Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

sábado, 11 de abril de 2015

El criminal redimido y el punto de vista de Dios.
Borja Lucena

(Publicada originalmente en 2007)
No deja de asombrarme el magnífico poder mixtificador de la ideología, su facultad cuasi-maravillosa de convertir en cuestión secundaria la realidad cuando de hablar y operar sobre la realidad se trata. La ideología hace de las cosas mera emanación de las palabras, encarnación interina de un lenguaje que, susceptible a voluntad de acoger nuevos e indefinidos significados, modela el mundo a su imagen y semejanza. Por esta razón, el creyente, y mucho más el ideólogo, sufren de una exaltación desmedida de la voluntad, concibiendo lo real como material conformado de acuerdo a los decretos del deseo. Freud describió este fenómeno patológico, asignándole el nombre de “ilusión de omnipotencia de las ideas”. La ideología consuma este proceso de sustitución del mundo existente por el mundo deseado, aislando al individuo de la consideración elemental de lo que las cosas son en su realidad inesquivable. Además, en tanto producto del propio pensamiento, la realidad deformada ideológicamente se organiza necesariamente en torno al sujeto de manera exageradamente narcisista. Algunos se creen Napoleón, o encarnación de la Voluntad Germánica. Otros llegan a identificarse con Dios.

El progresismo es, en sí mismo, una ideología que, concibiendo la historia como desarrollo de la idea, sitúa al ideólogo en la posición de espectador transmundano. Conoce el principio, sabe las causas que producen la constante inquietud del devenir humano, y, por último, posee la visión del fin al que las sociedades humanas necesariamente se dirigen. Aunque el fenómeno “progre” que hoy soportamos sea sencillamente una devaluación infinita de las filosofías hegeliana o marxista que constituyeron su más poderosa versión en el siglo XIX, el centro teológico, si bien pervertido, sigue funcionando en su seno. Cuando Freud, por otra parte, habla de “ilusión de omnipotencia”, el símil teológico es también evidente. Ideología y neurosis son dos aspectos parejos de una misma egolatría y quizás la clave interpretativa más adecuada para comprender el fenómeno ideológico sea la perspectiva clínica; así debemos procurar entender, probablemente, el caso del creyente progresista que asume como propio el punto de vista de Dios.

Aquel que tiene una ideología tan determinista, tan férrea e incontestable como la progresista, se cree el centro mismo de la realidad, ya que supone que ésta obedece a la lógica que su pensamiento prescribe. La ilusión teológica de la omnisciencia se da casi como un complemento necesario, aunque en la mayor parte de los creyentes sea de modo inconsciente; no obstante, en los ideólogos o propagandistas la megalomanía llega al género de lo fantástico, y la confusión de su propia persona con la persona divina es constante. A menudo esta posición es denominada “de equidistancia”, lo que es sólo otra manera de asumir el lugar de Dios y renunciar a la condición humana, que, por propia consistencia, nunca puede ser “equidistante”.

No creo que lo referido arriba sea una verdad de la especie invisible o trascendente, sino que se despliega todos los días en discursos y actos, en telediarios y periódicos. Estos días, el ministro del interior del gobierno de España, cargándose del excesivo peso de ese excesivo providencialismo, ha asumido la liberación de una sabandija asesina como “decisión personal”. Todos conocemos el caso al que me refiero; a la vez, para justificar su decisión ante las reacciones airadas de los que ven peligrar con ello no sólo la justicia, sino incluso la ley siempre perfectible, ha argüido que comprende que su determinación no sea entendida porque, más o menos ha afirmado, “no es fácilmente comprensible”. Nos encontramos en este momento con la nueva deidad que, frente al conjunto de la humanidad anegada por el barro caótico y mundano de las pasiones y las perspectivas parciales, gobierna el cosmos contemplando íntegramente el todo; los hombres, en contraposición, sólo habitan fragmentos de realidad y horizontes limitados. Al modo leibniziano, lo que para el ser finito parece ser una injusticia manifiesta, se desvela ante los ojos del hacedor como elemento necesario en la economía de la totalidad; los designios del Altísimo, por lo tanto, aunque incomprensibles para los hombres, han de ser aceptados por éstos sin llegar siquiera a comprender por qué. “No es fácilmente comprensible”. El lenguaje, el tono mezcla de paternalismo y desprecio por los que no son capaces de ver más allá de la finitud, nos señala a alguien que comprende. Comprende y actúa en consecuencia. “Razones humanitarias” incomprensibles para la humanidad, “salvaguarda de la ley” a través del escarnio hacia los principios fundamentales del derecho… toda paradoja se resuelve cuando, elevándose sobre la tormenta del desorden mundano, el nuevo Dios formula sus decretos desde la apolínea claridad de los arquetipos.

He nombrado las “razones humanitarias” esgrimidas. Esa confusa expresión señala también la apropiación del punto de vista de Dios por el conspicuo ministro. En este caso, viene a decirnos, su punto de vista equivale al punto de vista de la Humanidad. Esta posición, no obstante, no cambia nada, pues comparte también el carácter absoluto y trascendente de aquélla, y, por ello, no puede identificarse de ningún modo con el punto de vista de los hombres existentes. Por encima del insignificante dolor del individuo el Orden del Todo se abate sobre el mundo como un ave incomprensible. No hay víctimas ni asesinos, no hay diferencia cualitativa entre el dolor de un criminal marrullero y el de sus masacrados; no hay distinción posible entre una muerte y otra para el Dios impasible. Sólo comparece a sus ojos el engranaje de la máquina del mundo triturando a los hombres empequeñecidos.

Addenda: Los periódicos del domingo repiten la terrible teodicea. El presidente del gobierno, suponemos que una divinidad mayor, como un Zeus tonante en un comité federal de dioses y diosas, enuncia de nuevo palabras que justifican la excarcelación del asesino: “No es un acto de miedo, sino de responsabilidad (…) porque nuestro valor supremo es la vida y no ha de haber más muertos por terrorismo".  Sólo dos observaciones:
  1. El punto de vista de los dioses de la violencia ha sido ya plenamente aceptado por quien ha de velar por el cumplimiento del derecho y defender la vida política de la intromisión de la nuda fuerza: el estado, al castigar a los terroristas, es también terrorista, si no el auténtico terrorista; la condena, la cárcel, la aplicación del derecho son formas de tortura, tal y como han repetido durante años los patriotas y gudaris vascos. De Juana Chaos es víctima del terrorismo, tan inocente como aquellos a los que asesinó.
  2. El Dios se libera del fragor confuso y sudoroso de las vidas humanas existentes para contemplar el arquetipo: La Vida. Para la serenísima mirada de la divinidad toda vida es equivalente: no defiende las vidas concretas, sino La Vida, ante cuya inmaculada transparencia se desdibuja toda distinción individual. La vida del asesino es exactamente “vida”, lo es tanto como las de los asesinados, y vale tanto como la de éstos.

lunes, 30 de marzo de 2015

El piloto melancólico y la sociedad enferma.
Eduardo Abril Acero


Para Lacan el estatus ontológico del sujeto es el puro vacío. El sujeto surge como un algo que gira en torno a la falta de ser. Lo explica mostrando cómo un individuo infantil (un bebé), que inicialmente no es conciencia de nada, sino que únicamente es un haz desordenado de sensaciones sin referencias, pasa a ser una cosa que sabe de sí mismo y del mundo que le rodea. Nos dice que en un momento muy prematuro de la existencia, el infante sólo puede experimentar la identidad de una forma muy precaria como la de ser un objeto en manos de un otro, una cosa arrojada ahí (da-sein) para que los otros hagan algo con él, le tomen en brazos o le dejen reposar en soledad, le den alimento o dejen que aparezcan esas sensaciones orgánicas de tensión y malestar, sin nombre y sin causa, le proporcionen calor o le abandonen al frío, le den un nombre, le dirijan la palabra, o no lo hagan. Si en este momento inicial de la existencia pudiéramos saber qué sabe un bebé sobre sí mismo, probablemente descubriríamos que ese sí mismo es una pura alteridad, una cosa del otro, una continuación del otro, o dicho al modo lacaniano “el deseo del otro”.

Pero en este momento aún no se ha constituido la subjetividad como tal, aún no somos un sujeto. Somos más bien un objeto frágil, una sutil “alteridad radical”. Pero esta identidad es demasiado precaria, pues, en un momento dado, esa cosa que somos fracasa, esto es, muestra sus inconsistencias a la hora de erigirse como un objeto de pleno derecho en el mundo. Al constituirse como una cosa para ser dominada y tomada por el otro, no resiste la dura experiencia de enfrentarse, de repente, al deseo del otro como un enigma. Esa incógnita irremediablemente invade y permea todo el ser que somos. El infante encuentra algunas cosas decisivas en el otro que van a alterar para siempre su propia constitución. Descubre, para empezar, que él mismo no satura la totalidad del deseo del otro, puesto que el otro quiere otras cosas, le abandona y se marcha a buscar otros objetos que él desconoce. El descubrimiento cae sobre la joven cosa como la noche negra puesto que este hallazgo, que los lacanianos llaman la castración, no es otra cosa que la constatación del vacío constitutivo de la propia subjetividad. ¿Por qué? Porque por una parte el infante descubre que el otro es un ser en falta, quiere algo que le falta, que no le es dado, y que él mismo es incapaz de llenar. Y del mismo modo descubre también que él mismo es también un ser en falta, puesto que su posición es la de no saber qué quiere el otro de mí cuando, inicialmente, es el deseo del otro lo que constituyó al individuo como un algo. Al mismo tiempo surgen el sujeto, el deseo y la angustia alrededor de la pregunta ¿qué soy yo para el deseo del otro? El sujeto es aquel que, resultado de haber fracasado al constituirse como un objeto, es una constitución vacía, la pregunta histérica que gira incesantemente alrededor de una pura nada. Sujeto, deseo y falta son tres palabras para nombrar lo mismo, puesto que somos sujetos en el mismo momento que aparece nuestro deseo frente al enigma de no ser un algo determinado, un objeto dado en el mundo, una falta constitutiva.

No hay que entender este relato del nacimiento del sujeto como una cuestión de estadios temporales, como si primero nos constituyésemos como una cosa en el deseo del otro y después esto se pierde irremediablemente. Más bien ocurre que la cosa que somos nace ya como algo perdido, como la cosa anhelada que uno nunca tuvo. Por eso no es algo recuperable, no hay una posición subjetiva en la que el sujeto alcance, al fin, de manera constitutiva su auténtico ser, su completud ontológica. La situación subjetiva es ya, desde el comienzo y para siempre, la posición del que no sabe lo que es, no sabe qué lugar ocupa frente a la pura alteridad y, pese a todo, quiere saberlo. Existir como sujeto es existir como un ser que desea ser sin llegar jamás a ser. Nacemos ya como expulsados del paraíso, como errantes sin patria en un constante retorno.

De acuerdo con esto, si hubiera que nombrar a una posición subjetiva verdaderamente ontológica, esta sería la más insatisfactoria de todas, la melancolía. La melancolía no es otra cosa que la conciencia de que no hay ningún objeto que tenga las propiedades de llenar ese vacío constitutivo de la subjetividad y la única respuesta posible frente a la falta es la reiteración de la pérdida: la reiteración compulsiva y fantasmática del momento de la pérdida, de cualquier pérdida, como metonimia de la misma posición ontológica de un ser en falta. Se puede decir que el melancólico adopta la posición de saber lo que se es, ser el resultado de un fracaso, un ser de ruina, un objeto roto para el que nunca han existido piezas de recambio. El melancólico sabe que ya perdió aquello que pudo significar su completud, y renuncia a buscarlo porque sabe que eso es una cosa perdida para siempre.

Siendo así la estructura ontológica de la subjetividad, lo complicado y también la tarea ética y política fundamental, nos dice Zizek, es cómo hacer para movilizar el deseo del sujeto, cómo hacer que el sujeto desee algo, dirija su voluntad sobre un objeto que, a todas luces, no va a rellenar su hueco constitutivo. La respuesta que nos da es que dicho objeto debería ser, dicho al modo kantiano, una magnitud negativa. Un objeto capaz de designar un vacío, ser en sí mismo la metonimia de un vacío, la metáfora de una falta. Sólo fijando el deseo en algo, sea lo que sea, el sujeto puede quedar vinculado al mundo y a los otros, constituyéndose algo así como “la realidad” . Un objeto con estas características es, por ejemplo, el sexo. El sexo es la teatralización repetitiva e inevitable de un constante fracaso, y por eso mismo, representa metonímicamente la relación del sujeto con el objeto de su deseo. El sexo es capaz de erigirse como una designación negativa de la falta, ya que es una expresión desnuda del “debe” en el que no hay un “haber”. Pero pese a eso, la experiencia sexual nos lanza a establecer vínculos con lo otro, vínculos nunca satisfactorios y siempre necesitados de su reiteración y modificación.

En el mismo orden de cosas podríamos considerar que toda estructura social no es más que una forma de hacer que el sujeto oriente su deseo hacia ciertos objetos sublimes. La democracia liberal, por ejemplo, es a través del capitalismo como dispositivo abrumador y tremendamente eficaz que satura el deseo en la dirección de un histérico consumo óntico, como fija el deseo del sujeto y lo vincula a un orden simbólico. Su lógica se basa en una saturación circular e histérica del deseo, en la que el sujeto toma como fetiches las mercancías que consume, ya sea un coche, un manjar, un nuevo teléfono móvil, un viaje a las Islas Fidji, una relación amorosa, o cualquier otra cosa que pueda ser consumida, creyendo que cada nueva consumición llenará su vacío constitutivo. Pero descubre al poco que no estaba ahí, en ese objeto, aquello que tanto ansiaba. Sin embargo el dispositivo capitalista no deja que el sujeto haga experiencia de su falta en ese momento, proponiéndole, incesantemente nuevos objetos que saturen su deseo. Para el sujeto del capitalismo, y su consumo desaforado, un puro nunca es sólo un puro y un coche no es nunca un coche. Cada objeto dado a su gasto incorpora siempre un enigma, una promesa vacía que va más allá de sí mismo. Un coche nunca es sólo un instrumento que nos transporta de un lugar a otro con eficacia, sino que nos promete una posición subjetiva particular una completud vacía. Pero, dado que la promesa es siempre incumplida, el sistema debe renovarla constantemente aprovechándose de la constitución histérica del sujeto. Un hombre se compra el nuevo Peugeot, Bmw o Mercedes, pero en realidad no está comprando sólo una máquina, hay algo en todo eso que apunta a un goce, las líneas curvas del nuevo modelo, sus colores metalizados y brillantes, el nombre pretencioso. En el momento de la compra el sujeto se reconoce, por un instante fugaz, justo cuando firma el documento de compra, el universo gira en torno a sí y por un instante fugaz todo cobra sentido. Pero sucede aquí como en el Paraíso perdido, en el momento mismo de su aparición es ya perdido. Por eso esa posición subjetiva es histérica, porque el sujeto vuelve a repetirse otra vez “no es esto lo que verdaderamente quiero, debe haber algo más en alguna parte” y entonces la máquina capitalista opera para suministrarle un nuevo objeto de deseo.

Aquí reside el papel de la fantasía ideológica, ya sea el capitalismo, el estalinismo o el fascismo... se trata de movilizar el deseo del sujeto para controlar su goce. Llenar de una u otra forma el vacío constitutivo del sujeto que fije al sujeto a un universo simbólico y se sienta vinculado de alguna forma al otro.

Sin embargo, ¿qué ocurre cuando la ideología no es capaz de movilizar nuestro deseo? ¿entonces qué deseamos? ¿a qué realidad simbólica queda fijado el sujeto? La respuesta a esta pregunta no es única, no nos lleva a una sola situación, del mismo modo de un conflicto en el sujeto no es causa de la misma sintomatología. En esta entrada quiero arrojar luz sobre uno de esos síntomas que puede ser tomado ya como un síntoma social: la melancolía. Las avanzadas sociedades democráticas son inevitablemente melancólicas, sociedades de hombres impelidos a gozar una y otra vez de todos los objetos suministrados por la máquina capitalista y que, sin embargo se llenan de hombres tristes sin capacidad para ningún tipo de goce. Y cuando más avanzada es esa sociedad, cuando mayor posibilidades de goce ofrece, parece que más hombres tristes y deprimidos la habitan. La depresión es una enfermedad que afecta fundamentalmente a las sociedades del consumo y la opulencia, y puede ser vista, desde la perspectiva que aquí se contempla, como una fractura ideológica, la incapacidad por parte del sistema de movilizar el deseo del sujeto y su irremediable caída en el vacío de la locura. La depresión o melancolía es una disposición subjetiva paradójica en las sociedades capitalistas puesto que, en una estructura social en la que toda la estructura económica, institucional, legal y política se sustenta sobre el deseo y el goce del sujeto, aparecen unos hombres fantasmáticos, que se arrastran penosamente por las calles y que lo que les pasa es básicamente que carecen de esa capacidad para desear que sustenta los vínculos sociales y el orden político. La melancolía es, en sí misma, una fractura abierta en el seno de la ideología capitalista, puesto que anula la posición subjetiva histérica que sujeta a los hombres a este particular orden simbólico. No es la única y, desde luego, no es la más deseable pero sin duda es una de las más presentes.

El melancólico subvierte el orden social puesto que, para él, ningún objeto puede ocupar el lugar de la falta y, por tanto, ninguna ley, ninguna promesa, ninguna experiencia, y ninguna cosa de ningún tipo puede anclarle al orden social y hacerle participar en la ley, el deseo y el goce. El melancólico, carente de una magnitud negativa que nombre a su falta, se encuentra frente al abismo absoluto y aterrador de su propia falta de ser. En estos hombres tristes el deseo no está, y cuando hace acto de presencia en su posición subjetiva, lo hace como un fuerte y profundo deseo de abismo. Ese sujeto que parece no tener voluntad para nada, que vive su vida desde una desesperante abulia, muestra una firmeza infinita en el propio acto de su aniquilación, en el salto abismático hacia su desaparición, porque expresa ahí, finalmente, todo el poder de su deseo, un deseo de vacío absoluto, sin los intermediarios del goce. Para el melancólico suicida nunca es tan firme su voluntad como cuando salta al vacío o aprieta el gatillo porque sólo ahí su voluntad es verdadera.

Si miramos a la escena que estos días se describe en las páginas de todos los periódicos del mundo, y abre todos los informativos, esto mismo se nos muestra con una verdad descarnada. Como se ha repetido en muchos sitios ya, respecto del accidente del vuelo de German Wings, el piloto presa de sus necesidades fisiológicas le dice al copilóto Lubitz “vete preparando el aterrizaje mientras yo voy al baño”, a lo que éste contesta melancólicamente “Espero, ya veremos”. Su contestación melancólica muestra que ese deseo, “espero” no es el suyo, sino el enigmático deseo del otro frente al que él ya no se siente anclado ya que ha descubierto su constitución vacía. Aterrizar el avión es lo que haría alguien que aún se siente vinculado al orden social, el poderoso deseo del otro. Alguien que, por ejemplo, aún crea de alguna forma en un orden moral y no conciba la atrocidad estrellar un avión matando a cientocincuenta pasajeros. Pero ese no es el deseo de alguien para quien ya no hay anclajes sociales y su vida se ha soltado del otro, para alguien para el que ya solo cabe un único deseo, el abismático deseo de nada. Por eso su languidez en ese “ojalá” contrasta poderosamente con su firme voluntad de encerrarse en la cabina de pilotaje y pulsar voluntariamente con firmeza el botón de descenso, poniendo rumbo hacia el desastre.

La reacción social contra este hecho no puede ser de otra forma que “defensiva”, y lo pone de manifiesto la caza desesperada de información por parte de los medios de comunicación, buscando alguna seña de la enfermedad del piloto que permita apuntalar de nuevo el orden social. Se trata ahora de construir sobre el piloto suicida el relato de la locura y de la enfermedad, bien descrita por los mecanismos tranquilizadores de la ciencia. Por necesidad debía ser un loco, por necesidad debía estar enfermo, por necesidad esta debe ser una excepción traumática que confirme la regla. Sin embargo, debajo de esa búsqueda histérica ya se puede ver la inconsistencia que tendrá el relato, pese a documentales y sensacionalistas especiales televisivos, que traten de sacar conclusiones apresuradas del testimonio de un vecino, de un fugaz parte médico, de un bote de pastillas ansiolíticas... etc. Lo que la sociedad no está dispuesta a admitir, ni siquiera a tomar en consideración, es la idea de que Lubitz sea sólo un piloto melancólico, uno de esos hombres tristes, como tantos otros, que arrastran sus vidas por las sociedades del goce, que ya no se sienten vinculados de alguna forma a los otros y para los que el imperativo posmoderno del goce es una máscara caída. Sólo un hombre más de tantos que muestran en su tristeza a una sociedad enferma.

lunes, 2 de marzo de 2015

La razón populista.
Óscar Sánchez Vega

Hoy en día el populismo parece gozar de tan buena salud como mala prensa. Los partidos populistas ganan elecciones u obtienen magníficos resultados en Europa y, especialmente, en América Latina, pero el calificativo de “populista” continua cargado de connotaciones negativas. En este contexto llama la atención la obra de Ernesto Laclau La razón populista (Buenos Aires, 2005) porque hace de la denostada noción una categoría política fundamental.

Empieza el filósofo argentino haciendo un repaso de algunas definiciones. Todas las aproximaciones a la noción de populismo incurren en un error de planteamiento: o bien formulan, de manera a priori, una definición superficial y peyorativa del término y entonces los hechos empíricos, los movimientos sociales acusados de populismo, no encajan con la definición propuesta, o bien se limitan a una enumeración de movimientos y partidos llamados populistas construyendo una definición por agregación de rasgos muchas veces contradictorios. Ni de una forma ni de otra es posible construir una categoría política coherente. 

Los detractores de la política populista formulan, básicamente, dos acusaciones: primera, el populismo es un discurso vago y ambiguo; segunda, el populismo es demagógico. Laclau sostiene que ambas acusaciones tienen una parte de verdad que es preciso reconocer pero que esos rasgos pueden ser considerados desde una perspectiva diferente. La vaguedad y la imprecisión son un defecto, por ejemplo, en las ciencias formales porque el terreno que pisamos es susceptible de ser roturado con rigor, pero cuando la realidad que tratamos conocer y transformar es en sí misma ambigua e indeterminada un enfoque tal puede ser el más apropiado. “El lenguaje de un discurso populista va a ser siempre impreciso y fluctuante: no por falla alguna cognitiva, sino porque intenta operar performativamente dentro de una realidad social que es gran medida hetereogénea y fluctuante” (Ibíd, pag70). Este componente de vaguedad es esencial en cualquier discurso populista. En cuanto a la acusación de demagogia, lo que está en juego aquí es la valoración del papel de la retórica en la vida política. Laclau niega que la retórica sea “algo epifenoménico”, un rasgo accidental y lamentable del discurso político. No es así. Los recursos retóricos son el corazón mismo del discurso político (añadiremos algo sobre esto más adelante).

El problema de la literatura sobre el populismo es que las aproximaciones a la noción están cargadas de prejuicios: si el populismo se caracteriza a priori como una posición irracional es absurdo entonces indagar acerca de una lógica o una razón populista. Laclau sostiene, por el contrario, que existe una lógica populista que tiene como finalidad constituir un vínculo social en torno a la noción de pueblo. Lo que verdaderamente interesa al argentino es determinar la especificidad de la práctica articulatoria populista. Para ello debemos volver a algunas nociones que hemos presentado en una entrada anterior: la lógica de la diferencia y la lógica de la equivalencia. La primera es la lógica que rige los conflictos y las demandas sociales aisladas -demandas democráticas, en términos de Laclau-, aquellas que se dirigen al poder para solucionar un problema concreto que afecta a cierto colectivo: vivienda, educación, sanidad, etc. La segunda, la lógica de la equivalencia, consiste en la creación de demandas populares mediante la articulación de las demandas democráticas. Es el rechazo del poder a las demandas democráticas lo que permite dar este paso o, dicho de otra forma, son las demandas democráticas insatisfechas las que abren la posibilidad de generar demandas populares a partir de la formación de una frontera interna que separa al pueblo del poder, naciendo de este modo el “embrión de una configuración populista”. Populismo no es un movimiento o una ideología es una lógica política caracterizada por el paso de la lógica de la diferencia a la lógica de la equivalencia, en virtud de una serie de demandas sociales insatisfechas.

Al ser una lógica vacía de contenido cabe, naturalmente, la posibilidad de un populismo progresista o conservador. Los primeros movimientos populistas fueron de carácter progresista pero a partir de los años en 50, en EEUU, podemos hablar de un populismo conservador de la mano del macarthismo, el anticomunismo y el antiestatalismo. La llamada al “americano medio” y a la “mayoría silenciosa” frente a la élite liberal ha sido una exitosa estrategia populista del Partido Republicano norteamericano. El discurso populista explica el amplio apoyo que encontraron entre los trabajadores blancos los presidentes Nixon, Reagan o George Bush hijo. Poco a poco se construye una operación hegemónica, una nueva cadena equivalencial que, de la mano de Margaret Thatcher, también se expande por Europa: contra la burocracia estatal, el despilfarro en políticas sociales, el elitismo intelectual, etc. 

Lo peculiar del populismo es privilegiar las cadenas de equivalencia frente a las diferencias. Lo contrario sería la política institucionalista. El lema, tan habitual en los libros de Ética, de “somos diferentes, somos iguales” podría resumir muy bien la perspectiva de una política institucionalista. En principio, el Estado del Bienestar solo es compatible con políticas institucionalistas que niegan cualquier frontera interna, pero la crisis económica y las contradicciones internas pueden generar antagonismos sociales en los cuales la parte más débil se identifica con el Estado benefactor amenazado, creándose así cadenas equivalenciales que permiten la irrupción del pueblo como sujeto político: nosotros somos el pueblo y ellos los especuladores, banqueros, la casta etc. Pero la preponderancia de las cadenas equivalenciales, característica del populismo, no implica la negación de las diferencias. Las diferencias son la marca de una heterogeneidad social irreductible, de tal forma que la tensión equivalencia/diferencia no se rompe en ningún momento. Ambas son “condiciones necesarias para la construcción de lo social” (Ibíd, pag 47). Es solo porque las demandas particulares están insatisfechas por lo que se puede generar un sentimiento de solidaridad con otras demandas e iniciar así una cadena equivalencial.

Noción de pueblo.

“El “pueblo” es algo menos que la suma total de los miembros de la comunidad: es un componente parcial que aspira, sin embargo, a ser reconocido como la única totalidad legítima” (Ibíd, pag 47) nos dice Laclau. El pueblo del populismo es una plebs (una parte, los de abajo) que reclama ser el único populus (todo) legítimo. Frente al discurso institucionalista, los populistas sostienen que no todas las diferencias son iguales, hay una parte que se identifica con el todo a través de al construcción de vínculos equivalenciales. “Todo el poder a los soviets”, por ejemplo, es un reclamo populista.

Dos condiciones son precisas para que surja el populismo: el vínculo equivalencial y la frontera interna. “El populismo requiere la división dicotómica de la sociedad en dos campos” (Ibíd, pag 48) y un campo, el polo popular, reclama ser el todo legítimo. “El destino del populismo está ligado estrictamente al destino de la frontera política: si esta última desaparece, el “pueblo” como actor histórico se desintegra” (Ibíd, pag 52). Es importante comprender que no todos somos el pueblo, los explotadores no pueden ser miembros de la comunidad en el imaginario popular. Esta frontera interna es irrepresentable conceptualmente (como la relación sexual en Lacan), “el corte escapa a la aprehensión intelectual”(Ibíd, pag 49), “el momento de ruptura antagónica es irreductible” (Ibíd, pag 55), es decir, no puede ser explicada, como en el materialismo histórico, mediante categorías económicas o, como en Hegel, apelando a “la astucia de la razón”. “La construcción del “pueblo” va a ser el intento de dar nombre a una plenitud -de la comunidad- que está ausente” (Ibíd, pag 50), afirma Laclau. La experiencia inicial del populismo es la experiencia de una falta, de una injusticia. En el inicio están las demandas democráticas insatisfechas. La articulación comienza cuando una demanda particular adquiere centralidad, en otras palabras, la política populista es una operación hegemónica que acontece cuando una demanda democrática pasa a ser una demanda popular y se convierte en un punto nodal. Así se construyen las identidades populares. 

Importancia de los significantes vacíos.

Significantes vacíos y significantes flotantes son nociones similares. Los primeros, los significantes vacíos, “tienen que ver con la construcción de una identidad popular una vez que la frontera interna se da por sentada”. Los segundos, los significantes flotantes, intentan “aprehender conceptualmente los desplazamientos de la frontera” (Ibíd, pag 77). Desde un punto de vista práctico apenas caben establecer diferencias pues las dos nociones constituyen operaciones hegemónicas. 

Antes hemos reconocido que el populismo es un discurso vago e impreciso. No puede ser de otro modo pues se constituye en torno a significantes vacíos. Decía Lacan que la identidad y unidad del objeto son el resultado de la operación de nominación: el nombre es el fundamento de la cosa. El nombre (significante vacío) es el que constituye el objeto, de ahí la importancia de la retórica, que consiste en emancipar al nombre de sus referentes conceptuales unívocos. Es el acto de “nombrar” lo que puede articular las distintas luchas democráticas e iniciar una cadena equivalencial. En la Revolución rusa, por ejemplo, el lema “Pan, paz y tierra” funcionó como un significante vacío que permitió articular las luchas democráticas que, de otro modo hubieran permanecido aisladas e incomunicadas. Estas palabras: "pan", "paz" y "tierra", aspiran a nombrar una universalidad que desborda todo particularismo, toda lucha aislada. 

Los significantes vacíos y las operaciones retóricas que conllevan son necesarios porque partimos de una base social muy hetereogénea. “En las luchas populares la identidad tanto de las fuerzas populares como del enemigo es más difícil de determinar (que en una lucha democrática aislada)” (Ibíd, pag 58). Precisamos pues de instrumentos vagos e imprecisos tanto para cohesionar a los nuestros como para señalar a los otros.        (Laclau destaca la importancia de los significantes vacíos para un discurso populista, pero se echa en falta una distinción. El argentino sostiene que una política populista consta de dos fases: el momento subversivo y la etapa institucional o, lo que es lo mismo, derribar el viejo orden y crear uno nuevo. Parece indudable la importancia y la efectividad de los significantes vacíos en el momento subversivo, pero ¿qué pasa en la fase institucional? Cuando una formación populista alcanza el poder político ¿siguen cumpliendo la misma función los significantes vacíos? Una vez que un partido populista ostenta el poder parece inevitable vincular los significantes con ciertos contenidos con lo cual algunas demandas quedan necesariamente insatisfechas y la cadena equivalencial seriamente amenazada.)

Importancia del líder y de la representación.

También relacionado con el tema de los significantes vacíos está el papel del líder. Los portavoces del discurso institucional han denunciado a menudo la excesiva importancia y centralidad que tiene la figura del líder en el seno de las formaciones populistas. Laclau admite este rasgo y lo vincula con la función de los significantes vacíos: “cuanto más extendido está el lazo equivalencial más vacío es el significante que unifica la cadena” (Ibíd, pag 58). La vacuidad del significante es una condición necesaria para articular a gentes y colectivos muy diversos. Los nombres de los líderes cumplen esta función de manera óptima esta función, especialmente cuando el acceso a la referencia, la persona real que designa el nombre, es imposible o muy complicado. Algo así ocurrió con el significante “Perón” durante los años de exilio del dirigente en los que estuvo confinado y sin permiso para realizar declaraciones políticas. Su nombre se convirtió en aglutinador de la oposición al régimen oligárquico en Argentina. Lo mismo pasó con Che Guevara, especialmente después de su muerte, y con Nelson Mandela, el cual, desde la prisión, se convirtió en el símbolo de la nación sudafricana.

Los líderes de los partidos, no solo de los partidos populistas, siempre hacen algo más que “representar” a los militantes y simpatizantes. Pese al modelo teórico del liberalismo, el representante nunca es un agente pasivo de sus votantes, debe añadir algo al interés que representa, “este agregado, a su vez se refleja en la identidad de los representados, que se modifica como resultado del proceso mismo de representación” (Ibíd, pag 93). La influencia es recíproca, transita en los dos sentidos. Un representante no puede vivir y hablar al margen de la voluntad de los representados pero su labor puede servir para homogeneizar una masa heterogénea y cambiar así aquello que está representando. Este es el fin del líder según los teóricos fascistas, es una forma extrema de representación simbólica.

Las identidades débilmente constituidas requieren de la representación para afianzarse, “la construcción del pueblo sería imposible sin el funcionamiento de los mecanismos de representación” (Ibíd, pag 95). Para que el pueblo tome conciencia de sí mismo necesita de líderes y representantes. Ya hemos señalado la importancia de los significantes vacíos como puntos nodales de las cadenas equivalenciales, pero... ¿quién los instituye? ¿quién decide qué significantes pueden ser los más efectivos, los que más carga emocional conllevan y por tanto los más óptimos para generar cadenas de equivalencia? Laclau no responde claramente: parecen ser los líderes e intelectuales de la formación hegemónica, que son también los retóricos, pues la retórica consiste precisamente en desplazar las fronteras aceptadas entre significante y significado. La voluntad del pueblo, por tanto, no es algo constituido de manera previa a la representación sino más bien un acontecimiento sobrevenido.

Importancia de los afectos; la investidura.

Cualquier totalidad social es el resultado de una articulación ininteligible sin la dimensión afectiva. El afecto constituye la esencia misma de lo que Laclau denomina “investidura” que es el momento en el cual una parte pasa a cumplir la función de una totalidad o, en términos psicoanalíticos, consiste en elevar un objeto parcial a la dignidad de la Cosa. En términos políticos y aplicado a asunto que nos interesa, es el momento en el que la plebe pasa a ser la encarnación del populus. No hay populismo posible sin una investidura de un objeto parcial. Recordemos que “pueblo” es una plebs que reclama ser un populus. Para ello “objetos parciales (figuras, símbolos, objetivos) son investidos de tal manera que se convierten en los nombres de su ausencia” (Ibíd, pag 69).

La falta del reconocimiento de la dimensión afectiva ha sido un importante déficit en la teoría política liberal y socialdemócrata, como el modelo de democracia deliberativa de Habermas, pero también en muchos discursos emancipatorios del siglo XX. Los partidos comunistas tendieron a menospreciar esta faceta y a promover una visión del pueblo universal y abstracta: la unión de todos los proletarios del mundo. No comprendieron que un pueblo siempre es una singularidad histórica susceptible de generar lazos afectivos sin los cuales no es posible su constitución. Precisamente los partidos comunistas que triunfaron, especialmente el partido comunista chino y el cubano, no cayeron en este error, identificaron al pueblo con una singularidad histórica con la cual los trabajadores podían identificarse... y sacrificarse si fuera preciso. 

Democracia y populismo.

Claude Lefort sostiene una interesante tesis: afirma que con la Revolución francesa el lugar del poder se convierte en un vacío (ya no es el cuerpo del príncipe); este vacío de poder desencadena un proceso de decepción y frustración al que se pretende combatir con la fantasía del Pueblo-Uno, fantasía que está en el origen del totalitarismo. De tal modo que, simplificando mucho, el populismo conduce al totalitarismo. Como es de suponer Laclau no puede estar de acuerdo con esta tesis. Admite que este paso, del populismo al totalitarismo, es posible, pero el espectro de posibilidades que permite el populismo no puede reducirse a la oposición democracia/totalitarismo. Las posibles articulaciones son múltiples y todas ellas contingentes. La noción de populismo no designa ciertos objetos sino un “área de variaciones dentro de la cual pueden inscribirse una pluralidad de fenómenos” (Ibíd, pag 101).

Entre todas ellas nos interesa profundizar en una: la articulación entre liberalismo (gobierno de la ley, derechos humanos, libertad individual) y democracia (igualdad, soberanía popular...). Se trata de dos tradiciones distintas que pueden darse por separado de tal modo que su articulación es enteramente contingente como ha demostrado la historia del siglo XX. Verdad es que el pueblo puede constituirse en el seno de un discurso fascista pero esta no es razón suficiente para denostar el populismo pues perfectamente posible articular populismo y democracia que es la perspectiva política que a Laclau le parece más idónea. Es más, una auténtica democracia, que vaya más allá del formalismo de la democracia procedimental, exige la construcción de un pueblo: “la posibilidad misma de la democracia depende de la constitución de un pueblo democrático” (Ibíd, pag 101). El cómo ya lo hemos apuntado: mediante significantes vacíos que generan cadenas de equivalencias. 

Variaciones populistas.

Laclau distingue diferentes tipos de populismos. América Latina, por ejemplo, es un territorio propicio para el populismo de Estado porque allí el Estado liberal no ha sido más que una sofisticada maquinaria clientelista al servicio de los oligarcas y terratenientes. Este poder oligárquico ha ignorado sistemáticamente las demandas democráticas de los sectores más desfavorecidos, lo que, a la larga, favorece el triunfo de formaciones populistas que apuestan por un Estado fuerte y nacional. Así, por ejemplo, el régimen populista del general Perón en Argentina instituyó un gobierno autoritario y antiliberal que, sin embargo, promulgo reformas democráticas. Por ello en América Latina “la construcción de un Estado nacional fuerte en oposición al poder oligárquico local fue la marca característica de este populismo” (Ibíd, pag 112).

Otra posibilidad, que claramente no cuenta con la simpatía de Laclau, es el populismo étnico. En Europa de Este, especialmente después de la Caída del Muro, los movimientos populistas son de este cariz. En estos países la identificación estatal ha sido especialmente débil por la inestabilidad histórica de las fronteras y la calamitosa acción de gobiernos títeres al servicio de las poderosas potencias de oriente -Rusia- y occidente -Alemania-. En este contexto proliferaron los nacionalismos, la religión y la xenofobia. La frontera interior que, como hemos visto, es consustancial al populismo pasa a ser exterior; el otro, el opuesto a la comunidad ya no es el explotador sino el miembro de la etnia rival. Las líneas que constituyen la comunidad son puramente étnicas lo que genera, naturalmente, un mayor peligro de autoritarismo. El problema de este populismo es, en términos de Laclau, que los significantes que constituyen la cadena equivalencial no son suficientemente vacíos (“croata”, “serbio”, “musulmán”, etc, designan grupos claramente delimitados, sin margen para la ambigüedad). Una crítica similar  a  la de Laclau la podemos encontrar en Habermas y su teoría del patriotismo constitucional: en ambos casos se apunta a la construcción de un pueblo que rebase las identidades étnicas merced a ciertos significantes vacíos. 

Laclau insiste en que no hay nada automático en la construcción de un pueblo. Es preciso un equilibrio entre la lógica equivalencial y diferencial. Si prevalece la diferenciación institucional cada grupo, cada clase atiende a sus propios intereses y el pueblo no acontece. Pero una preponderancia excesiva de la cadena equivalencial también es nociva y esto es menos evidente. Una equivalencia total pasa a ser una identidad, una masa homogénea e indiferenciada, el pueblo deja de ser plebs, se abandona la heterogeneidad esencial que está en la base de la identidad populista. El ejemplo que propone Laclau para ilustrar el peligro del exceso equivalencial es la Turquía de Kemal Atatürk: el pueblo es visto como “unión de grupos ocupacionales solidarios e interdependientes” (Ibíd, pag 121), el objetivo es suprimir las diferencias de clase, construir una comunidad sin fisuras, eliminación de todo particularismo diferencial.  El problema es, según Laclau, que la construcción de la identidad popular no acontece mediante la articulación de demandas democráticas reales sino que es una imposición autoritaria. Kemal Atatürk construye un pueblo desde arriba, con el apoyo del ejército pero sin apoyo popular. Para un lector español es casi imposible no relacionar esta variación con el organicismo franquista. También Franco promovió un populismo de este tipo, una totalidad sin fisuras en la que cada estamento trabaja en perfecta armonía con el resto con la única finalidad de contribuir al bienestar general. Pero, según Laclau, este no es el camino; la identidad popular debe ser construida desde abajo, partiendo las demandas democráticas; de ahí la importancia de la hetereogeneidad social, esta es primordial y constitutiva, es decir, no hay ninguna unidad subyacente, ningún pueblo, que haya que sacar a la luz. El pueblo es más bien un anhelo de totalidad, una unicidad fallida, por ello el único modo de acceder a él es investir un objeto parcial de los rasgos de la totalidad. En esto consiste la hegemonía. 

Objeciones.

En primer lugar creo que el enfoque teórico de Laclau es atinado y estimulante: hace del populismo una categoría política plenamente inteligible y, a mi parecer, encaja bien con los hechos que conocemos y con las formaciones a las que aplicamos la noción. Acabo apuntando dos breves objeciones por no alargar más esta, me temo, extensa entrada.

Laclau considera perfectamente natural, y hasta necesaria, la articulación entre populismo y democracia. Recordemos que reprocha a Lefort el vínculo que establece entre populismo y totalitarismo. Esa es solo una posibilidad afirma el argentino. Por ejemplo, en América Latina, dice, el populismo ha sido conjugado de manera natural con el liberalismo, esto es, con la defensa de los derechos humanos y los derechos civiles, frente al despotismo de las Juntas militares. Creo sinceramente que el ejemplo no es muy afortunado; pero, más allá del caso aducido, entiendo que Laclau no argumenta suficientemente la posible articulación de populismo y democracia… al menos lo que habitualmente entendemos por “democracia”. Muy breve y superficialmente: recordemos que el populismo tiene que ver con la institución de una frontera interna en el seno de la sociedad, es más, que la comunidad se constituye como pueblo al expulsar a algunos de su seno (los corruptos, explotadores, oligarcas, capitalistas, etc). Una política así puede articularse con un discurso democrático siempre y cuando entendamos la democracia en el sentido que nos propone Laclau: soberanía nacional, igualdad social y poder del demos, esto es, de la plebe o, mejor dicho, de una plebe investida de populus. Pero si vinculamos el discurso democrático con los valores de tolerancia, pluralismo político, legitimidad constitucional, participación ciudadana, paz, separación de poderes, deliberación racional, seguridad jurídica, derechos cívicos, etc; entonces no es en absoluto evidente que sea posible una articulación tal.

Por último, repito que poco tengo que objetar al análisis de Laclau, me parece lúcido y acertado; también honesto en la medida que deja muy claro cuál es el precio a pagar por una política populista. A Laclau le parece un precio razonable, a mí excesivo. Eso es todo.

jueves, 19 de febrero de 2015

La democracia agonística.
Óscar Sánchez Vega

El modelo liberal concibe la política como una competición entre élites -en términos de Schumpeter- que defienden determinados intereses pero están de acuerdo en lo fundamental; de tal manera que lo que se dirime en unas elecciones es bien poca cosa (puedes elegir entre Coca-cola o Pepsi-cola), pues incluso los intereses corporativos que defienden unos y otros deben armonizarse e integrarse, a largo plazo, dentro de un marco institucional incuestionable. Actualmente, con la crisis de los Estados-nación, lo que se decide es aún menos, pues la política económica depende de instituciones supranacionales que no están sometidas al control democrático. Frente a este modelo podemos oponer la fórmula schmittiana que concibe la política como un enfrentamiento entre amigo y enemigo. No hay aquí espacio para consenso alguno. Más allá de los medios empleados -la guerra o el debate parlamentario- el objetivo es el mismo: aniquilar al enemigo. La política surge cuando, en virtud de los antagonismos que atraviesan la sociedad, nos reconocemos como un “nosotros” que se constituye, naturalmente, frente a un “ellos”. Estos son los dos extremos que operan hoy en día en la vida política: o enemigos o competidores. Si adoptamos una perspectiva liberal entendemos la confrontación política casi como una pantomima en la que no se dirime nada fundamental; si adoptamos una perspectiva schmittiana como un campo de batalla eterno e inclemente.

Chantal Mouffe propone un modelo intermedio: el modelo agonístico (de agon: contienda, disputa). Sostiene, con Schmitt, que los antagonismos sobre los que se levanta la vida política son irreconciliables, pero ello no nos debería llevar a tratar al otro como un enemigo al que es lícito privar de su vida o dignidad humana. Plantea Mouffe lo que denomina un “consenso conflictivo” que asegura, al menos, que el otro sea reconocido como adversario legítimo y no como enemigo. De este modo nos comprometemos a garantizar sus derechos fundamentales aunque, por otra parte, renunciamos a alcanzar un consenso con él, pues sabemos de antemano que nuestras posiciones son irreconciliables. La diferencia con el planteamiento de Schmitt es la siguiente: el “adversario” de Mouffe comparte con “nosotros” los principios ético-políticos sobre los que descansa la democracia -libertad, igualdad, derechos humanos…- pero los interpreta y aplica de forma muy diferente; en cambio el “enemigo” -el yihadista, el neonazi…- se sitúa fuera del espacio agonístico y no acepta los principios ético-políticos comunes; él es nuestro antagonista, por lo que no reconocemos su derecho a defender su posición dentro del marco democrático. El objetivo de la democracia es que el conflicto adopte una forma agonística, no antagónica. Ni enemigos ni competidores: adversarios. Esta es la fórmula de un modelo agonístico de la política.  

jueves, 22 de enero de 2015

La hegemonía, según Laclau y Mouffe.
Óscar Sánchez Vega

1. Lenin y Gramsci.

La noción de hegemonía surge como categoría política de la mano de Lenin. Para Lenin la hegemonía es “dirección política en el seno de una alianza de clases”. La dirección política es, naturalmente, para la clase obrera y la alianza es, básicamente, con el campesinado y la pequeña burguesía contra el enemigo común (la nobleza y la alta burguesía). Pero se trata de una alianza coyuntural porque los intereses de las clases permanecen separados (como quedará patente después de la Revolución de Octubre). El obrero es vanguardia en la lucha por unas libertades democráticas con las que no se identifica, ya que habrá que abolirlas en el Estado socialista. Antonio Gramsci, años más tarde, hará de esta noción el centro de la estrategia política del Partido Comunista Italiano. La hegemonía es para Gramsci, fundamentalmente, liderazgo intelectual y moral en el seno de un “bloque histórico”. Aparece así por primera vez la noción de hegemonía entendida como “articulación” de elementos disímiles que, por mediación de la ideología, que cumple la función de “cemento” social, pasan a ser un “bloque histórico”.

A pesar de la novedad que representa el nuevo planteamiento, Gramsci sigue fiel a la concepción marxista ortodoxa de la política que concibe el espacio social fracturado en dos bloques claramente delimitados: nosotros y ellos, los proletarios y los burgueses. La política es concebida como una “guerra de posiciones” siguiendo el modelo militar de Clausewitz. Es la clase obrera, mediante el partido que la representa, el Partido Comunista, quien está llamada a liderar un bloque opositor al capitalismo. Pero el “bloque histórico” de Gramsci está mucho más compacto y cohesionado que la “alianza de clases” que proponía Lenin. En el bloque histórico los intereses y objetivos son comunes; estamos ante una profunda simbiosis; no ante una mera alianza coyuntural.

2. Crítica al determinismo y a la noción de sujeto.

Ernesto Laclau publica junto con su compañera Chantal Mouffe (en lo sucesivo L&M) Hegemonía y estrategia socialista en 1985. L&M entienden que otorgar a la clase obrera el papel protagonista en la lucha anticapitalista, como hacen Lenin y Gramsci, solo se justifica desde el determinismo histórico y económico característico de la teoría marxista. Pero es justo este determinismo el que es puesto en cuestión y la crítica al determinismo implica el abandono del concepto, por ello “la búsqueda de la verdadera clase obrera es un falso problema” (Ibíd, pag 149). El problema de fondo de los problemas sociales y políticos no es que sean independientes de la infraestructura económica sino más bien al contrario, que están “sobredeterminados”. La sobredeterminación es un fenómeno por el cual un único efecto observado es determinado por múltiples causas a la vez, cualquiera de las cuales puede ser suficiente para dar cuenta del efecto, es decir, hay más causas de las necesarias para causar el efecto. Por ejemplo, un motín o una revolución no están determinados por factores estrictamente económicos -aunque estos también son importantes- intervienen múltiples factores y privilegiar unos en detrimento de otros es del todo injustificado. Sostener, como hacen L&M, que los problemas políticos están sobredeterminados equivale a negar la dicotomía clásica entre Apariencia y Realidad (esta última no es la infraestructura económica como sostienen los marxistas).

Lo que L&M quieren preservar del análisis de Gramsci es la concepción de hegemonía como articulación de elementos disímiles. El propósito de los autores es llevar al extremo la “lógica de la hegemonía” desligándola del determinismo económico marxista y prescindiendo de cualquier esencialismo que prime a un “sujeto privilegiado” (la clase obrera) como pivote en torno al cual deba girar la lucha anticapitalista. La cuestión de fondo no es -como había denunciado Marcuse- que la clase obrera no sea el sujeto político adecuado para liderar un cambio radical en la sociedad, sino, más bien, que la noción de “sujeto” es un lastre del que podemos prescindir. Todo sujeto político que pudiéramos considerar (el Hombre, la clase social, el pueblo, la vanguardia revolucionaria...) es una concreción del sujeto cartesiano, es decir, un ser racional, libre, autónomo..., pero este sujeto no es más que una construcción ideológica que nace de la mano del capitalismo. L&M asumen las críticas de Nietzsche, Freud, Heidegger y Foucault a esta noción. Los distintos léxicos o discursos no son instituidos por ciertos sujetos, sino que más bien sucede a la inversa: es el seno de ciertos discursos donde se constituyen los sujetos políticos. El sujeto es así reinterpretado por L&M como “posición de sujeto”, es decir, como “posición discursiva”. Por ejemplo, “Hombre” no es ninguna esencia que pueda ser definida de un modo objetivo. El “Hombre” se constituye en el seno de cierto discursos -el humanismo- y adquiere uno u otro significado en función de las relaciones que establezca con otros signos o “posiciones”. “Hombre” es lo que L&M denominarán un “punto nodal” clave para instituir determinadas prácticas sociales. Lo mismo cabe decir del “pueblo” o de la “clase social”, que es el sujeto privilegiado del marxismo.

3. Conceptos clave.

Antes de avanzar con la propuesta de L&M conviene fijar y definir de forma precisa las nociones que vamos a utilizar. Llamaremos “articulación” a “toda práctica que establece una relación tal entre elementos, que la identidad de estos resulta modificada como resultado de esa práctica” (Ibíd, pag 176). Los “elementos” son diferencias no articuladas y los “momentos” posiciones articuladas. Los “puntos nodales” son puntos discursivos privilegiados por su capacidad para generar sentido (por ejemplo las nociones de “democracia” o “libertad”). “La práctica de la articulación consiste, por tanto, en la construcción de puntos nodales que fijan parcialmente el sentido” (Ibíd, pag 193). En torno a ciertos puntos nodales los elementos dispersos pasan a ser momentos de un discurso que da sentido a las cosas, aunque -conforme a la lógica postestructuralista que parecen ejercitar L&M- el tránsito de elementos a momentos nunca es completo, de tal forma que el espacio social, la sociedad propiamente dicha, nunca llega a cerrarse, a constituirse como tal. “Lo social solo existe como esfuerzo parcial de instituir la sociedad” (Ibíd, pag 215). El estatus epistemológico de los elementos es el de “significantes flotantes”, hasta que logran ser insertados en una cadena discursiva.

Toda articulación hegemónica genera cadenas de equivalencia: “la equivalencia es siempre hegemónica en la medida en que no establece simplemente una “alianza” entre intereses dados, sino que modifica la propia identidad de las fuerzas intervinientes en dicha alianza” (Ibíd, pag 305). Por ejemplo, en un país colonizado se generan cadenas de equivalencia cuando la población indígena percibe los distintos elementos propios de los colonizadores (ropa, música, valores, religión, instituciones etc) como equivalentes, es decir, todos van juntos, todos representan y designan lo mismo, por tanto nos oponemos a todos. L&M subrayan la importancia de la distinción entre lo que ellos llaman la “lógica de la equivalencia” y la “lógica de la diferencia”. La lógica de la equivalencia, como hemos visto en el ejemplo anterior, es la propia de las “luchas populares”. La constitución del pueblo como sujeto político está ligado a una simplificación de los antagonismos sociales: nosotros, que somos el pueblo, luchamos contra ellos, los oligarcas, capitalistas etc. Este proceso discursivo ocurre con más facilidad en los países en vías de desarrollo, mientras que en los países desarrollados se dibujan múltiples líneas de antagonismo que impiden fijar una posición común y alumbrar así al pueblo como sujeto político. La “lógica de la diferencia” es característica de las “luchas democráticas” que se plantean en las sociedades capitalistas avanzadas porque los colectivos no forman bandos claramente delimitados, no se agrupan en dos formaciones enfrentadas. Una persona puede ser feminista y liberal, otra ecologista y conservador, un tercero, cristiano y anarquista etc. Los antagonismos en una sociedad capitalista avanzada no suelen integrarse en cadenas de equivalencia.

La lógica de la equivalencia apunta a la igualdad y la lógica de la diferencia a la libertad. Ambas se limitan de forma mutua y necesaria. La lógica de la equivalencia llevada al extremo implicaría la negación de la autonomía de las luchas democráticas (contra el sexismo, el racismo etc). Pero la lógica de la diferencia llevada a su extremo implica la renuncia a la reforma del espacio social, concebido como totalidad. En la medida en que un discurso defienda una posición democrática, es decir, se rija por una lógica de la diferencia, se potenciarán las luchas democráticas (feminismo, antirracismo, movimiento gay...), que son luchas parciales, pues dejan de lado la toma del poder y la articulación de las demandas y los sujetos. En el otro extremo, un discurso centrado exclusivamente en una posición popular es inoperante porque un discurso tal está alejado de la realidad social. En la actualidad las diferencias entre ciudadanos son más acusadas que nunca y no es posible, ni tampoco deseable, generar un bloque opositor compacto y homogéneo porque la lucha política ya no es la “lucha de fronteras” característica del siglo XIX.

4. Noción de hegemonía.

La hegemonía supone el carácter abierto e incompleto de lo social: “el campo general de emergencia de la hegemonía es el de las prácticas articulatorias, es decir un campo en el que los “elementos” no han cristalizado en “momentos” (Ibíd, pag 229). Por un lado la hegemonía presupone la existencia de tensiones antagónicas en la sociedad, pero por otro lado el antagonismo no puede ser total porque si lo fuera no habría posibilidad de articular los “significantes flotantes”. “Las dos condiciones para una articulación hegemónica son, pues, la presencia de fuerzas antagónicas y la inestabilidad de las fronteras que las separan. Sólo la presencia de una vasta región de elementos flotantes y su posible articulación a campos opuestos es lo que constituye el terreno que nos permite definir a una práctica como hegemónica” (Ibíd, pag 231). Un discurso hegemónico se apodera de estos significantes flotantes ("democracia", "igualdad", "libertad", "justicia", "soberanía"...) y los instituye como puntos nodales de una nueva formación discursiva -o, en términos de Gramsci, una nueva ideología- que abre un nuevo sentido a la realidad social.

Ahora bien, ¿quién es el sujeto articulante? Para el marxismo la respuesta es clara: la clase obrera. Pero L&M niegan la centralidad de la clase obrera, es más: niegan que pueda hablarse de “centro” es ningún sentido. Las luchas democráticas, características de la sociedad capitalista avanzada, suponen la pluralidad de espacios políticos (a diferencia de las luchas populares que promueven la división de un único espacio político en dos campos opuestos). Esta pluralidad no es tanto un fenómeno a explicar cuanto el punto de partida de todo análisis político. No hay pues un centro hegemónico, desde distintas instituciones y movimientos (sindicatos, grupos feministas, antirracistas etc) se promueven distintas prácticas articulatorias hegemónicas. Por otro lado, en la medida en que hablamos de “articulación”, reconocemos que las distintas luchas democráticas no son mónadas aisladas, su éxito depende del tipo de relación que establezcan con otros movimientos: “la apertura de lo social es la precondición de toda práctica hegemónica” (Ibíd, pag 240). Una formación (una nación, una Iglesia, un partido político etc) se constituye cuando un conjunto de diferencias se “recorta como totalidad respecto a algo más allá de ellas, y es solamente a través de ese recortarse que la totalidad se constituye como formación”. Incluso en las sociedades capitalistas avanzadas, donde, según L&M, es imposible anular las diferencias y fijar sólidas cadenas de equivalencia, una formación, para ser tal, precisa, a modo de horizonte, instituir ciertas equivalencias. “Una formación solo logra significarse a si misma (…) como aquello que ella no es” (Ibíd, pag 244)

5. La democracia radical: alternativa para una nueva izquierda.

Según Arthur Rosenberg la lucha obrera pasa por dos fases en el siglo XIX. Hasta mediados de siglo (1848) el protagonista era “el pueblo”, desorganizado, amorfo, plural (tal y como es retratado, por ejemplo, en “Los miserables” de Victor Hugo). En la segunda mitad del siglo (de 1860 en adelante) la clase obrera se organiza en sindicatos, partidos socialdemócratas etc. Es, a juicio de Rosenberg, el encerramiento clasista el gran pecado histórico del movimiento obrero. Este es un juicio compartido por L&M: la lucha de clases, tal y como es formulada en el proyecto marxista, no explica la complejidad del cuerpo social: las personas no se agrupan necesariamente en dos frentes homogéneos y antagónicos. Además, el determinismo económico e histórico de la teoría marxista ha sido una rémora para la izquierda europea. Es preciso, en cierto modo, empezar de nuevo, dar marcha atrás y volver a la Revolución francesa como inspiración y orientación de las luchas democráticas. Lo más importante de la Revolución francesa es que genera un nuevo imaginario social, el poder del pueblo, y una nueva lógica de equivalencia que proporciona las condiciones discursivas que permiten plantear distintas formas de desigualdad como ilegítimas.

Necesitamos introducir nuevas nociones para seguir la argumentación de L&M. Llamaremos relaciones de subordinación a “aquellas en las que un agente está sometido a las decisiones de otro”. Por ejemplo, un empleado respecto a un empleador o, en ciertas formas de organización familiar, la mujer respecto al hombre. Relaciones de opresión son “aquellas relaciones de subordinación que se han trasformado en sedes de antagonismos” y, finalmente, relaciones de dominación “al conjunto de aquellas relaciones de subordinación que son consideras ilegítimas desde la perspectiva o el juicio de un agente social exterior a las mismas” (Ibíd, pag 254). Pues bien, la cuestión que nos interesa ahora puede resumirse en una pregunta: ¿en qué condiciones las relaciones de subordinación pasan a ser relaciones de dominación? Porque no hay nada en las relaciones sociales consideradas en sí mismas que nos permita determinar si son de un tipo u otro. Por ejemplo, las nociones de “siervo”/“señor” o “amo”/“esclavo” no designan por sí mismas relaciones antagónicas sino es dentro de una formación discursiva: el discurso de los derechos humanos. Esta distinción no es una mera formalidad teórica porque las relaciones de subordinación solamente pueden ser subvertidas cuando son percibidas como relaciones de dominación; antes no. “Esto significa que no hay relación de opresión sin la presencia de un “exterior” discursivo a partir del cual el discurso de la subordinación pueda ser interrumpido” (Ibíd, pag 255). Empieza así a gestarse una lógica de la equivalencia. Lo mismo pasa con el feminismo, que solo empieza como lucha gracias a la emergencia del discurso democrático. Mary Wollstonecraft con la Vindicación de los derechos de la mujer de 1792, es quien marca el nacimiento del feminismo. Esto fue posible porque el principio de libertad e igualdad había pasado a ser un punto nodal en la construcción del espacio político. Otro tanto ocurre con las luchas de las minorías raciales: a la luz del discurso democrático se perciben nuevos antagonismos que antes pasaban desapercibidos. Después de la Revolución francesa se producen una serie de desplazamientos: las relaciones de subordinación pasan a ser percibidas como relaciones de opresión y dominación, lo que ocasiona distintas luchas democráticas que obligan a reformarse al discurso liberal-democrático hegemónico

L&M proponen a las fuerzas progresistas articular una nueva formación hegemónica al servicio de una noción de democracia radical y plural. “Radical” por la imposibilidad de fijar una identidad, esencia o fundamento alguno, radical también por la crítica al determinismo histórico y económico. “Plural” por la negación del clasismo, es decir, la negación de que la clase obrera, o cualquier otro sujeto revolucionario, pudiera ser el centro de articulación hegemónica. No hay ninguna posición privilegiada, todas las luchas tienen un carácter parcial y pueden ser articuladas por discursos muy diferentes (también el antidemocrático como ocurre en Francia con el Frente Nacional o en Grecia con Amanecer Dorado).

El discurso de la izquierda debe renovarse porque debe hacer frente a un poderoso enemigo: el discurso neoliberal (con origen en Hayek) que pone en cuestión la articulación entre liberalismo y democracia. Hayek concibe la libertad como no interferencia por parte del Estado. No hay lugar en este discurso para la libertad política. En la misma línea, el filósofo norteamericano Robert Nozick critica la noción de justicia social y justicia distributiva y defiende un Estado mínimo. Además el discurso neoliberal aboga por despolitizar las decisiones fundamentales, vaciar la noción de democracia y dar el poder a los expertos. Otro enemigo a considerar es el discurso conservador que, por una parte defiende el libre comercio, pero, por otra parte, critica la homogeneización del mundo que ha traído consigo la globalización y ensalza las diferencias y la desigualdad. La reacción liberal-conservadora no es en absoluto marginal, tiene una carácter hegemónico, intenta trasformar los términos del discurso y crear una nueva definición de la realidad. Lo que está en juego es, en términos de Gramsci, la creación de un nuevo bloque histórico, un nuevo desplazamiento en la frontera de los social. La alternativa de la izquierda debe ser “construir un sistema de equivalencias distinto, que establezca la división social sobre una base diferente”(Ibíd, pag 293).

Ahora bien la nueva estrategia de la izquierda no pasa, a juicio de L&M, por una ruptura radical con el liberalismo: “no se trata de romper con la ideología liberal-democrática sino al contrario, de profundizar en el momento democrático de la misma”(Ibíd, pag 293). L&M proponen no abandonar al discurso de la derecha nociones como “libertad”, “justicia”, “patria” o “democracia”. Es preciso redefinir estas categorías y elaborar nuevas articulaciones: “la forma en que al nivel de la filosofía política son definidas la igualdad, la democracia, y la justicia, puede tener consecuencias importantes en una variedad de otros niveles discursivos, y contribuir decisivamente a moldear el sentido común de las masas” (Ibíd, Pag 290). La defensa de la libertad, por ejemplo, va unida necesariamente a la noción de “individuo”, pero debemos construir un concepto distinto al “individuo posesivo” propio del modelo burgués. Esta nueva idea de individuo pasa por negar la existencia de unos supuestos “derechos naturales” que pertenezcan al individuo antes de la constitución de la sociedad. Todos los derechos se ejercen en sociedad y presuponen los derechos de los otros (no sólo los míos). Debemos ampliar el campo de los “derechos democráticos”, construir cadenas de equivalencia democráticas frente a la ofensiva neoconservadora.

Un nuevo discurso hegemónico para la izquierda debe tomar en consideración una serie de tensiones dialécticas con las que es preciso lidiar, evitando caer en falsas simplificaciones. Por ejemplo, la izquierda no debería dejar la crítica al estatalismo al discurso conservador. La idea de que la expansión del Estado es la panacea para todos los problemas es un error manifiesto, pero tampoco es cierto que todas las relaciones de dominación procedan del Estado; la sociedad civil puede ser el origen de muchas de ellas (el machismo, por ejemplo). El Estado puede ser un poder burocrático que frene y reprima la libertad popular o un factor relevante en la lucha democrática contra el sexismo o contra el poder de los oligarcas en America Latina; depende. Otra contradicción sobre la que -como dicen algunos- debemos “cabalgar” es la que se establece entre una concepción utópica de la política y otra pragmática o positiva. Debemos renunciar a todo utopismo mesiánico porque los antagonismos sociales son la esencia de la vida política, no es posible cancelarlos, no es posible un Paraíso en la Tierra, pero, por otro lado, es preciso desenmascarar la ficción del sujeto soberano que subyace en el discurso liberal. Es necesario potenciar una lógica democrática subversiva que persiga la eliminación de las relaciones de subordinación y las desigualdades, pero todo proyecto hegemónico ha de contar con un momento positivo de institución de lo social. Un proyecto democrático radical debe buscar un punto de equilibrio siempre inestable entre la subversión democrática y la vocación institucional. Además, este proyecto ha de tener en cuenta que los partidos políticos pueden ser factores positivos o no; el partido puede ser una institución burocrática o un instrumento de articulación hegemónica; depende. Por último también debemos renunciar al proyecto jacobino que exige la institución de un punto fundacional de ruptura (la revolución), pero, al mismo tiempo, debemos defender con firmeza y convicción el ideal igualitario que nace con la Revolución francesa.

Estas contradicciones imposibles de rehuir o anular nos muestran claramente que no es posible hacer una teoría general de la política. Las categorías no se fijan de un modo permanente a ciertos contenidos. No hay vínculos necesarios, por ejemplo, entre el antisexismo y el anticapitalismo, y su unidad solo puede ser el producto de una articulación hegemónica. Tampoco hay una receta de “política de izquierda” que pueda aplicarse en cualquier situación. “No hay una política de izquierda cuyos contenidos sean determinables al margen de toda referencia contextual” (Ibíd, pag 298). Lo más que podemos encontrar en las políticas de izquierda es lo que Wittgenstein llamaría ciertos “parecidos de familia”. Lo que quiere decir que no son válidas las viejas recetas, no se trata de aplicar un mismo modelo a todas las situaciones sino que cada caso requiere un trabajo filosófico específico. El trabajo filosófico es para L&M mucho más importante de lo que los marxistas ortodoxos habían supuesto, puesto que partimos del rechazo al determinismo económico y con ello a la distinción entre infraestructura y superestructura. Ciertos temas, ciertas nociones (como las de “soberanía” y “democracia”), pueden trasformarse en puntos nodales de una nueva formación discursiva si son articulados con rigor y audacia.

6. Objeciones.

En las líneas precedentes me he limitado a resumir, lo mejor y más honestamente que he podido, el libro de L&M. Acabo esta entrada, al modo cartesiano, presentando dos objeciones que me ha suscitado la lectura:

Toda sociedad compleja, presente o futura, se levanta sobre relaciones de subordinación: unos toman decisiones y otros las ejecutan. ¿Quién decide cuáles son opresivas y cuáles no? L&M nos responden que las relaciones no son de dominación per se, sino solo en la medida en que son denunciadas como tales por una formación discursiva: el discurso democrático. Solo después de la emergencia del discurso democrático las relaciones de subordinación de las mujeres en relación a los hombres y las de otras razas en relación a la raza blanca son denunciadas como relaciones de opresión y dominación. Lo cual parece indudablemente un logro moral y político. La pregunta que me planteo es: a la larga, para el discurso democrático ¿todas las relaciones de subordinación son opresivas y por tanto deberían ser canceladas? Me vienen a la mente algunos ejemplos menos edificantes que los expuestos por L&M. Durante la Revolución Cultural en China los jóvenes de la Guardia Roja denunciaron como opresiva la relación entre profesor y estudiante o entre padre e hijo. De forma similar los Jemeres Rojos en Camboya entendieron como relaciones de dominación las que se establecían entre los ciudadanos (los habitantes de la ciudad) y los campesinos o entre los educados y los analfabetos y, por consiguiente, procedieron a desalojar las ciudades y cerrar las universidades. Estas relaciones pasaron a ser consideradas como relaciones de dominación y, por tanto, denunciadas y combatidas por el discurso hegemónico que, aunque solo fuera a efectos propagandísticos, era, naturalmente, el discurso democrático. Pero un Estado que no reconoce la autoridad moral de un maestro sobre su alumno o de  una madre sobre su hija no es más justo y democrático, al contrario: se subvierten algunas formas de subordinación tradicionales para potenciar la relación de dominación principal, aquella sobre la cual gira toda la sociedad, la que se establece entre el Estado y el conjunto de los ciudadanos. Así pues, si no me equivoco, no todas las relaciones de subordinación son de dominación ¿Cuál es el límite? ¿Son “buenas” algunas relaciones de subordinación? Temo que desde la perspectiva teórica de L&M no encontramos una respuesta a estos interrogantes.

Y esto me lleva a una segunda y última objeción. No hay respuesta a la anterior pregunta porque toda respuesta se inserta en el seno de un discurso y, este es el problema no solo de L&M sino de todo el pensamiento posmoderno: carecemos de criterios extralingüísticos que nos permitan elegir entre un discurso u otro. L&M no engañan a nadie, escriben un texto sobre estrategia. El libro de L&M habla sobre medios no sobre fines, los autores no argumentan en favor del discurso democrático o la política de izquierda porque, en sentido estricto, no puede haber argumento alguno: todo argumento se articula en el seno de un discurso y es inconcebible algo así como un argumento “puro” que nos permita decantarnos por un discurso y no otro. Los autores se dirigen a un lector que ya está convencido de la necesidad de una política de izquierda y aconsejan estrategias políticas para llevarla a cabo, pero no tocan la cuestión de fondo de toda filosofía política: ¿cuál es la mejor forma de gobierno?

martes, 13 de enero de 2015

Cuando el mundo es de los otros...
Eduardo Abril

Me parece interesante plantear en estos días una reflexión que el azar ha querido que caiga en mis manos también “estos días”. Se trata del libro “Identidades asesinas” del escritor libanés Amin Maalouf. En esta obra se plantea una pregunta muy interesante: ¿por qué se dan en el mundo musulmán unas actitudes tan terribles de intolerancia y rechazo del otro? El otro como occidental, como mujer, como musulmán de otras confesiones. En resumen ¿qué hay en el Islam que conduce al islamismo -si es que hay algo-, al menos hoy en día?

Maalouf se aleja por completo de la consideración de que tales actitudes sean consustanciales al Islam, sin por ello ser tan ingenuo de pensar que los talibanes de Afganistán nada tienen que ver con la religión de Mahoma, del mismo modo que es imposible de negar que Pol Pot nada tenga que ver con Marx. Pero hallar el vínculo entre unos y otros no equivale, evidentemente, a afirmar que está en la esencia del Islam el terrorismo, o en la esencia del marxismo el genocidio. Es tan absurdo negar la relación entre ambos acontecimientos como afirmar su implicación lógica. Por las mismas, también sería un error pensar, nos dice Maalouf, que está en la esencia del cristianismo el gusto por la tolerancia y la libertad de expresión de que parecen gozar, hoy en día, los países occidentales que, en otra época, fueron de confesión cristiana. Basta con consultar algunos libros de historia para darse cuenta que a lo largo de la larga vida del cristianismo, se ha torturado, se ha perseguido y se ha matado tanto en esta religión, que difícilmente podría establecerse una comparación beneficiosa con el Islam. Con esto el escritor libanés no pretende criminalizar el cristianismo para descriminalizar el Islam, y tampoco pretende justificar las terribles actitudes de muchos millones de musulmanes comparándolas con las fechorías de pasados cristianos, esto está ya muy visto.

Pero los hechos son los hechos, y hay que constatar que, mientras que la religión cristiana era, hasta hace nada una religión intolerante y, pese a eso, los países cristianos han desarrollado cierto gusto por la tolerancia, la religión musulmana era, desde su comienzo, una religión que aceptaba la convivencia con otras creencias y que, sin embargo, y eso hay que subrayarlo, hoy en día es la religión por la que mucha gente está dispuesta a matar, a torturar y a morir. No sería justo pensar que, mientras que el cristianismo llevaba en su seno la esencia de la democracia, también en los momentos en que se mostraba como su contrario, el Islam lleve en el suyo, desde el comienzo, la del integrismo, incluso en aquellos momentos en los que aceptaba la presencia, en las tierras que conquistaba, de los fieles de las otras religiones monoteístas. “Si mis antepasados –escribe Maalouf- hubieran sido musulmanes en un país conquistado por las armas cristianas, en vez de cristianos en un país conquistado por las armas musulmanas, creo que no habrían podido vivir catorce siglos seguidos en sus pueblos y ciudades, conservando su fe.

Pero el escritor no pone paños calientes, y afirma sin tapujos que “ese mundo musulmán que ha estado durante siglos en la vanguardia de la tolerancia se halla hoy rezagado”. Y la explicación de esta situación no pasa por buscar la justificación en la lógica interna de la propia religión, tanto en un lado del Mediterráneo, como en el otro. “Con demasiada frecuencia -nos dice- se exagera la influencia de las religiones sobre los pueblos, mientras que por el contrario se subestima la influencia de los pueblos sobre las religiones”. Es un error creer que la historia de los pueblos no es más que el despliegue de sus ideas, como pensaba Hegel, sin tener en cuenta que esas ideas, una vez puestas en marcha, tienen tanta influencia en la historia de los pueblos, como las propias vicisitudes de éstos, junto a sus trasiegos, tienen en las ideas. Por eso mismo es difícil pensar qué habría sido del cristianismo si no hubiera germinado en la Europa del derecho romano, de la filosofía griega y de Galileo, del mismo modo que podríamos imaginar también un Islam que no sea la religión de una cultura vencida. 

La religión cristiana no configuró, sin más, el carácter de los europeos, como algunos piensan, sino que más bien los occidentales conformaron, en cada momento, la religión y la iglesia que necesitaron, del mismo modo que también los musulmanes han ido adaptando su Islam al momento histórico que les ha tocado vivir.  Y aquí llega una de las ideas fuertes de Maalouf: en los tiempos en los que los árabes triunfaban, cuando tenían la sensación de que el mundo les pertenecía, interpretaban su fe con un espíritu de tolerancia y de apertura. Pero después, cuando empezaron a verse en un mundo que dejaba de pertenecerles, y en el que a penas tenían cabida, su religión adoptó, en muchos casos, una actitud defensiva al modo del gato que saca las uñas.  “Las sociedades seguras de sí mismas se reflejan en una religión confiada, serena, abierta; las sociedades inseguras se reflejan en una religión pusilánime, beata, altanera [...].  

Y es que hay un hecho incontestable desde ya hace algunos siglos: el surgimiento de Occidente como una cultura que ocupa el lugar de todas las demás y con vocación global. A lo largo de los últimos siglos, la cultura occidental se ha convertido, tanto en el plano material como en el intelectual, en la civilización de referencia para el mundo entero, de modo que todas las demás se han visto frente a la tesitura de occidentalizarse o verse marginadas, reduciéndose a la condición de culturas periféricas, amenazadas de desaparición.  Occidente hoy en día, y desde hace ya un par de siglos, ya no es una opción, es la única alternativa. Y es que, cuando la civilización de la Europa cristiana comenzó a tomar ventaja, las demás, inevitablemente iniciaron su declive. Esta situación es absolutamente nueva dentro de la historia de la humanidad; ha habido grandes civilizaciones que se han extendido por amplias zonas del mundo, pero ninguna ha tenido ni la vocación ni la capacidad de erigirse como una cultura planetaria, como sí lo ha hecho la europea. “¿A partir de cuándo ese predominio de la civilización occidental se hizo prácticamente irreversible? ¿A partir del siglo XV? poco importa. Lo que es seguro, y capital, es que un día una civilización decidida tomó en sus manos las riendas del carro del planeta. Su ciencia se convirtió en la ciencia, su medicina en la medicina, su filosofía en la filosofía, y desde entonces ese movimiento de concentración y "estandarización" no se ha detenido.

Y la consecuencia de este hecho sin parangón, nos dice Maalouf es que, para los habitantes de cualquier zona del planeta, toda mejora de sus condiciones de vida, hoy en día, significa occidentalización. Y ocurre, inevitablemente, que este hecho no es vivido del mismo modo por  quienes han nacido en el seno de la civilización triunfante y los que pertenecen a las culturas derrotadas. Para los primeros, cualquier transformación supone una incidencia en sí mismos, mientras que los segundos no pueden dejar de percibir que toda mejora es, en cierto modo, una renuncia, el abandono de una parte de sí mismos.  “Cuando la modernidad lleva la marca del "Otro", no es de extrañar que algunas personas enarbolen los símbolos del arcaísmo para afirmar su diferencia [...].¿Cómo no van a tener la personalidad magullada? ¿Cómo no van a sentir que su identidad está amenazada? ¿Cómo no van a tener la sensación de que viven en un mundo que les pertenece a los otros, que obedece a unas normas dictadas por los otros, un mundo en el que ellos tienen algo de huérfanos, de extranjeros, de intrusos, de parias? ¿Cómo evitar que algunos tengan la impresión de que lo han perdido todo, de que ya no tienen nada que perder, y lleguen a desear, al modo de Sansón, que el edificio se derrumbe?”.

Pero la cosa no es tan simple, afirma Maalouf, porque si echamos un vistazo a la reciente historia de los países musulmanes, nos damos cuenta de que no siempre tuvo vigor este rechazo de Occidente. En muchas ocasiones ocurrió justo al revés. Maalouf nos cuenta la historia de uno  de los Gobernadores de Egipto, Mehmet Alí, quién ya a comienzos del siglo XIX tuvo la idea de modernizar el país, occidentalizándolo, para ponerlo a la altura de las grandes potencias europeas. Hizo grandes reformas y estuvo a punto de hacer salir a Egipto del club de los países que importaban una mierda, pero ocurrió que a las potencias europeas, Francia e Inglaterra, les venía mal un país fuerte y orgulloso justo a medio camino de la ruta hacia la India, y preferían un devaluado y moribundo Imperio Otomano. Esta fue la última vez, señala Maalouf, que el mundo musulmán tuvo la oportunidad que estar entre los países de cabeza y no en el pelotón de cola.

Y, sin embargo, ni aún así, el Islam se convirtió en una religión de odio y rechazo. Con la desintegración del Imperio Otomano, las distintas regiones que se fueron configurando como países en lo que antiguamente había sido el mundo islámico, ni siquiera se aglutinaron en torno a ideas religiosas. Fue, como estaba ya siendo en Europa, el nacionalismo lo que forjó estos nuevos países. El radicalismo religioso tenía un papel meramente anecdótico en estas nuevas sociedades, constituía “durante mucho tiempo, durante muchísimo tiempo, una actitud sumamente minoritaria, grupuscular, marginal, por no decir insignificante”. El ejemplo paradigmático es el de Nasser, el padre de la patria egipcia. Éste era un enemigo acérrimo de los integristas a los que se enfrentó en todo momento. Y Nasser no era, ni mucho menos, un líder minoritario en el mundo musulmán, sino todo lo contrario: contaba no sólo con una aceptación altísima en su propio país, cuyos ciudadanos tenían verdadera devoción por él, sino que inspiraba simpatías similares en el resto de países árabes. “Me acuerdo –escribe Maalouf-  que, en aquella época, el hombre de la calle consideraba a los militantes de los movimientos islamistas como enemigos de la nación árabe, y muchas veces como "agentes occidentales” (a modo de comentario: la conexión entre el islamismo y los países occidentales, se ha mentado muchas veces; tal vez fueran las potencias europeas y americana quienes, en su afán por debilitar una cultura naciente, creasen un monstruo que ahora padecen).

Y al final, fue necesario que los distintos experimentos occidentales, nacionalismo y socialismo, que se llevaron a cabo en el mundo árabe, fracasasen una y otra vez en sus intenciones de construir sociedades dinámicas y avanzadas que compitiesen en condiciones de igualdad con Occidente, para que una parte significativa de la población empezara a prestar oídos a los discursos del radicalismo religioso y encontrasen un poco de sutura para una identidad fracturada y vapuleada. Pero el radicalismo religioso no fue la opción elegida de manera espontánea y natural por los árabes o los musulmanes, sino, a lo sumo, el lugar donde esta cultura milenaria quiere ir a morir. Antes de que se sintieran tentados por esa vía, fue necesario que todas las demás se cerraran, y conviene pensar por qué todos los otros caminos quedaron impracticables. El mundo musulmán, cuando quiso aceptar a Occidente, descubrió con amargura que occidente no quería iguales, sino dominados. Y hay pocas viviendas que habitar en un mundo que siempre es de los otros.

jueves, 8 de enero de 2015

Mal humor.
Borja Lucena


La fe que no sepa burlarse de sí misma debe dudar de su autenticidad.

La sonrisa es el disolvente del simulacro.

Nicolás Gómez Dávila