatividad no se puede designar, pero sí se puede circunvalar. La historia de cada sujeto es la historia de los sucesivos fracasos en la búsqueda de una designación adecuada, donde las sucesivas fallas van delimitando el lugar vacío del sujeto, el agujero que es él. Pues bien, y es aquí donde hay que conectar de nuevo con Descartes: ese puro vacío, ese agujero sin determinaciones no es otra cosa que el sujeto cartesiano. Por eso se equivocaba Heidegger al identificar apresuradamente el Cogito con un modo de pensamiento, el matemático. Antes del homo-calculator lo que hay es una pura nada, un puro abismo que más tarde Hegel llamará “La noche del mundo”. El Cogito, tal como lo describe Descartes en el Discurso del Método, es un Cogito sin cogitaciones, un puro pensamiento que no piensa nada y no puede ser pensado de otra forma que como abismo. Es en un segundo paso cuando el horror de ese agujero le hace al sujeto positivizarse en un pensamiento, y es cuando vemos a Descartes correr desesperadamente en el Discurso al encuentro de las ideas innatas, a saber, las matemáticas. El discurso matemático-deductivo cartesiano aparece como el intento de tapar, Freud diría de “reprimir” ese surgimiento abismático de la subjetividad en sí.

Y es ahora, en este segundo tramo, cuando verdaderamente podemos comprender de qué modo se co-pertenecen el sujeto cartesiano y el espacio de la modernidad. El uno refleja al otro en su absoluta vacuidad, el espacio vacío geométrico de la ciencia y el proyectar moderno, no es sino el ser-ahí del sujeto cartesiano, y la razón por la que toda designación de “hombre moderno”, da igual que digamos calculator o meros recursos humanos, mercancías disponibles para la producción, pues estos nombres y sus correspondientes lugares en la red socio-simbólica, solo ocultan el agujero del sujeto. Por eso, lo que Heidegger o los estructuralistas no pueden explicar es por qué en las ciudades-colmena pensadas para suministrar pilar humanas para la industria, en lugar de uniformados trabajadores que acuden ordenadamente a sus puestos en la maquinaria de producción, lo que aparecen son parias, delincuentes, y nihilistas carentes de ningún sentido de la identidad colectiva y apegados a significantes, cuando menos, confusos y frágiles (Freud vería aquí un poderoso campo para la esquizofrenia). El sujeto cartesiano no termina de encajar en ese mundo ordenado, de pura claridad, que parecía proponernos Descartes con el desarrollo de la razón. Es más, cuanto más “racionales” son los espacios, más se agudiza la contradicción. Tal vez, como ha señalado Zizek, Descartes fuera capaz de atisbar este mismo problema y por eso complementó su filosofía con una ética extraña en la que el sujeto tiene como primera máxima “obedecer las leyes y costumbres de su propio país”.

Más allá de estas ciudades-colmena en la que la contradicción es evidente, podemos pensar en otros espacios más propios de la modernidad que los de la fábrica y el suburbio. Una película del 2009 de Jason Reitman nos puede valer para pensar de nuevo el espacio desde este matiz introducido por Lacan: Up in the air. En esta película Reitman cuenta la historia de Ryan Bingham, un ejecutivo que viaja por todo el país contratado por distintas empresas para despedir a sus trabajadores y así ahorrar a los directivos de esas empresas a echar a sus propios empleados. La vida de Bingham es, en principio, lo más deprimente que uno pueda pensar: aunque viaja por todo el país, no hace más que gastar su tiempo en lugares que siempre son repetidos, imposibles de diferenciar unos de otros: la firs class de aviones, las salas de espera en aeropuertos, los controles de seguridad, hoteles de cadenas casi un calco unos de otros... etc. Sus relaciones interpersonales no van más allá de repetir mecánicamente la misma fórmula, el mismo dialogo con azafatas, camareros, maitres, recepcionistas, agentes de check point, incluso con los trabajadores que tiene que despedir repite una y otra vez casi las mismas palabras y el el mismo orden. Pese a tener un constante intercambio con todo tipo de personas, su vida es solitaria hasta el paroxismo.

Marc Auge ha llamado a todos esto lugares en los que el sujeto tiene una experiencia des-localizadora “No-lugares”. Y en su libro señala cómo algunos de los “no lugares” más evidentes son los del espacio del viaje, aquellos en los que el fondo no es más que una especie de “decorado falso” sobre el que destaca el aislamiento y la falta de suelo del sujeto contemporáneo. El espacio del viajero sería, así, el arquetipo del no lugar”4. Auge nos ayuda a comprender cómo el sujeto en estos espacios no es más que una entidad abstracta, sin contenido positivo alguno, y que sólo adopta una identidad positiva en los procesos de control, aún cuando esta identidad no va más allá de un número de pasaporte o el nombre de socio de un business club. Un elemento central en la película es, precisamente, como el personaje, Bingham, mantiene una relación casi más apasionada con sus “identificaciones” en forma de tarjetas que casi con seres reales de carne y hueso. Es más, su proyecto vital más importante, aquel en el que se reconoce a sí mismo, es el de conseguir una “tarjeta de viajero frecuente” de la aerolínea con la que viaja que sólo han llegado a conseguir siete personas a parte de él. No importa si esas personas habían sido médicos que viajaban por el mundo salvando vidas, o inventores que venden sus patentes por todo el país. Los contenidos positivos de la identidad son despreciables, lo único que importa es haber estado metido durante diez millones de millas dentro de un avión en vuelo, esto es, ser un puro ser abstracto cuya única identificación es pasar por los lugares de registro. En los aeropuertos, hoteles, aduanas, restaurantes de comida rápida o supermercados ocurre exactamente lo mismo: las personas son entidades abstractas y solitarias, indiferenciables unas de otra que sólo cobran su identidad individual en el momento del control de pasaporte o en la línea de caja con la tarjeta de crédito. Auge lo dice con claridad “Cuando el usuario del supermercado paga con tarjeta manifiesta su identidad , y está obligado a probar su inocencia de antemano. Acceder a un no-lugar equivale a la puesta en marcha de un contrato [...]. Pero su identidad habitual se libera y pasa a ser una identidad puramente abstracta, limpia, libre de pecado, fuera de toda comunidad, se convierte en un pasajero, cliente o conductor. Sólo encuentra su identidad en el control [...]. El espacio del no lugar no crea ni identidad singular ni relación, sino soledad y similitud”5.

En la película, en un momento dado, por unos reajustes de estrategia, la empresa decide que Bingham y otros dejarán de volar y harán su trabajo desde su despacho en sus ciudades de origen. Bingham frente a la posibilidad de dejar de ser ese ser abstracto y en tránsito de un aeropuerto a otro, siente pánico, pues su identidad peligra y trata de buscar una salida. Tal vez sea el momento de sentar cabeza y fundar una familia, poner los pies en la tierra y lograr una identidad “real”, más allá de la repetición incesante de lugares intercambiables. Entonces decide “tirarse a la piscina” con Vera Farmiga, otra viajera abstracta con pasión por las business cards con la que lleva tiempo manteniendo una relación en los cruces de aeropuertos. Pero su fantasía se desploma al descubrir que Vera ya tiene esa familia, un esposo y unos preciosos niños y comprende finalmente que su lugar, el sitio donde realmente es él, es “arriba en el aire”, siendo un ente abstracto desapegado del mundo, sin comunidad, sin pasado, sin costumbres y sin identidad: el sujeto de la modernidad en su espacio propio, tal cual.



1 Maderuelo, Javier . La idea del espacio en la arquitectura y arte contemporáneos (Madrid: Akal 2008) 168.
2¿qué clase de estado de desocultamiento es propio de aquello que adviene por medio del emplazar que provoca? En todas partes se solicita que algo esté inmediatamente en el emplazamiento y que esté para ser solicitado para otra solicitación. Lo así solicitado tiene su propio lugar de estancia, su propia plaza. Lo llamamos las existencias. La palabra dice aquí más y algo más esencial que solo “reserva”. La palabra “existencias” alcanza rango de título. Caracteriza nada menos que el modo como está presente todo lo que es concernido por el hacer salir de lo oculto”  Martin Heidegger. “La pregunta por la técnica” en Conferencias y artículos (Barcelona: Serval 1994) 19.
4 Marc Auge. Los no lugares (Barcelona: Gedisa 2000) 91.
5 Marc Auge. Los no lugares (Barcelona: Gedisa 2000) 106

viernes, 29 de mayo de 2015

La "Pitada" y los "Buenos súbditos".
Eduardo Abril Acero

Hay algo profundamente paradójico en todo este embrollo de la pitada al himno en la final de Copa. De todos los elementos que forman parte de algo así como la estructura de la institución del fútbol “nacional”, lo único que va a ser pitado y rechazado como una agresión es un himno, esto es, una pieza musical, sólo eso. Vale que no es “cualquier” pieza musical, sino uno de los símbolos identificativos del estado, su semblante acústico podríamos decir. Pero aún así, si de lo que se trata es de rechazar un “estado injusto”, resulta paradójico que el acto de “rebeldía” en este caso consista en la ejecución de otra pieza musical, la de una sonora pitada. Tanta música y tan poco de todo lo demás, más allá de un “acto de rebeldía” contra el poder, cobra la cómica forma de una actuación con el poder. Por qué no, por ejemplo, no acudir al campo, o negarse a que el equipo propio juegue una competición con un nombre tan marcadamente político: “Campeonato de España y Copa de Su Majestad el Rey de Fútbol”. Nótese que en la denominación de la competición se nombra al estado por sus dos nominaciones más significativas: “España” y “Rey”, aunque si bien hay cierta ambigüedad acerca de qué rey es, si el Rey de España o el “Rey de futbol”. El nombre de la otra gran competición nacional es mucho más aséptica “Liga de fútbol profesional” (LFP). La competición es pura política, el nombre ya lo deja claro, es el campeonato del Rey, el cual es el símbolo más alto del Estado y de su unidad, así que los que consideran al Estado y su unidad como una afrenta tienen toda la razón en oponerse a esta competición. Pero deberían oponerse con virulencia y negarse directamente a que sus equipos formasen parte de esta competición. Pero en lugar de eso, de manera paradójica y extraña, la protesta toma la única forma de rechazo a una pieza musical. 

Y parece que esta descripción no va muy desencaminada y la cosa ciertamente sí que va de música porque en los últimos días algunos políticos y “mandamases” han apuntado a que una posible solución del problema sería ampliar el repertorio, es decir, que sonasen más piezas, vaya: el himno de Cataluña y el himno de Euskadi. Siguiendo con esta lógica uno se imagina una situación en la que no sólo las “Nacionalidades históricas” sino que también las provincias, o incluso los jugadores extranjeros o los espectadores reivindicasen que se les tuviera en cuenta musicalmente. El resultado sería, seguramente, que la final de la Copa se transformaría en una especie de “Primavera Sound” folclórico con un partido de futbol de colofón para cerrar el evento. Y tal vez, visto así, algo que ganaríamos todos. Por hacer una analogía de lo absurdo que puede parecer esta situación, aunque a fuerza de repetirse ya lo veamos como normal: es como si un sujeto profundamente anticlerical, consciente de la impostura religiosa, acude cada domingo a misa, comulga y cumple con sus deberes cristianos, pero cuando el coro de “beatos” sale a cantar la ñoñería esa de “Señor has llamado a mi puerta….”, levantase su más airada protesta interrumpiendo la canción. Más tarde, fuera de la iglesia defendería como razonable que el problema se acabaría si además de canciones beatas, sonasen otros temas de grupos anticlericales. Tal vez así, acudiría a la iglesia con más alegría (añado a esto que si fuera así, yo sería el primero en ir cada domingo a misa).

Una forma de comprender este sinsentido es mediante un concepto del filósofo Slavoj Zizek, la noción de des-identificación. Zizek señala que la ideología no funciona mediante la plena identificación de los sujetos con los contenidos y mandatos del poder, sino que, por el contrario es necesaria cierta distancia entre el sujeto y el poder que le permita a éste no “incluirse” como uno de los “súbditos obedientes” de esa estructura pero, aún así, actuar como si lo fuera. Es más, nos dice Zizek, es precisamente esta distancia, esta des-identificación con las estructuras de poder, lo que convierte al sujeto en un individuo plenamente ideologizado que, por un lado reniega del poder, pero por el otro cumple uno a uno todos sus mandatos. En este caso que estamos tratando, tendríamos que comprender en qué consiste el elemento ideológico que lleva a un sujeto a poder ser considerado un “buen español”, esto es, un súbdito fiel de la corona, que obedece los mandatos simbólicos del poder y lo sostiene económica y efectivamente. Se trata de adoptar una identidad simbólica que te haga parte de una comunidad para que, en cierta forma, ella “actúe a través de ti”. Pues bien, siguiendo la lógica de Zizek, la mejor ideologización de un sujeto “español” no consistiría en aquel que, plena y conscientemente, se identifica con los valores y estructuras del poder, se reconoce en su historia y hace propios sus símbolos, sino en aquel que mantiene cierta distancia des-identificadora y, al tiempo que mantiene una actitud de rebeldía inocua, acepta todos los puntos del mandato. El primer caso podría ser eso que tan comúnmente llamamos “facha” en este país, mientras que el segundo va más en la línea del “espectador medio” que pitará el himno en el Camp Nou y, si es el caso, se irá a casa emocionado porque su equipo ha ganado el “Campeonato de España y Copa de Su Majestad el Rey de Fútbol”. Y, aunque suene a tópico vulgar decirlo, no estaré muy lejos de acertar si digo también que son los sujetos del primer tipo los que se abren cuentas en Suiza y escamotean sus deberes ciudadanos, al mismo tiempo que se identifican con los símbolos y valores del Estado. En cambio son del segundo tipo los que hacen funcionar perfectamente la maquinaria del poder comportándose como “buenos ciudadanos”, también en la misma medida en que consideran al poder como algo ajeno y opresivo.

Para que lo veamos más claro Zizek recurre al cine como es habitual en él, mostrándonos en ejemplos el funcionamiento de esta fantasía ideológica. Una de las películas que usa, que fue también serie de televisión, es la de Mash, en la que se ve con claridad cómo trabaja la ideología. En Mash, un grupo de médicos militares se enfrentan al día a día de un hospital de campaña en plena Guerra de Corea. La actitud de los médicos es también paradójica: pese a que son militares y no están obligados a estar en esa guerra, adoptan una actitud irónica y crítica frente a esa guerra. Sus críticas se dejan ver en todos los momentos de la película (y la serie), son indisciplinados y aceptan de mala gana la cadena de mando que muchas veces se saltan. Y pese a todo no dejan de hacer su trabajo: curar a los heridos para que vuelvan al frente. Es fácil advertir cómo esta fantasía “humanitaria” sostiene la maquinaria bélica. Podemos hacer un fácil experimento mental e imaginar esa misma serie con médicos completamente “ideologizados” que aceptan y continúan todos y cada uno de los resortes del poder militar. Por ejemplo que, frente a la muerte de jóvenes adolescentes se emocionasen por su patriotismo y no rabiasen por semejantes muertes terribles. Médicos que, cuando curasen a los heridos, en lugar de interesarse por sus dramas personales, les transmitiesen el perfecto mensaje de la ideología de que tienen la obligación de regresar al frente y dar la vida por la patria. Es fácil advertir cómo una atmósfera así sería completamente irrespirable incluso para los militares más convencidos y, seguramente la maquinaria militar se resquebrajaría haciéndose pedazos. 

Esta misma pregunta, “¿qué pasa cuando no hay distancia con la ideología?”, la plantea con claridad otra película, la estupenda cinta de Kubrick, La chaqueta metálica. Los que han visto la película rápidamente me comprenderán si digo que, en realidad son dos películas en una: la primera parte cuenta la historia del recluta patoso, mientras que la segunda se centra en el reportero de guerra en Vietnam que interpreta Mathew Modine: Bufón. Pues bien ambas partes responden a la pregunta por la ideología: en el primer caso se responde a la pregunta de qué pasa cuando no hay distancia entre el sujeto y la ideología, mientras que en el segundo se cuenta el caso en el que se presenta esta des-identificación ideológica de la que hablamos. 

Y todos sabemos lo que ocurre: El Recluta Patoso es el soldado que se identifica plenamente con lo que pretende hacer con los sujetos el entrenamiento militar: convertirlos en auténticas máquinas de matar. Pero curiosamente resulta que cuando se tiene éxito en esto, el resultado es nefasto. El Recluta Patoso resulta ser una amenaza incluso para el mismo ejército y termina por asesinar al instructor del campo y volarse después la tapa de los sesos. Así que podríamos concluir que un ejército formado por “soldados perfectos” sería una terrible amenaza para la misma maquinaria militar. Siguiendo esta lógica, estoy tentado de pensar que un país lleno hasta arriba de patriotas envueltos en la bandera sería una estructura fracasada en la que el poder no podría siquiera desplegar sus estructuras de dominación. 

En la segunda parte de la película se describe qué es lo que ocurre con el caso del soldado des-identificado, el soldado Bufón. Que es un soldado que no se identifica con la maquinaria bélica ni con la guerra queda claro en las primeras escenas cuando vemos que lleva una chapa con el símbolo de la paz en la solapa de la chaqueta y una inscripción claramente irónica y crítica en uno de los laterales del casco: “Born to kill”. Y sin embargo, aquí aparece la paradoja aparente de la que venimos hablando, es precisamente este soldado des-identificado el que se comporta de forma que la guerra puede continuar con su aplastante devastación. Es él quien, en el final de la película, acaba con la vida de una niña vietnamita a sangre fría, tras lo cual vemos cómo los soldados americanos, entonando una canción, avanzan entre las humeantes ruinas de Vietnam dejando tras de sí desolación. Desconozco si la intención de Kubrick en el título comportaba una doble significación, pero es fácil pensar que esa “chaqueta metálica” no se refiere al casquillo de las balas, sino a esa chapa metálica que el soldado luce en la solapa, como si fuera el “pacifismo humanista”, la des-identificación con la guerra, lo que funciona precisamente como fantasía ideológica que permite que la apisonadora avance. Salvando todas las distancias, por supuesto, también nos podemos atrever a pensar que es la distancia identificatoria con respecto al poder lo que permite hacer los ciudadanos de un país súbditos leales y sumisos. 

Para que la fantasía ideológica funcione, nos dice Zizek, debe haber un núcleo transideológico, algo que queda fuera de la ideología, opuesto a ella, que permite que esta se ausente dejando que sean los individuos los que la hacen funcionar. Solo este núcleo transideológico hace que la ideología sea factible. Es la desidentificación con la ley que se establece en la fantasía, lo que permite que funcione. Es tentador pensar que, en este país, “lo vasco” o “lo catalán” funcionan en ese preciso sentido: es aquello que me saca de la ideología, que me des-identifica respecto del poder y, precisamente por eso, hace que el poder hable por mí con mucha mayor eficacia. Pero para que estas oposiciones funcionen debe abrirse un espacio simbólico donde se produzcan los choques que hagan visible el falso antagonismo. Pues bien ¿qué mejor pelea inocua que desplazarlo hacia un conflicto ridículo entre “temas musicales”? creo que no voy muy desencaminado si digo que la más que probable pitada al himno de la final de Copa no será más que una actuación, la escenificación tosca de un falso antagonismo, la actualización por parte de un grupo de “buenos españoles” de su des-identificación ideológica con el fin de poder seguir siendo, otro año más, buenos súbditos. 

domingo, 24 de mayo de 2015

12 escolios de Gómez Dávila.
Borja Lucena


Hay aforismos más allá de Nietzsche...

I. Todo es trivial si el universo no está comprometido en una aventura metafísica.

II. Burguesía es todo conjunto de individuos inconformes con lo que tienen y satisfechos de lo que son.

III. Nos internamos nuevamente en épocas que no esperan del filósofo ni una explicación ni una transformación del mundo, sino la construcción de abrigos contra la inclemencia del tiempo.

IV. El antagonismo radical entre los hombres se delata en la manera como los unos, al hablar del placer, despegan hacia la metafísica, y los otros resbalan hacia la fisiología.

V. Las ideas confusas y los estanques turbios parecen profundos.

VI. Para excusar sus atentados contra el mundo, el hombre resolvió que la materia es inerte.

VII. El hastío no es fruto de la posesión prolongada, sino del contacto fugaz con mil objetos.

VIII. Dios es la sustancia de lo que amamos.

IX. Nuestra libertad no tiene más garantía que las barricadas que levanta, contra el imperialismo de la razón, la anárquica faz del mundo.

X. La filosofía honesta no pretende explicar sino circunscribir el misterio.

XI. El impacto de la ciencia sobre la religión aconteció el siglo pasado. Lo que acontece en este siglo es el impacto de la técnica sobre la imaginación de los imbéciles.

XII. La psicología es, propiamente, el estudio del comportamiento burgués.

Nicolás Gómez Dávila
Escolios a un texto implícito, I


sábado, 2 de mayo de 2015

Heidegger y la melancolía.
Eduardo Abril Acero

En la historia de la filosofía contemporánea hay un hecho que marca traumáticamente su desarrollo: el filósofo emblemático del siglo XX, Heidegger, fue a todas luces un nazi. Es un hecho traumático no porque el filósofo alemán fundamentase con su filosofía el proyecto hitleriano, ni porque sus obras escondan un oscuro secreto de comunión con el Holocausto, es un trauma porque Heidegger fue un nazi en lo real, fue un miembro del partido nazi y ejerció como tal. Ante este trauma, la historiografía contemporánea ha adoptado distintas perspectivas: algunos han intentado encontrar en sus obras la justificación del acto, otros lo han entendido como una posición justificable teniendo en cuenta el clima social de los años treinta en Alemania, en el que aun el nazismo no era percibido como lo fue después. Otros han visto en el gesto del filósofo un “oportunismo político” que le desacredita como persona pero que deja intacta su obra filosófica. Ninguna de estas posiciones “cura” lo traumático de este hecho por dos razones fundamentales. En primer lugar porque, si bien Heidegger pudo tomar partido por el nazismo erróneamente, nunca más volvió a hacerlo, nunca más se inmiscuyó en asuntos políticos ni tomó postura por partido alguno. Y en segundo lugar, pero relacionado con esta primera idea, porque Heidegger fue el filósofo que más en serio se tomó la idea de la diferencia ontológica, es decir, la idea según la cual nada óntico es ontológico. Esto traducido a la política quiere decir que no existe ninguna posición política esencial, ningún modo de enfrentar el problema de la convivencia que vaya a conducir a una situación de plenitud política y social. Pese a esto, Heidegger tomó partido una única vez y nunca más volvió a hacerlo, como si por un momento entreviera la posibilidad de borrar esta distancia entre el ser y los entes, un modo de construir una comunidad verdadera, y tras constatar que aquello sólo fue un espejismo, nunca más se atreviese a dar el paso.

Žižek ve esta cuestión con otra mirada[1]. Según él, en la filosofía heideggeriana se da realmente el hecho de la diferencia ontológica que impide marcar cualquier modo político como una forma de autenticidad pero, al mismo tiempo, se sostiene un secreto privilegio oculto para un modo específico de ser-en-el-mundo. No se trata de decir que lo que se oculta detrás de la filosofía heideggeriana es Mein Kampf, sino de remarcar el hecho de que el corte que Heidegger hace separando el ser de los entes, se sostiene sobre un resto, un secreto despojo, el hecho de que no se puede afirmar ese corte sin haber hecho una primera elección. Para que el amante se lamente por la imposibilidad del amor, primero ha debido confirmarlo. Por eso, la filosofía heideggeriana es desde el comienzo una toma de postura que, a la postre, debe ser dinamitada. De este modo, para Žižek, Heidegger no se comprometió con el proyecto nazi a pesar de su filosofía, sino a causa de ella.

En Ser y Tiempo Heidegger nos dice que el Dasein está desde el comienzo inmerso en el mundo de las cosas y que cualquier modo de relacionarse con ellas se sustenta en esta inmersión. No ocurre que por un lado esté la conciencia que mira el mundo y por el otro el mundo de las cosas dispuesto ahí delante para que nosotros nos relacionemos con él, sino que el hombre está ya desde el comienzo inmerso en la realidad circundante, ocupándose de las cosas, de modo que éstas solo aparecen como tales en este ocuparse.

Pero en esta situación Heidegger nos habla de dos formas de estar sumergidos en el mundo: un modo propio y un modo impropio. La autenticidad surge, como sabemos, a través del concepto de “precursación de la muerte”. El hombre, frente a esta inmersión en el mundo puede tomar dos caminos: puede tomarlas como algo exterior a él mismo, como un conjunto de posibilidades frente a las que puede elegir, convirtiéndose su vida en un recorrido de elecciones, sin caer en la cuenta de que aquello que cree elegir es eso en lo que ya está de antemano. O puede tomar aquellas cosas en las que está como lo propio, no como algo exterior a sí mismo, sino como el nivel óntico que de antemano ya está inserto y le es propio. Esto sólo se da, nos dice Heidegger, cuando en la precursación de la muerte, el sujeto entiende que cada posibilidad de la vida se sustenta sobre el vacío. No se trata, en este segundo caso, que el individuo se encuentre con una situación que limita sus opciones y del análisis de esta posibilidad elige la que más le conviene asumiéndola como su proyecto. Ocurre más bien al revés: sólo en la medida que un individuo está comprometido con un proyecto de antemano, es capaz de identificar sus posibilidades como las suyas. Así que no es una elección libre, sino la asunción de una elección forzosa: el individuo elige aquello en lo que ya está.

Heidegger sin decirlo está contraponiendo la sociedad americana-liberal, en la que los individuos están dispersos en el das man, y la sociedad nacional-socialista, en la que los individuos están embarcados en un proyecto común-forzoso obligados a elegir libremente. Heidegger piensa que esta segunda versión es superior porque, en cierto modo, aunque el hombre no se sale del nivel óntico, éste es el resultado de una elección, una elección forzosa sí, pero una elección. El descubrimiento heideggeriano al hacer esta distinción apunta al hecho de que, si bien el hombre está desde el comienzo arrojado en unas circunstancias de las que no puede escapar, el mismo arraigo es una situación frágil que se sostiene sobre una decisión. No estamos en la misma situación de los animales cuya existencia está completamente identificada con su entorno, puesto que en el caso humano cabe la posibilidad de esta inmersión de un modo distinto, mediante el involucramiento y aceptación de ese hábitat. Ahora bien, este involucramiento que se sostiene en una decisión, no hace más plena, más esencial una opción respecto de la otra, simplemente constata el fundamento abismático del existir humano. En cierta forma se trataría de que uno debe tomar partido por algo en lo que ya está para constatar que en sí mimo, esa elección, es ya un fracaso. Lo contrario, la inautenticidad, es el sujeto que salta de una cosa a otra sin sentido, creyendo que cada vez da el salto definitivo (el hombre-masa de la sociedad tecnificada de consumo del capitalismo tardío).

La historiografía habitualmente explica que esta elección por el Nazismo fue un error derivado de que, en Ser y tiempo, aún no había depurado suficientemente el subjetivismo metafísico, cuyo resto era el decisionismo nazi, representado por el Dasein que, en su ser-para-la-muerte, toma sobre sus espaldas el proyecto en el que ya está. Tras la kehre, Heidegger se distanciaría de Ser y Tiempo y abraza una posición fatalista, borrando por completo cualquier resto de subjetividad y ofreciendo su visión del hombre como el pastor del ser: estamos arrojados en un mundo en el que los dioses han huido, en una existencia óntica de la que no podemos salir a menos que un Dios nos salve. Tras la experiencia del Holocausto y el cierre en falso de Ser y Tiempo, parece que Heidegger se retira de la política por una razón correcta, pues lo que constata con el fracaso del Reig es que ninguna opción política podrá salvarnos, que la partida se juega en otro lado (tal vez en el arte, tal vez en las comunidades alternativas, tal vez en un retorno de los dioses…)

Žižek, sin embargo, le da la vuelta a esta interpretación y señala que este compromiso con el decisionismo Nazi no fue un resto de subjetivismo moderno antes de llegar al completo borrado de la subjetividad, sino precisamente el intento de Heidegger por no llegar a ese borrado. Heidegger, nos dice Žižek, tomó partido por la causa nazi de forma equivocada, pero por las razones correctas: vio en el decisionismo nazi el acto político puro: el sujeto que sin un fundamento ontológico previo, elige una posibilidad dada históricamente, toma partido por una situación. Esta es la condición de lo político para Žižek, una decisión que no encuentra el fundamento previo y se sostiene sobre la decisión abismática del sujeto. El fracaso de Heidegger no consiste en que hubiera quedado aún apegado al horizonte de la subjetividad en Ser y Tiempo, sino por el contrario, en el hecho de que lo abandonó prematuramente, sin haber pensado suficiente todas las posibilidades que implicaba este horizonte. Confundió el nazismo con la política y después, cuando tachó el nazismo como una opción fallida, también desautorizó la política en sí misma. Se comportó como un melancólico que, después de haber visto fracasar su amor, se retira del mundo quedando fijado en la reificación de la pérdida.

Sin embargo, pese a que esta retirada de Heidegger, su khere, pueda tomar la forma de un abandono, en realidad es en sí mismo, el gesto central de la filosofía, lo que le concede valor y a la vez hace que se cargue peligrosamente. La filosofía consiste en este gesto de retirada de las cosas para mirarlas “como desde afuera”, como si esas cosas mismas no fueran con el filósofo que las mira desde su desinterés, tratando de adquirir una posición que no sea ya la de el estar ocupado y preocupado por el devenir de los entes y nos confiera la posibilidad de un gesto nuevo e inesperado. Esta disposición subjetiva es, precisamente lo que Freud describe como melancolía: la retirada del interés por el mundo exterior consistente en que ningún objeto queda investido de líbido. El melancólico abandona el mundo del deseo, esa fantasía infinita que va saltando de un objeto a otro sin jamás encontrar su satisfacción. En Duelo y Melancolía Freud nos dice que frente a la pérdida (un amor, la muerte de un ser querido, la renuncia a una fantasía) el sujeto experimenta con desazón ese agujero que de pronto aparece en su vida. Con el tiempo y el trabajo de duelo el individuo es capaz de tapar ese agujero con un nuevo investimiento. Sin embargo en el melancólico ese hueco permanece y aquí la intuición de Freud –como siempre– es genial: lo que ocurre con el melancólico es que el yo se identifica con el objeto perdido. El melancólico es el sujeto que sabe que el fondo último de la subjetividad sólo hay abismo, que ésta no está sostenida por ningún fundamento, que toda decisión es un salto al vacío y, en consecuencia, surge esa posición de desafecto con respecto a la totalidad de las cosas del mundo. Nada del mundo es causa de deseo, ninguna acción es digna de ser accionada puesto que lo que hay detrás de todas ellas es la hegeliana noche del mundo, el vacío abismo del sujeto.

Y volviendo al caso, ¿qué es lo que se perdió –o se ganó, según se mire– en Ser y Tiempo en su cruce con la decisión política de Heidegger? La caída del nazismo y el hundimiento paralelo de Ser y Tiempo escenifican el trauma que pone en contacto al sujeto heideggeriano con el abismo de sí mismo. De ahí esa renuncia melancólica de Heidegger a una nueva apuesta y su disposición subsiguiente de el hombre como pastor del ser, el que ha de permanecer a la espera, a la escucha, de un nuevo acaecer. Ahora bien, y empezamos ya a atisbar el final de toda esta palabrería: esta retirada, que como hemos dicho, no es un abandono de lo político es en Heidegger la condición para que ese nuevo acaecimiento suceda, por tanto, la condición misma de lo político.

Para explicar esto podemos servirnos de la interpretación[2] que Žižek hace de la estupenda película de Lars Von Trier Melancolía. En esta película se relata la historia de una familia frente a la inminente colisión de un planeta contra la tierra que supondrá la completa aniquilación de la especie humana. El planeta en cuestión, un enorme planeta azul, representa lo Real traumático, puesto que es la amenaza que acabará con todo: de hacerse efectiva la llegada del Planeta, todo perderá su sentido y consistencia; el planeta y su colisión es el horizonte más allá del cual no hay nada.

En este escenario hay varios personajes, pero uno destaca sobre el resto por su tranquilidad a la hora de afrontar el encuentro traumático: Justine, una melancólica, una mujer depresiva que, como si hubiera anticipado el desastre, ya sabía de antemano que la totalidad de las cosas se sostiene sobre el vacío. Enfrente se sitúa John, su cuñado, quien representa la posición del científico, convencido desde el principio de que no ocurrirá la catástrofe gracias a los cálculos matemáticos. Junto a él, su hermana Claire, que representa la posición subjetiva habitual, la histeria. Cada uno de estos tres personajes tiene un modo distinto de enfrentarse al abismo de lo Real. Claire necesita constantemente pruebas de que no se producirá la colisión, pero se muestra nerviosa e inquieta, como si ninguna de las razones por las que el planeta finalmente no arrasará la vida en la tierra fueran suficientes. Su marido le fabrica un círculo de alambre a través del cual mirar y comprobar que realmente el planeta se aleja. Inicialmente funciona, pero al poco Claire vuelve a mirar y el planeta rebasa el contorno del círculo desmoronándose su fantasía. John, en cambio, seguro de estas razones, confiado en la ciencia, vive el evento casi como una fiesta, tomando fotos, mirando por el telescopio junto a su hijo como si se tratase de algo excepcionalmente benigno. Justine, en cambio, como si supiera desde el principio que todo está perdido, permanece a la espera.

Cuando la colisión es inminente todos se derrumban salvo ella: Claire se desespera y sufre por su hijo y John se suicida. Sólo Justine es capaz de tomar una decisión, crear un nuevo “significante maestro”, una posición frente al abismo: coloca unos palos creando una “cueva mágica” donde permanecer a salvo a la espera del fin. Esta “cueva mágica” es un verdadero Acontecimiento (ereignis) en el sentido de Žižek y de Heidegger, un nuevo significante que reorganiza el universo simbólico y permite otro acercamiento a lo real. Es abiertamente distinto del aro de alambre de Claire, que funciona como una fantasía para tapar el vacío de lo real. Pues bien, Žižek nos dice que lo que le posibilita a Justine ser quién abre este Acontecimiento es precisamente su melancolía. Cuando la catástrofe sólo era una fantasía, Justine no era más que una melancólica deprimida, pero cuando se hace real, está en su elemento, es la única capaz de pensar un modo de afrontar el abismo. En eso consiste ese permanecer a la escucha del que habla Heidegger. No es una retirada que huye del mundo para refugiarse en un lugar más seguro, como Nietzsche acusaba a los filósofos, sino una retirada consistente en afrontar lo real-traumático en su vaciedad. La negativa de Heidegger a tomar partido por una nueva apuesta política se parece a la melancólica negativa de Justine a sentirse afectada por su propia vida. Pero es precisamente esta retirada –de la catexis, dirían los freudianos– del mundo lo que permite un nuevo encuentro con lo real que hace que el ser humano sea algo más que una mera repetición de posiciones heredadas. Aquí reside para Heidegger el valor de la filosofía.


[1] Slavoj Zizek. El Espinoso Sujeto. Paidós. Cap 1
[2] Slavoj Zizek, Acontecimiento. Ed Sexto piso. Cap 1

viernes, 17 de abril de 2015

Multitud vs pueblo.
Óscar Sánchez Vega

Durante décadas la lucha anticapitalista se hizo en nombre y bajo la bandera del proletariado. Hace ya tiempo, al menos desde los años 60, que tal estandarte está desvencijado, por lo que la izquierda revolucionaria ha tenido que buscar nuevos emblemas. El objetivo de estas líneas es comparar dos nociones, dos categorías políticas que aspiran a ocupar el trono que ha dejado vacante la clase del proletariado: el pueblo, tal y como es concebido por Ernesto Laclau y la multitud de Toni Negri. No voy a entrar en demasiados detalles por no repetir lo dicho en anteriores entradas (aquí y aquí)

Negri pretende recuperar para la izquierda una noción que desde el siglo XIX forma parte del arsenal dialéctico del conservadurismo y los teóricos reaccionarios. La noción de multitud aparece vinculada a una nueva disciplina que surge a finales del siglo XIX: la Psicología de las masas. Se trataba entonces de un término peyorativo, característico de la literatura anti-comuna en la década de los años 70, que designa el comportamiento violento, destructivo e irracional de las masas. Los socialistas nunca lo utilizaron. La multitud se asocia con las mujeres y los locos. Estos autores (Hippolyte Taine, Gustave Le Bon, Gabriel Tarde, William McDougall...) están influenciados por el hipnotismo de Charcot. Para explicar el comportamiento de las masas en situaciones revolucionarias se apuntaba a la acción del líder que ejercía la función de hipnotizador y conseguía que las masas entraran en una situación de sugestión hipnótica. Quien rompe con este planteamiento por vez primera es Freud en 1921 con la publicación de Psicología de las masas y análisis del yo. En esta obra Freud entiende que el “vínculo social” es un vínculo “libidinoso”, lo que aglutina una multitud es la libido, no la sugestión; lo que hace posible la identificación del grupo como tal es la hostilidad hacia algo o alguien (el padre, los otros, etc). Sin embargo esta caracterización de la multitud nos acerca más a la noción de pueblo de Laclau que al uso que Negri hace del término, así que vamos a dejarla aparcada por el momento.

Es evidente que Negri no toma en consideración este uso y esta tradición. Pretende partir de una fuente más antigua y respetable: la filosofía de Spinoza. En el inconcluso Tratado político, Spinoza, comentando a Maquiavelo, llama "multitud" a los varones económicamente independientes que pueden aspirar a la condición de ciudadanos. La multitud, dice Spinoza, puede ser libre o esclava. La primera es una asociación de hombres libres en busca de su autoconservación; la segunda es una masa acostumbrada a la servidumbre que solo espera que le indiquen qué hacer para conservarse. La multitud libre, al contrario que la multitud esclava, no es una masa indiferenciada, es un agregado de hombres autónomos y racionales que aspiran a incrementar su poder. Según Spinoza la razón muestra que no podemos aumentar nuestro poder y libertad sin aumentar a la vez el poder y la libertad de nuestros semejantes. Pero la unión no es desinteresada, el motivo que lleva a los hombres a unirse y constituirse como multitud no es otro que el interés propio, lo que nos acerca más a burguesa la sociedad civil tal y como la concebía, por ejemplo, Hegel, que a la clase del proletariado. Sin embargo Negri pretende insertarse en la tradición marxista y la noción de multitud está concebida para sustituir al proletariado como clase universal. Pero todo esto nos aleja mucho de Spinoza. 

Más cerca parece estar Negri de la noción de pueblo de Rousseau: el conjunto de los ciudadanos constituidos como nación soberana, un cuerpo homogéneo en donde cada cual es a la vez súbdito y soberano pues todos se subordinan a la voluntad general, la voluntad del pueblo. Esta es la paradoja: la noción de multitud tal y como es utilizada a principios de siglo XX por Freud nos conduce al pueblo de Laclau y en cambio el pueblo roussoniano nos lleva a la multitud de Negri. Verdad es que Negri reniega expresamente de ello y critica la concepción excesivamente homogénea de pueblo de Rousseau. La multitud de Negri es heterogénea y plural, pero la divergencia es aparente y superficial pues la multitud no está constituida a partir de antagonismos irreconciliables. Al contrario, hay una profunda y misteriosa voluntad de convergencia, de “cooperación lingüística” entre la multitud, lo que justifica el optimismo de su enfoque. La acción política debe limitarse a trabajar contra el Imperio y liberar, de esta forma, a la multitud que, una vez libre de ataduras, creará nuevas formas de cooperación social impredecibles en la actualidad.

No es de extrañar que Laclau critique la ingenuidad de una planteamiento así. Recordemos que Laclau niega la existencia de un sujeto emancipatorio. No hay, sostiene el argentino, una totalidad sin forma, el Imperio, y, por otro lado, una totalidad opuesta, la multitud. En lugar de la articulación hegemónica, Negri propone algo así como una convergencia espontánea entre las personas, la unidad de la multitud aparece como caída del cielo. No hay nada que articule las luchas anticapitalistas, lo único que tienen en común las diferentes luchas es “estar en contra”. Este proceso, según Negri, ya está ocurriendo como prueban los movimientos espontáneos y rizomáticos de una multitud que no respeta las fronteras establecidas. 

Laclau sostiene en La razón populista que este es un análisis superficial. “Estar en contra” no significa nada, es un “significante vacío”. La diferencia entre el italiano y el argentino es que en Negri la emancipación es una tendencia natural de la gente a estar contra la opresión y en Laclau es el resultado de lógicas equivalenciales y la producción de significantes vacíos. Negri no está interesado por la estrategia política. No tiene sentido planificar u orientar la acción de una multitud que se mueve en base a fuerzas inmanentes e incontrolables (en un sentido semejante al conatus de Spinoza o el deseo de Deleuze). En fin, según Laclau, el enfoque de Negri no explica nada: ¿cuál es el origen de los antagonismos sociales? ¿en qué consiste la ruptura revolucionaria? ¿cómo habría de ser el paso del Imperio al poder de la multitud? Todas estas preguntas quedan sin respuesta. Laclau acusa a Negri de un exagerado optimismo y un injustificado triunfalismo.

¿Qué le reprocha Negri a Laclau? No lo sé. Pero desde las coordenadas teóricas y políticas del filósofo italiano se pueden plantear varias objeciones a la noción de pueblo de Laclau. La noción de multitud podría ser la base teórica de un republicanismo consecuente: el poder de la multitud solo es posible a partir de un escrupuloso respeto por la libertad y la autonomía de ciudadanos que toman sus propias decisiones de forma mancomunada. Por ello Negri es tan renuente a concretar cómo sería una política posimperial. A su lado la noción de pueblo de Laclau es un pobre artilugio manufacturado: el pueblo es algo construido, diseñado, programado..., necesita de representantes, líderes que forjen su voluntad y lo constituyan como tal. Recordemos que el pueblo es, para Laclau, el resultado de una operación de articulación hegemónica, es algo que acontece si ciertos políticos son lo suficientemente hábiles para gestarlo y tenaces para sostenerlo mediante el uso demagógico de significantes vacíos ante los cuales el pueblo responde afectivamente. 

El resultado de esta indagación es ciertamente frustrante. La noción de multitud abre la puerta a un republicanismo vigoroso y saludable, pero no es más que un postulado metafísico que designa una totalidad ilimitada; se supone que la multitud es lo que siempre estuvo ahí, ella es la esencia que subyace en toda organización social, un colectivo heterogéneo y plural que, sin embargo, apunta a un objetivo común, libre de discordias, antagonismos... Debemos reconocer que la noción de pueblo de Laclau está mejor formulada y articulada; sin embargo la política populista nos conduce por una triste  senda por la cual algunos preferimos no transitar.

sábado, 11 de abril de 2015

El criminal redimido y el punto de vista de Dios.
Borja Lucena

(Publicada originalmente en 2007)
No deja de asombrarme el magnífico poder mixtificador de la ideología, su facultad cuasi-maravillosa de convertir en cuestión secundaria la realidad cuando de hablar y operar sobre la realidad se trata. La ideología hace de las cosas mera emanación de las palabras, encarnación interina de un lenguaje que, susceptible a voluntad de acoger nuevos e indefinidos significados, modela el mundo a su imagen y semejanza. Por esta razón, el creyente, y mucho más el ideólogo, sufren de una exaltación desmedida de la voluntad, concibiendo lo real como material conformado de acuerdo a los decretos del deseo. Freud describió este fenómeno patológico, asignándole el nombre de “ilusión de omnipotencia de las ideas”. La ideología consuma este proceso de sustitución del mundo existente por el mundo deseado, aislando al individuo de la consideración elemental de lo que las cosas son en su realidad inesquivable. Además, en tanto producto del propio pensamiento, la realidad deformada ideológicamente se organiza necesariamente en torno al sujeto de manera exageradamente narcisista. Algunos se creen Napoleón, o encarnación de la Voluntad Germánica. Otros llegan a identificarse con Dios.

El progresismo es, en sí mismo, una ideología que, concibiendo la historia como desarrollo de la idea, sitúa al ideólogo en la posición de espectador transmundano. Conoce el principio, sabe las causas que producen la constante inquietud del devenir humano, y, por último, posee la visión del fin al que las sociedades humanas necesariamente se dirigen. Aunque el fenómeno “progre” que hoy soportamos sea sencillamente una devaluación infinita de las filosofías hegeliana o marxista que constituyeron su más poderosa versión en el siglo XIX, el centro teológico, si bien pervertido, sigue funcionando en su seno. Cuando Freud, por otra parte, habla de “ilusión de omnipotencia”, el símil teológico es también evidente. Ideología y neurosis son dos aspectos parejos de una misma egolatría y quizás la clave interpretativa más adecuada para comprender el fenómeno ideológico sea la perspectiva clínica; así debemos procurar entender, probablemente, el caso del creyente progresista que asume como propio el punto de vista de Dios.

Aquel que tiene una ideología tan determinista, tan férrea e incontestable como la progresista, se cree el centro mismo de la realidad, ya que supone que ésta obedece a la lógica que su pensamiento prescribe. La ilusión teológica de la omnisciencia se da casi como un complemento necesario, aunque en la mayor parte de los creyentes sea de modo inconsciente; no obstante, en los ideólogos o propagandistas la megalomanía llega al género de lo fantástico, y la confusión de su propia persona con la persona divina es constante. A menudo esta posición es denominada “de equidistancia”, lo que es sólo otra manera de asumir el lugar de Dios y renunciar a la condición humana, que, por propia consistencia, nunca puede ser “equidistante”.

No creo que lo referido arriba sea una verdad de la especie invisible o trascendente, sino que se despliega todos los días en discursos y actos, en telediarios y periódicos. Estos días, el ministro del interior del gobierno de España, cargándose del excesivo peso de ese excesivo providencialismo, ha asumido la liberación de una sabandija asesina como “decisión personal”. Todos conocemos el caso al que me refiero; a la vez, para justificar su decisión ante las reacciones airadas de los que ven peligrar con ello no sólo la justicia, sino incluso la ley siempre perfectible, ha argüido que comprende que su determinación no sea entendida porque, más o menos ha afirmado, “no es fácilmente comprensible”. Nos encontramos en este momento con la nueva deidad que, frente al conjunto de la humanidad anegada por el barro caótico y mundano de las pasiones y las perspectivas parciales, gobierna el cosmos contemplando íntegramente el todo; los hombres, en contraposición, sólo habitan fragmentos de realidad y horizontes limitados. Al modo leibniziano, lo que para el ser finito parece ser una injusticia manifiesta, se desvela ante los ojos del hacedor como elemento necesario en la economía de la totalidad; los designios del Altísimo, por lo tanto, aunque incomprensibles para los hombres, han de ser aceptados por éstos sin llegar siquiera a comprender por qué. “No es fácilmente comprensible”. El lenguaje, el tono mezcla de paternalismo y desprecio por los que no son capaces de ver más allá de la finitud, nos señala a alguien que comprende. Comprende y actúa en consecuencia. “Razones humanitarias” incomprensibles para la humanidad, “salvaguarda de la ley” a través del escarnio hacia los principios fundamentales del derecho… toda paradoja se resuelve cuando, elevándose sobre la tormenta del desorden mundano, el nuevo Dios formula sus decretos desde la apolínea claridad de los arquetipos.

He nombrado las “razones humanitarias” esgrimidas. Esa confusa expresión señala también la apropiación del punto de vista de Dios por el conspicuo ministro. En este caso, viene a decirnos, su punto de vista equivale al punto de vista de la Humanidad. Esta posición, no obstante, no cambia nada, pues comparte también el carácter absoluto y trascendente de aquélla, y, por ello, no puede identificarse de ningún modo con el punto de vista de los hombres existentes. Por encima del insignificante dolor del individuo el Orden del Todo se abate sobre el mundo como un ave incomprensible. No hay víctimas ni asesinos, no hay diferencia cualitativa entre el dolor de un criminal marrullero y el de sus masacrados; no hay distinción posible entre una muerte y otra para el Dios impasible. Sólo comparece a sus ojos el engranaje de la máquina del mundo triturando a los hombres empequeñecidos.

Addenda: Los periódicos del domingo repiten la terrible teodicea. El presidente del gobierno, suponemos que una divinidad mayor, como un Zeus tonante en un comité federal de dioses y diosas, enuncia de nuevo palabras que justifican la excarcelación del asesino: “No es un acto de miedo, sino de responsabilidad (…) porque nuestro valor supremo es la vida y no ha de haber más muertos por terrorismo".  Sólo dos observaciones:
  1. El punto de vista de los dioses de la violencia ha sido ya plenamente aceptado por quien ha de velar por el cumplimiento del derecho y defender la vida política de la intromisión de la nuda fuerza: el estado, al castigar a los terroristas, es también terrorista, si no el auténtico terrorista; la condena, la cárcel, la aplicación del derecho son formas de tortura, tal y como han repetido durante años los patriotas y gudaris vascos. De Juana Chaos es víctima del terrorismo, tan inocente como aquellos a los que asesinó.
  2. El Dios se libera del fragor confuso y sudoroso de las vidas humanas existentes para contemplar el arquetipo: La Vida. Para la serenísima mirada de la divinidad toda vida es equivalente: no defiende las vidas concretas, sino La Vida, ante cuya inmaculada transparencia se desdibuja toda distinción individual. La vida del asesino es exactamente “vida”, lo es tanto como las de los asesinados, y vale tanto como la de éstos.