Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

lunes, 28 de marzo de 2016

La libertad republicana.
Óscar Sánchez Vega

¿Qué es ser libre? ¿En qué consiste la libertad? La noción contemporánea de la libertad es en buena medida deudora de la célebre distinción de Isaiah Berlin (1958) entre libertad positiva y libertad negativa.

1. Libertad positiva y negativa.

La libertad negativa consiste en la no-interferencia por parte de los otros. Soy libre, en este sentido, cuando nadie interfiere en mi voluntad. Esta es la noción moderna de libertad que se equipara a la ausencia de coerción y es el ideal propio del liberalismo. Dentro de la tradición liberal encontramos un amplio abanico de posibilidades acerca de los límites de la libertad: los libertarios son partidarios de un estado mínimo que coaccione lo menos posible y deje un amplio margen a la libertad individual. Otros, como Rawls, son partidarios de un estado intervencionista que garantice una igualdad de oportunidades entre los ciudadanos. Pero todos ellos entienden la libertad como no-interferencia: unos sostienen que la libertad debe ser absoluta o muy amplia y otros que debe estar limitada en favor de la igualdad de oportunidades y la justicia social.

La libertad positiva consiste en la autodeterminación o autodominio. La persona libre es dueña de sí misma y esta soberanía implica siempre una distinción entre partes enfrentadas: esclavo es quien se deja guiar por las pasiones y hombre libre quien es dueño de sí mismo porque domina sus inclinaciones naturales mediante el ejercicio de la razón. De igual modo, en el ámbito político, una sociedad libre es aquella en la que el pueblo, el demos, ejerce el poder y la soberanía. Un estado títere de una gran potencia o al servicio de la oligarquía es un ejemplo de servidumbre y de ausencia de libertad. Los partidarios de la libertad positiva, arguye Berlin, valoran como condición necesaria para la libertad política, la participación en la vida pública. Solo a través de la participación el demos alcanza y ejerce la soberanía. De lo contrario, aunque un régimen se declare demócrata, el poder estará necesariamente en manos de unas élites y será, de facto, una oligarquía, o sea, una sociedad no libre.

Berlin reconoce que su distinción es deudora de la que en 1819 realizó Benjamin Constant cuando separa la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos. Los antiguos, coinciden Constant y Berlin, conciben la libertad como libertad positiva, libertad “para” porque se es libre para participar. Por eso Tucídes dice:
“(…) nos preocupamos a la vez de los asuntos privados y públicos, y gentes de diferentes oficios conocen suficientemente la cosa pública: pues somos los únicos que consideramos, no como hombre pacífico, sino inútil, al que nada participa en ella, y además, o nos formamos un juicio propio o al menos estudiamos con exactitud los negocios públicos, no consideramos la discusión como un estorbo para la acción, sino como un paso previo indispensable a cualquier acción sensata” (Discurso fúnebre de Perícles).
En cambio la Modernidad y el liberalismo conciben la libertad como libertad negativa, libertad “de”, libertad de hacer esto o lo otro, y la identifican con la no-injerencia, especialmente por parte del estado.

Esta dicotomía, como todas, no es neutra. Berlin se muestra partidario de la libertad negativa porque advierte peligro de totalitarismo en los partidarios de la libertad positiva: el estado pudiera arrogarse la función de dominar y controlar nuestro yo más bajo, identificándose, por ejemplo, con el espíritu nacional. Un estado así sería libre en sentido positivo porque lo que predomina en él es el autocontrol de aquellos intereses egoístas que conviene someter y reprimir en aras del bien común.

2. La libertad como no-dominación.

Pero en esta historia falta un ingrediente fundamental. Philip Pettit reprocha a Berlin que su famosa distinción no da cuenta de una sólida tradición política: el republicanismo. Berlin equipara a los republicanos con los que a partir de ahora llamaremos populistas o demócratas, aquellos que conciben la libertad como libertad positiva porque entienden que solo es libre aquella comunidad en la cual el pueblo o demos ejerce el poder o la soberanía. Pero las críticas y los recelos de Berlin hacia los planteamientos de los populistas, que pueden resumirse en la prevención ante la tiranía de la mayoría, son compartidos por todos los pensadores republicanos: Ciceron, Maquiavelo, Spinoza, Montesquieu, Madison, etc. Ellos no conciben la libertad ni como libertad positiva ni como libertad negativa sino como no-dominación: es libre quien no está sometido a la voluntad arbitraria de otro. Esta ha sido tradicionalmente la clave para distinguir entre el liber y el servus: es libre quien no es esclavo, es decir, quien no está sometido a la interferencia arbitraria del otro. Ahora bien, el estatus de no-dominado no puede depender de la benevolencia del monarca o el poderoso pues en ese caso estaríamos a su merced. El liber es el cives, el ciudadano cuyo derecho a la no-dominación está garantizado por un ordenamiento jurídico adecuado que garantiza su libertad, es decir, su derecho a vivir protegido de la injerencia arbitraria del otro.

3. De la no-dominación a la no-interferencia.

Durante mucho tiempo, hasta principios del siglo XIX, la noción republicana de la libertad fue hegemónica. Hoy, sin embargo, es marginal. ¿Qué ha ocurrido? ¿cómo ha sido posible un cambio tan brusco?

La noción de libertad como no-interferencia, el ideal liberal, nace, paradójicamente, en la obra de un defensor del absolutismo: Thomas Hobbes. Pero, en verdad, la posición del filósofo inglés es perfectamente coherente: Hobbes sostiene que no hay nada de especial en un régimen republicano porque en última instancia todas las leyes, tanto las de una república como Luca como las de una tiranía como Constantinopla, arguye Hobbes, constituyen trabas a la libertad humana, por lo que para determinar cuál es la mejor forma de gobierno debemos utilizar otros criterios: la paz, el orden, la seguridad, etc.
“En los torreones de la ciudad de Luca está inscrita en letras capitales la palabra “libertas”; pero nadie puede inferir de eso que un hombre particular goce aquí de mayor libertad o inmunidad respecto al servicio a la comunidad que en Constantinopla. Ya sea una comunidad monárquica, ya popular, la libertad siempre es la misma” (Leviathan, 1651)
Aparece así formulada por primera vez la noción de libertad negativa que los utilitaristas -especialmente Jeremy Bentham- divulgaran en el siglo XIX. Pero el triunfo del planteamiento de Hobbes no es inmediato. Durante los siglos XVII y XVIII fue más influyente, especialmente en el ámbito anglosajón, la noción republicana de libertad de James Harrington que la noción de libertad como no-interferencia de Hobbes. Incluso los principales pensadores políticos de la tradición liberal y democrática de esta época manejan una noción republicana de libertad. Muy clara y elocuentemente John Locke cuando afirma:
“Donde no hay ley no hay libertad, pues la libertad ha de ser el estar libre de las restricciones y la violencia de otros, lo cual no puede existir si no hay ley. No es, como se nos dice, ‘una libertad para que todo hombre haga lo que quiera’, pues ¿quién pudiera estar libre al estar dominado por los caprichos de todos los demás?”. (J. Locke, Tratado Segundo del Ensayo sobre el Gobierno civil, 1689).
Por su parte Rousseau, como es sabido, propone un contrato social cuya esencia consiste en: “encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y por virtud de la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y queda tan libre como antes”. Es decir que los asociados, cada uno de los ciudadanos, no pierden la libertad en un estado bien organizado sino que la incrementan pues: “dándose cada cual a todos, no se da a nadie, y como no hay un asociado, sobre quien no se adquiera el mismo derecho que se le concede sobre sí, se gana el equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza para conservar lo que se tiene.” (Contrato social, libro I, cap. 1, 1762). La verdadera libertad, la libertad cívica, solo es posible bajo el imperio de la ley, como proclaman los republicanos

No es preciso ser especialmente sagaz para advertir que el desplazamiento semántico de la noción de libertad a principios del XIX tiene mucho que ver con el triunfo del capitalismo. La libertad como no-interferencia es el nuevo ideal del empresario hecho a sí mismo que exige al estado que no se entrometa en sus negocios, que no le obligue a pagar impuestos y que, en definitiva, respete su “libertad” y la de sus empleados para llegar a los acuerdos que estimen oportunos.

4. Comparación entre unas nociones y otras.

Ya hemos señalado que los republicanos comparten con los liberales su desconfianza frente a la libertad positiva por lo que pudiera parecer que la libertad negativa o libertad como no-interferencia es básicamente lo mismo que la libertad como no-dominación. No es así. Por un lado, es perfectamente posible concebir un amo descuidado o bondadoso que no interfiere en la vida de su siervo, o un acreedor que no exige el pago de la deuda al deudor, o un marido decimonónico que deja a su esposa vivir a su modo; pero en todos estos casos existe una relación de dominación y por tanto, desde la perspectiva republicana, ausencia de libertad. Por otro lado, también es perfectamente posible imaginar una injerencia justificada, no arbitraria. Por no poner el caso paradigmático de la coacción estatal: imaginemos un ludópata que, consciente de su enfermedad, entrega a su pareja el salario mensual para que lo administre y, posteriormente, reclama el dinero para jugar. Su pareja se niega con lo cual, naturalmente, interfiere en su voluntad, pero no se trata de una interferencia arbitraria, su negativa responde a un acuerdo previo y tiene como objetivo el bien común. Conforme al criterio que estamos defendiendo, el jugador no pierde su libertad, no pasa a estar dominado por su pareja.

Un liberal tenderá a ser tolerante o indiferente con aquellas relaciones de dominación que no se concretan en injerencias concretas y reacio a toda injerencia en su vida privada sea o no justificada. Un republicano, por el contrario, considera intolerable toda servidumbre, independientemente de que se actualice o no en coacciones concretas y en cambio no siente como un menoscabo a su libertad, sino una condición de la misma, el respeto y la sumisión a leyes justas, libremente acordadas por toda la comunidad. Es precisamente el imperio de la ley quien garantiza la libertad porque impide la arbitraria injerencia de otros. La no-dominación es la situación que disfruta alguien cuando convive con otros y en virtud del diseño social ninguno de ellos le domina.

Los republicanos no creen en lo que los contractualistas llamaron libertad natural. En ausencia del derecho lo que impera es la coacción y la ley del más fuerte. La libertad es siempre libertad cívica, es la condición ligada al liber: Libertas es civitas, como diría un romano. No es la injerencia considerada en sí misma quien atenta contra la libertad sino el carácter arbitrario de la misma. Naturalmente esa arbitrariedad que tratamos de evitar puede estar amparada por un ordenamiento jurídico corrupto cuando las leyes están al servicio de los poderosos. Por eso es crucial para toda sociedad dotarse de buenas leyes y garantizar la separación de poderes.

Por otra parte, como ya ha sido señalado, el republicano desconfía del populismo y de la apología de la democracia directa. La libertad política requiere de instituciones independientes y soberanas que velen por los derechos de las minorías. La historia nos ha dado muchos ejemplos de cómo puede manipularse la voluntad del pueblo, especialmente cuando no hay sólidas instituciones republicanas que fijen un marco de convivencia.

5. Ventajas del enfoque republicano.

Una vez señaladas las diferencias entre las distintas nociones de libertad, acabo apuntando algunas ventajas que encuentro en el enfoque republicano.

La noción de libertad como no-dominación favorece una conexión entre ética y política que considero fundamental. Una comunidad de corruptos siempre encontrará la forma de echar a perder las más justas instituciones. Un ordenamiento jurídico o una estructura social solo puede funcionar de manera satisfactoria entre una ciudadanía medianamente virtuosa. No hace falta una profunda reflexión para vincular la libertad, la libertad como no-dominación, con la virtud. Quien está dominado no tiene ocasión de ser virtuoso, más bien al contrario. Como Mary Wollstonecraft dijo a propósito de las mujeres de su época:
“Es vano esperar virtud de las mujeres, mientras en uno u otro grado no sean independientes del hombre; y es vano esperar de ellas esa fuerza de los afectos naturales que les haría buenas mujeres y buenas madres. En tanto dependan absolutamente de sus maridos, serán arteras, ruines y egoístas”. (Vindicación de los derechos de la mujer).
Otra importante ventaja del ideal republicano de libertad es su autosuficiencia. No es preciso complementar la libertad como no-dominación con, por ejemplo, la igualdad porque la segunda está implicada en la primera. Lo que los republicanos denominan “el imperio de la ley” es, básicamente, la exigencia de que todos los ciudadanos sean iguales ante la ley; que nadie, especialmente los legisladores y los poderosos, esté por encima de la ley. En este punto no hay divergencias importantes entre los partidarios del ideal de no-interferencia, es decir los liberales, y los partidarios del ideal de no-dominación. Pero los republicanos tienden a considerar insuficiente la mera igualdad formal. Las desigualdades sociales y económicas también propician situaciones de dominación que deben ser combatidas. Yo no puedo depender de otros para acceder a algunas cosas necesarias para una vida decente sin estar dominado por ellos. Quien no dispone de renta alguna o se tiene que conformar con un salario miserable se halla objetivamente en una situación de dominación, se encuentra a merced de la voluntad arbitraria de otros. Una política que promueva la no-dominación ha de favorecer la independencia socioeconómica de todos los ciudadanos.

Por último acabo apuntando que el ideal de la no-dominación, al contrario que el de no-interferencia, es indisociable del enfoque comunitario: si yo estoy dominado lo estoy en mi condición de trabajador, mujer, inmigrante, musulmán, homosexual o lo que sea. La lucha por mi liberación es inseparable de la lucha por el reconocimiento de la comunidad a la que pertenezco. Los comunitaristas censuran a los liberales porque consideran a las personas como meros individuos, es decir, como átomos aislados que persiguen sus propios fines al margen de todo vínculo social, pero todo lo que somos, dicen ellos, es producto de la comunidad a la que pertenecemos y esa perspectiva no puede ser obviada en los planteamientos políticos como pretenden los liberales. Los republicanos dan -en parte- la razón a los comunitaristas en este reproche. Pero el ideal de libertad como no-dominación, al contrario que el ideal de no-interferencia, es un ideal solidario porque la libertad republicana es, en palabras de Pettit, un bien social y común: social “porque precisa de una vida en sociedad para existir” y común “por que es tal no puede ser incrementado (o decrementado) para ningún miembro relevante sin ser a la vez incrementado (o decrementado) para otros miembros del grupo”. De similar manera argumentaba Spinoza en el Tratado político cuando sostenía que no podemos incrementar nuestro poder y libertad sin incrementar el poder y libertad de nuestros conciudadanos o Bakunin cuando afirma:
“No soy verdaderamente libre más que cuando todos los seres humanos que me rodean, hombres y mujeres, son igualmente libres. La libertad de otro, lejos de ser un limite o la negación de mi libertad, es al contrario su condición necesaria y su confirmación. No me hago verdaderamente libre más que por la libertad de los otros”. (Dios y el Estado).

martes, 23 de febrero de 2016

Kant y la posibilidad de una filosofía política
Borja Lucena

Leer a Kant es encontrar en la filosofía la acuñación de un nuevo lenguaje, un idioma que transforma lo filosófico y permite que trabe relacionas novedosas y fecundas. Bajo el aparente manto de asepsia que recorre tantas de sus páginas, la filosofía kantiana se halla recorrida por una tensión poderosa, a veces violenta, que permite a la filosofía enfrentar un universo del que frecuentemente había procurado -sin todo el éxito deseado- escapar. Con Kant, la filosofía, lo quiera o no, vuelve a habitar la pólis.

Leyendo a Kant uno encuentra el mismo problema que se hace acuciante en el vivir biográfico, concreto, historiado hacia el pasado, proyectado al futuro, vivir que nunca puede deshacerse de la compañía de otros. Según él, el entendimiento posee la capacidad de reducir el campo de visión e interés a lo dado. Es, de este modo, la facultad de engendrar conocimiento, es, en suma, el "territorio de la verdad". Pero este entendimiento moderado, sensato y prudente como el consejo de una madre, está efectivamente rodeado de "un océano ancho y borrascoso, verdadera patria de la ilusión". Este océano, sin embargo, no puede ser dejado de lado, mana de dentro. El hombre es un irremediable campo de batalla, una lucha feroz e inextinguible entre la certidumbre del conocer y el anhelo de comprender y concebir. No puede resignarse a la paciente tarea de "deletrear" la unidad sintética de los fenómenos, sino que aspira al significado.  

La pregunta que asoma tantas veces en la Crítica de la Razón Pura, la pregunta que imprime en ella una huella crucial, no se refiere a cómo limitarnos al discurrir válido del entendimiento, cómo ceñirnos al terreno seguro del conocimiento. Con respecto a ello, Kant posee la respuesta. La pregunta que conmueve su pensamiento desborda inevitablemente el reducido marco de una epistemología, y resuena como un cuestionamiento radical que desarbola la confianza en el conocimiento mismo. El verdadero interrogante es: ¿podemos contentarnos con el conocimiento? Es decir: ¿es suficiente la verdad? La verdad podría bastar a un ser solitario, pero Kant, al trazar los límites del conocer, se situó, de hecho, más allá de ellos, como afirmó Hegel. Con él, con el viejo "chino" de Königsberg, la filosofía se las vio de nuevo con el problema en torno al cual no ha dejado de dar vueltas la política: el de la insuficiencia de la verdad.   

lunes, 1 de febrero de 2016

Valores y virtudes.
Óscar Sánchez Vega

"Criar un animal al que le sea lícito hacer promesas - ¿no es precisamente esta misma paradójica tarea la que la naturaleza se ha propuesto con respecto al hombre? ¿No es éste el auténtico problema del hombre?… "
F. Nietzsche. Tratado Segundo de la Genealogía de la moral.

Hace tiempo ya que la “Educación en valores” constituye el principal objetivo ideológico del sistema educativo vigente. Cuando una noción adquiere tal relevancia -esta es mi sospecha- siempre es en perjuicio de otra, siempre hay un desplazamiento semántico que no es inocente ni gratuito. Sostengo que la noción menoscabada con el auge de los “valores” es la de “virtud”, o lo que es lo mismo, la educación en valores es a costa del cultivo de las virtudes.

El origen de la ética de los valores está en Scheler y Hartmann, y, si nos remontamos más atrás, en Platón. Todos ellos defendían que existe un reino objetivo de los valores y, lo que es más importante, una jerarquía de los mismos. El proyecto pedagógico actual, sin embargo, niega el carácter objetivo de los valores y más aún la existencia de una jerarquía entre ellos. “Valor” parece ser todo aquello que se “valora” y el acto de valorar es eminentemente subjetivo. Lo que queda de la ética material de los valores es la idea de que existe una distancia entre los valores y el yo, es decir, que los valores no forman parte de nosotros, son cualidades que cabe aprehender, preferentemente con ayuda de “expertos”, pero que no nos constituyen. El modelo a seguir es el mercado capitalista: los valores son como mercancías que están a la mano entre las que podemos elegir. Sin duda es una elección importante -aunque no definitiva porque siempre podemos cambiar- y conviene no equivocarse. El educador, y más aún el profesor de ética, es como el amable dependiente que acompaña al cliente y le orienta para que la prenda que finalmente elija le favorezca todo lo posible. Esta es nuestra tarea como educadores. No es poca cosa; es tan importante o más que la de los padres porque ellos no conocen demasiado bien el producto -los valores- y, por tanto, no pueden asesorar adecuadamente a sus hijos. Nuestros esfuerzos deben ir orientados, naturalmente, a que las dúctiles mentes de los adolescentes se orienten hacia los valores democráticos, aquellos que reconocemos no como verdaderos, sino como más convenientes, aquellos que favorecen la convivencia democrática. Además esta “orientación” democrática es obligada, es como la directriz que la empresa da al dependiente y este debe seguir si quiere seguir conservando su empleo. De tal manera que los valores dominantes, como siempre, están patrocinados por el Estado y los educadores son los diligentes funcionarios encargados de que se difundan de la mejor manera posible.

Pero la educación en valores no es la única posible. La educación tradicional nunca ha tenido como objetivo alcanzar los valores sino ejercitar la virtud. Este proyecto toma forma teórica y filosófica con la ética de Aristóteles y vincula la educación con el desarrollo del carácter -ethos en griego-. Los psicólogos distinguen entre el temperamento, que es la parte innata e involuntaria de nuestra personalidad y el carácter que es la personalidad aprendida, el tipo de persona que llegamos a ser. El temperamento no determina lo que somos, del mismo modo que el David de Miguel Ángel no está determinado por el mármol que lo constituye; lo fundamental, qué duda cabe, es el trabajo del artista. Aristóteles afirmaba que las virtudes son hábitos que adquirimos por repetición de actos. Desde esta perspectiva no ocurre, por ejemplo, que decimos la verdad porque somos sinceros sino que somos sinceros porque acostumbramos a decir la verdad. La forja del carácter, como antaño se decía, es fundamental porque determina el tipo de persona que acabamos siendo: somos el resultado de lo que hacemos.

A primera vista estas distinciones son demasiado bizantinas: todo parece ser más de lo mismo. ¿Acaso no estamos de acuerdo en que la sinceridad, el valor, la generosidad, la honestidad, etc son cualidades positivas en las personas? ¿qué más da que las llamemos “valores” o “virtudes”? Naturalmente, el empleo de un término u otro no tiene ninguna relevancia pero ocurre que las prácticas educativas que van ligadas a una y otra noción presentan importantes diferencias.

En primer lugar, como hemos señalado, los valores parecen aprehenderse por una misteriosa intuición intelectual. Scheler reprochaba a sus antecesores, especialmente a Kant, haber señalado solo dos facultades o fuentes del conocimiento: la razón y la sensibilidad. Pero los valores no los captamos por los sentidos ni tampoco de manera estrictamente racional. Es preciso postular una tercera facultad, la “intuición emocional”, que nos adentre en el reino de los valores. Las virtudes, sin embargo, son más prosaicas, son meros hábitos que adquirimos por repetición de actos. Desde siempre los padres se han encargado de enseñar buenos hábitos a sus hijos. Pero si resulta que hoy en día lo importante es la educación en valores y los padres no saben muy qué son y cómo enseñarlos... mejor lo dejamos para el colegio, pensarán muchos. Por otra parte la distancia que apuntábamos entre el yo y los valores no existe en el caso de las virtudes. La persona ordenada y pulcra, por ejemplo, no puede fácilmente desprenderse de estas “cualidades” porque forman parte de su ser. “Yo soy una persona ordenada y pulcra -diría si la interpeláramos- y no puedo dejar de serlo; me siento fatal si mi habitación está desordenada, si tengo que pasar un largo periodo de tiempo sin asearme o llevando la misma ropa”. Las virtudes -y los vicios- forman parte de nuestra personalidad, nos impregnan hasta la médula, no son mercancías que podamos fácilmente intercambiar.

¿Qué implicaciones tiene una ética de la virtud para nuestra tarea docente? En primer lugar golpea nuestra vanidad: somos poco importantes. Las virtudes no se aprenden de forma teórica en el horario lectivo y menos aún en una hora a la semana en la asignatura de Valores éticos. Es naturalmente, en el seno de las familias, dentro de la tribu, como adquirimos las virtudes. No a la manera de los consumidores que “libremente” eligen un producto u otro en función de sus intereses, sino de una forma más inconsciente y definitiva. Quien adquiere el hábito de la puntualidad, por ejemplo, desarrollará una conducta virtuosa de manera inconsciente, casi al margen de su voluntad. Por el contrario la educación en valores parece una tarea más teórica y compleja que sobrepasa en mucho el ámbito de actuación de las familias. El Estado debe jugar un importante papel mediante la contratación de ciertos “especialistas” -entre los que, me temo, me incluyo- encargados de enseñar tan vaporosa materia. Algunos de estos “especialistas”, para más inri, se consideran adalides del pensamiento crítico cuando en realidad son las mejores correas de transmisión del Estado para llevar a cabo su tarea de adocenamiento, pero lo peor es que con el cuento de la educación en valores estamos olvidando el objetivo tradicional de la educación: la forja del carácter.

sábado, 26 de diciembre de 2015

Un día de estos se defiende una tesis ...
Borja Lucena

No sería capaz de obligaros a leer la tesis entera, pero, al menos, os dejo aquí el más breve resumen del que he sido capaz (escito para el fichero estatal de tesis TESEO y siguiendo escrupulosamente sus pautas burocráticas) para que no me digáis que no comparto mi pensamiento. Si estáis por Madrid el próximo 15 de enero, estáis invitados a hacer todas las objeciones que queráis. Será en la facultad de filosofía de la UNED, a las 10 de la mañana. Yo hubiera preferido a las cinco de la tarde, pero...


“HANNAH ARENDT: LA CRÍTICA DE LAS IDEOLOGÍAS COMO CRÍTICA DE LA FILOSOFÍA POLÍTICA”

Fco. Borja Lucena Góngora

    La tesis trata de aclarar los nudos significativos que, desde la perspectiva de la filosofía de Hannah Arendt, enlazan a las ideologías políticas contemporáneas con las ideas filosóficas tradicionales acerca de la comunidad política. La tarea es recorrer de nuevo, aclarando sus supuestos e implicaciones principales, aquel camino que el pensamiento de Arendt señala como derrotero contingente, pero a la vez fatal, de la tradición  europea de pensamiento político. Según esto, las ideologías, así como su solidificación totalitaria, no emergieron limpiamente de la experiencia política misma, sino que, al lado de elementos plenamente novedosos, acogieron y revitalizaron conceptos y actitudes ya formulados por la trama principal de la filosofía.  Esta relación entre la resolución ideológica y los proyectos filosóficos de acomodación de lo político a la estabilidad y permanencia de lo pensable es lo que se persigue al prestar atención al original análisis arendtiano del devenir de las ideas políticas en occidente.
   
    Se disponen cuatro partes principales que procuran aclarar la pluralidad de aproximaciones ensayadas por Arendt. En primer lugar, se investiga el concepto arendtiano de “comprensión”, que procura liberar al pensamiento político de la sumisión a categorías científicas o históricas que, por su propia naturaleza, demostraron una incapacidad de principio para dar cuenta de la espontaneidad e imprevisibilidad del espacio de la acción; a continuación, se trazan los vectores fundamentales de la aproximación fenomenológica arendtiana a la experiencia política, interpretación dirigida a  restablecer el sentido para un espacio público que tradicionalmente ha sido colonizado por las exigencias de aprovechamiento filosófico, técnico y administrativo; en tercer lugar, se trata de esclarecer el recorrido entero de la filosofía política a través de los dos polos que, según Arendt, constituyen su inauguración y su cierre culminador: Platón y Karl Marx, localizando los conceptos fundamentales que llegaron a sobrevivir al colapso de la tradición filosófica traspasándose a las ideologías políticas contemporáneas; por último, se procede a un análisis de la nervadura conceptual de las ideologías políticas mismas, costatando la continuidad -aunque a menudo exagerada, deformada o siniestra- de  las categorías filosóficas que articularon en la tradición la comprensión de lo político. 

lunes, 7 de diciembre de 2015

Capitalismo canalla.
Óscar Sánchez Vega

César Rendueles ha publicado recientemente una obra de inclasificable género: en parte es un ensayo de economía política, en parte una autobiografía y, en parte, crítica literaria. El resultado se deja leer con agrado y provecho. Me temo que esta entrada no le haga justicia al libro porque voy a prescindir de lo mejor; me voy a limitar a resumir algunas tesis políticas y económicas que, por otra parte, no son especialmente originales, despojándolas de lo que verdaderamente les confiere interés: el entramado de relaciones literarias y autobiográficas que envuelven su presentación. Debo pues remitir al lector de estas líneas a la obra original para suplir las carencias de esta reseña. Solamente voy a destacar cuatro tesis que se exponen en el libro:

Primera: Debemos distinguir y hasta contraponer el trabajo tradicional y el trabajo asalariado. Es verdad que no se puede vivir sin trabajar, también es verdad que el trabajo, como señaló Marx, acompaña desde siempre a la humanidad. Pero el trabajo asalariado es un invento muy reciente, casi una anomalía histórica de la cual felizmente hemos prescindido durante milenios y no estamos obligados a soportar en el futuro. El trabajo tradicional era diversificado y estaba centrado en las necesidades humanas. Durante siglos las personas realizaron multitud de tareas diferentes a lo largo de su vida (cosechar, construir, cazar, sembrar, recolectar, reparar, cuidar...) que, por una parte, exigían pensar y encontrar soluciones oportunas para todo tipo de problemas y, por otro lado, permitían dedicar la mayor parte del tiempo a disfrutar de la compañía de familiares y amigos (no digo que quedaba tiempo para "vivir" porque el trabajo entonces era una parte de la vida). El trabajo asalariado acabó con este estado de cosas. ¿Cómo es posible? ¿cómo es posible que de manera voluntaria millones de personas cambiaran su modo de vida tradicional para convertirse en proletarios? La respuesta es que el cambio no fue voluntario en absoluto. Durante mucho tiempo y en muchos lugares los empresarios han tenido dificultades para contratar mano de obra porque, con buen criterio, los obreros en cuanto tenían la menor oportunidad huían del trabajo fabril como de la peste. Fue un proceso violento y continuado de expropiación masiva lo que obligó a millones de campesinos a buscar un salario para sobrevivir. Es la violencia y no la elección libre lo que está en el origen del trabajo asalariado.

Segunda: El capitalismo es ante todo una peculiar forma de organizar el trabajo que toma como modelo las plantaciones esclavistas de las colonias. Podemos y debemos desvincular el capitalismo y la revolución industrial. El automatismo de la producción es un fenómeno tardío, las máquinas entran relativamente tarde en las fábricas -a mediados del XIX- y no explican lo característico del modo de producción capitalista.  Es el trabajo de los esclavos en las colonias (monótono, reiterativo, centralizado, alienante...) el que sirve de modelo para organizar el trabajo fabril. Las primeras fábricas textiles no se crearon gracias a los telares mecánicos que, por otra parte, hacía tiempo ya que se conocían. En la novela Opus Nigrum, Marguerite Yourcenar nos dice que en Brujas, a principios del siglo XVI, ya se tenía conocimiento de estos artilugios, pero no fueron incorporados a las industriales textiles hasta mediados del XIX. Lo que sí fue incorporado desde el principio, la esencia del trabajo fabril, es la cadena de producción en serie que sigue el modelo esclavista de producción. Una vez que los obreros estaban convenientemente disciplinados se introdujo la maquinaria.

Tercera: El capitalismo y el socialismo real son dos variantes del mismo modelo disciplinario. Ambos participan del mismo interés en maximizar la producción a toda costa, la misma exacerbación de la técnica y del control estatal, idéntico afán alienante. Frente a esta tendencia Rendueles destaca la ejemplaridad y vigencia de las revueltas comunitarias que, primero en Europa y después en América Latina, han combatido al mercantilismo defiendo el valor de los bienes y tierras comunales o la restitución del derecho a la caza y recolección frente a la ofensiva expropiadora del Capital y el Estado. Son los lazos comunitarios los que nos permiten resistir el implacable avance capitalista. El individuo aislado no es una persona, es un consumidor abocado a la infelicidad y la neurosis.

Cuarta: Rendueles arremete también contra uno de los valores más sólidos del capitalismo: la elección libre. ¿Podemos acaso negar que una sociedad respetuosa con la libertad individual, que permite a cada ciudadano elegir lo que es más conveniente para él, es sin duda preferible a un Estado totalitario? El autor, según mi punto de vista, no analiza con suficiente rigor toda la problemática que acarrea este asunto, pero esboza una respuesta que, para mí, va en la buena dirección: ni imposición ni elección libre; plantear el problema en estos términos supone un falso dilema. Las “cosas” más importantes de  la vida no llegan a nosotros en forma de obligación o imposición, pero tampoco las elegimos. De alguna manera “tropezamos” con ellas: los amigos, la pareja, los hijos, las experiencias más impactantes, la vocación profesional, etc. ¿Sería una vida mejor aquella en la que pudiéramos “elegir” a nuestra pareja en un catálogo sopesando las ventajas e inconvenientes como si fuera un electrodoméstico? ¿Somos libres de “elegir” despreocuparnos de nuestros mayores o desentendernos de toda obligación social? La sociedad capitalista nos invita continuamente a ejercer el derecho de elección libre pero este camino conduce al individuo neurótico. La vida humana adquiere sentido cuando se orienta en dirección opuesta: es el cuidado de los otros y de uno mismo lo que enriquece la vida, lo que genera un vínculo social que precisamos para vivir, al menos, para vivir bien.  

sábado, 31 de octubre de 2015

El cine de Alexandre Payne.
Óscar Sánchez Vega

Aparentemente las películas de Alexandre Payne no tienen mucho misterio; algunas parecen incluso frívolas y superficiales, pero a poco que nos fijemos descubriremos un realizador peculiar, un humanista de mirada lúcida y poco dado a sentimentalismos. Sus detractores le reprochan que es un realizador frío y previsible, dicen que no emociona y, en parte, tienen razón; es cierto que al espectador le cuesta empatizar con sus personajes porque son mostrados de manera objetiva, a cierta distancia, sin disimular sus defectos. No he visto su primer trabajo, Citizen Ruth (1996) y no comentaré apenas nada de dos películas muy recomendables: Electión (1999) y Los Descendientes (2011). En cambio haré múltiples referencias a tres filmes: A propósito de Schmidt (2002), Entre copas (2004) y Nebraska (2013), por lo que aconsejo al lector de estas líneas que si no ha visto, y tiene intención de ver, alguna de estas películas posponga esta lectura para una mejor ocasión pues me temo que voy a destriparlas por completo. Lo más evidente que tienen en común estas tres comedias dramáticas es que son “road movies” y toda “road movie” es una metáfora de la vida. Un director que insiste tanto es este género cinematográfico es porque tiene algo que decir; quiere trasmitir, llamémosle pomposamente, una “filosofía de la vida” -esta es la intuición germinal que da pie a esta entrada-. No voy a entrar a analizar Los Descendientes porque es un historia diferente pero no tanto como se pudiera pensar en un principio; estamos ante lo que podríamos llamar una “road movie” inversa. El protagonista Matt King (George Clooney) vive en un ajetreo permanente y un acontecimiento inesperado, el grave accidente de su mujer, le obliga a parar y reflexionar sobre su vida. La vuelta al hogar cumple la función del viaje en los otros tres filmes.

Además de la carretera como telón de fondo, las tres películas mencionadas se levantan sobre un buen guión, una buena puesta en escena y una potente fotografía (especialmente en Nebraska, obra de P. Papamichael). Todas ellas tienen finales ambiguos, desprenden una fuerte sensación de soledad y de apatía vital (sobretodo A propósito de Schmidt y Nebraska). Además son críticas con los convencionalismos sociales y la moral burguesa. La estructura narrativa de estas películas es clásica; podemos distinguir las tres fases tradicionales (planteamiento, nudo y desenlace) que, por ajustar mejor a las historias contadas, voy a denominar de la siguiente manera:

Primer acto: la vida cotidiana.

En las tres películas la vida cotidiana de los protagonistas se nos presenta solitaria y tediosa. A propósito de Schmidt nos cuenta la inmensa soledad de Warren Smichdt, interpretado magistralmente por Jack Nicholson, en la recta final de su vida. Warren es una persona anodina, tacaña y poco cariñosa. Su desánimo no está generado solamente por la reciente jubilación y, sobretodo, por la pérdida de su esposa porque antes de enviudar Warren ya era un viejo antipático y gruñón que no estaba satisfecho en el trabajo ni era feliz en su matrimonio. Entre copas cuenta la historia de Miles y Jack. Miles es un hombre deprimido y derrotado, un escritor fracasado que no ha superado su divorcio. Jack es un actor de segunda fila, una persona superficial y divertida que es consciente de que su objetivo en la vida, ser un actor famoso con éxito entre las mujeres, es ya inalcanzable. Por ello se dispone a sentar la cabeza casándose con una joven de buena familia, pero antes espera aprovechar la última semana de soltero para apurar la copa de la vida hasta el final. En definitiva dos hombre perdidos que buscan orientación y sentido. Nebraska es otra historia sobre la soledad y el crepúsculo vital -como A propósito de Schmidt-. Woody Grandt, maravillosamente interpretado por Bruce Dern, se encamina al final de una vida truncada. Woody es un anciano senil, alcohólico y derrotado, quizá con principios de alzhéimer. No tiene una buena relación con sus hijos y menos aún con su mujer (interpretada curiosamente por la misma actriz que hace de mujer de Warren en A propósito de Schmidt, June Squibb, la cual realiza aquí un trabajo notable).

Segundo acto: la aventura.

El auténtico viaje es siempre una aventura que rompe con la odiosa vida cotidiana. En A propósito de Schmidt, Warren viaja en autocaravana a través del Estado de Nebraska hasta Denver con la esperanza de reorganizar su vida y asistir a la boda de su hija. Durante el viaje Warren vislumbra un nuevo objetivo vital para su desnortada vida: salvar a su hija de un matrimonio con un imbécil e iniciar una relación franca y sincera con la única persona que le importa después de la muerte de su esposa. En Entre copas Miles y Jack emprenden un viaje por el condado vinícola de Santa Ynez, al sur de California, como despedida de soltero de Jack. Durante el viaje Miles fantasea con la posibilidad de publicar su primera novela, alcanzar el éxito y reconocimiento que precisa para recuperar la autoestima y reconquistar a su anterior esposa, de la que sigue enamorado, y Jack con ser de nuevo deseado por distintas mujeres sin necesidad de comprometerse con ninguna. En Nebraska, Woody emprende un viaje a Nebraska para hacerse con un supuesto premio de un sorteo de un millón de dolares que, claro está, es una engañifa. Como nadie es capaz de hacer desistir a Woody de su obsesión, el protagonista más soso que pudiéramos imaginar, su hijo David, le acompaña en esta aventura. Woody y su hijo hacen una extraña pareja, como don Quijote y Sancho Panza, juntos avanzan por parajes desolados, en cierto modo parecidos a la llanura manchega y juntos hacen frente a a los malandrines que les salen al paso: los familiares y antiguos conocidos de Hawthorne, el pueblo natal de Woody.

Así pues todos los personajes de Payne van en busca de un sueño, que, finalmente, como era de esperar, será inalcanzable. No debemos trivializar este fracaso. La fantasía, como señala con acierto Žižek, no es una mera ensoñación de la que podamos fácilmente prescindir sino más bien la “realización del deseo”, es decir, la condición de posibilidad para que podamos desear y el deseo es, como afirma Spinoza, la esencia el Hombre. Dice el esloveno que la fantasía es siempre “la respuesta al deseo del otro” y así Miles sueña con ser un escritor de éxito porque es lo que otros esperan de él o Warren y Woody los padres que no han sabido ser y que sus hijos habrían deseado y merecido. Gracias a la fantasía el mundo circundante adquiere sentido y “descubrimos” quienes somos en función de la distancia entre la imagen del yo y el yo ideal. Vivimos en un mundo medianamente ordenado y congruente a través de la fantasía y su abrupto final supone el desmoronamiento de la realidad entera.

Tercer acto: el retorno

En A propósito de Schmidt el hipócrita discurso de Nicholson en la boda de su hija marca el inicio del final, un punto de inflexión a partir del cual Warren acepta las cosas como son, claudica y retorna al redil. Solamente Ndugu, un niño africano que apadrina, pero no conoce personalmente, viene a dar algo de sentido a su vida. En Entre copas, Jack acaba, igual que Warren, regresando al redil y casándose con su prometida de la que no parece estar enamorado. Por su parte Miles se viene abajo cuando se entera en la boda de su amigo que Victoria, su ex mujer, va a tener un hijo con su nuevo esposo. Queda para Miles la puerta abierta de nueva relación y la posibilidad de un feliz matrimonio para Jack, pero, a la luz de las fantasías del viaje, no es este el “Happy End” esperado sino más bien un triste sucedáneo. En Nebraska, Woody regresa a casa con un modesto botín: una camioneta de segunda mano, un compresor de aire y una gorra de ganador, sustituyen el sueño del millón de dólares.

¿Desbarro demasiado si comparo las historias de estos personajes con las vicisitudes de la conciencia antes de reconocerse como lo que es en la Fenomenología del Espíritu de Hegel?

Veamos hasta dónde podemos estirar el símil. Partimos en la Fenomenología de la conciencia inmediata que vive lo existente como en sí, o sea, como independiente de la conciencia. La vida y el mundo es lo que es, algo que tiene entidad propia y la conciencia recibe pasivamente. Así viven todos los personajes de Payne antes del viaje, sumergidos en un mundo que no sienten como propio, pero que no osan enfrentar. Luego viene el núcleo de la historia: el viaje o drama fenomenológico. La conciencia inmediata muta entonces a conciencia de sí o autoconciencia, la cual ya no concibe al mundo como en sí, sino para sí, es decir, lo exterior ya no es lo dado sino que solo adquiere sentido para un sujeto, para una conciencia que impone sus condiciones. Los personajes de Payne intentan hacerse cargo de su propia vida, transitar por su propio camino: recobrar la relación con su única hija, volver con su ex mujer, cobrar un millón de dólares... Se trata de someter la vida a los deseos personales. Pero estamos, como en Hegel, ante una conciencia desdichada que, por un lado, se alza por encima de las contingencias de la vida, pero a su vez es dependiente de ese mundo del que se reniega. Así, de igual modo que, en la Fenomenología, la conciencia debe abandonar el subjetivismo para encontrar una salida, los personajes de Payne deben abandonar sus fantasías y reconciliarse con el mundo tal y como es. Pero el punto de llegada ya no es el mismo que el de la partida porque no es posible ni positivo desandar el camino. En la Fenomenología los avatares de la conciencia finalizan cuando ella misma se reconoce como razón, para la cual el mundo es la vez en sí y para sí. No podemos aceptar lo exterior como como lo dado de antemano pero tampoco reducir lo objetivo a la conciencia subjetiva. El mundo ni es una entidad ajena a la subjetividad ni se pliega a nuestros deseos. De este modo los personajes de Payne abandonan sus proyectos y regresan al mundo real, pero este mundo no es el mismo que hemos dejado al partir, hay en él una semilla de esperanza, una posibilidad real de reconciliación a través de una relación humana: gracias a Ndugu en A propósito de Schmidt, abriendo la posibilidad de una relación entre Miles y Maya en Entre copas o iniciando una nueva etapa en las relaciones entre padre e hijo en Nebraska. No estamos ante finales felices, pues los sueños de los protagonistas se han malogrado por el camino, pero, suponemos que el intento ha merecido la pena pues al menos se ha ganado algo: un genuino vínculo humano.

De todas formas no podemos evitar acabar con cierta sensación de derrota, cierto regusto amargo que coincide con mi particular lectura de la Fenomenología. Da la impresión que Hegel nos engaña, que no cumple con lo prometido: la última figura de la conciencia, la razón, no es ese punto final anunciado equidistante entre el polo subjetivo y el objetivo. El mundo real, lo en sí, impone su dominio y apenas queda lugar para la subjetividad, la libertad, los sueños y los deseos. Warren regresa a su hogar solo y derrotado, Jack se casa con una mujer que probablemente no ama, Miles no recupera a su ex mujer y no publica su novela, Woody no cobra el millón de dólares... Al final, como en el mito de Pandora, los males quedan sueltos asolando la vida humana y solo un poco de esperanza nos permite seguir adelante.

viernes, 2 de octubre de 2015

Pensar con Spinoza.
Óscar Sánchez Vega

De la terna de grandes filósofos racionalistas (Descartes, Spinoza y Leibniz), el que menor éxito y reconocimiento alcanzó en vida ha sido quizá quien más influencia posterior -especialmente en el siglo XIX- ha tenido. Me refiero naturalmente a Spinoza. Muchos y muy distintos pensadores, desde Hegel a Deleuze, han reconocido su deuda con el filósofo holandés. Esto es así porque encontramos en sus textos nociones e idas que, como puntos de fuga, son referencias fijas para el pensamiento moderno y contemporáneo.

En estas líneas voy a centrarme en ciertas nociones metafísicas que creo muy aprovechables, pero la influencia del pensamiento de Spinoza, al menos en mi caso, abarca múltiples campos y facetas. Por ejemplo: en la tercera parte de la Ética, Spinoza desarrolla una idea de Hombre que sostiene, al contrario que Descartes, que es el deseo y no la razón la esencia misma del Hombre; elabora una ética en torno a virtudes como la firmeza, la fortaleza y la generosidad y, en cambio, niega que algunas virtudes básicas cristianas lo sean, como la humildad o el arrepentimiento; vincula las virtudes con las pasiones donde juegan un papel capital la alegría y la tristeza; formula una moral fuerte, de inspiración estoica, que, a diferencia de Kant, reniega de toda esperanza y no postula la felicidad en una vida de ultratumba como merecida recompensa a la virtud; en política defiende la democracia como sistema político más perfecto, no por aumentar la felicidad del pueblo sino porque en democracia se da una mayor acumulación de potencia, de capacidad de la multitud para hacer y para desear, etc. Todas ellas son tesis muy interesantes que merecerían una entrada cada una pero, como he apuntado anteriormente, pretendo centrarme únicamente en su metafísica. Tampoco es mi objetivo desarrollar o comentar toda la ontología espinosista aunque me veo obligado a resumir -simplificar, más bien- su doctrina antes de llegar al punto que me interesa.

Recordemos que Spinoza parte de la noción de substancia de Descartes y la define como: “aquello que es en sí y se concibe por sí, esto es, aquello cuyo concepto, para formarse, no precisa del concepto de otra cosa” (Eth., I, Def 3). Lo único que se concibe por sí y no necesita de otra cosa para existir es Dios, luego Dios es la única Substancia y todas las demás cosas existen en Dios: “Todas las cosas que existen, existen en Dios y dependen de Dios, de tal manera que sin él no pueden existir ni ser concebidas” (Eth., I, Prop 28). El Dios de Spinoza, pronto lo vieron sus coetáneos, no es un Dios como el de las religiones, no es el Jehová de los judíos, ni el Dios Padre de los cristianos; es el Dios de los filósofos. Un Dios que se identifica con la Naturaleza -Deus sive Natura- y que, igual que el Acto Puro de Aristóteles y al contrario del Dios de las religiones, es un Dios que podemos amar pero que no nos corresponde. No es un Dios salvífico. No hay, para Spinoza, otro mundo, la única salvación posible es en este mundo, el único real.

Este Dios es un Ser infinito que consta de infinitos atributos: “Por Dios entiendo un ser absolutamente infinito, esto es, una substancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita” (Eth., I, Def. 6). Los atributos son: “aquello que el entendimiento concibe de la substancia como constituyendo la esencia de ésta” (Eth., I, Def.4). Es decir que concebir atributos distintos no es concebir entes o cosas diferentes sino expresiones de una única substancia. La substancia se expresa por medio de sus atributos, de los cuales solo conocemos dos: Pensamiento y Extensión. Todos los cuerpos que hay en el universo, no son otra cosa que modos o modificaciones de aquella substancia, en cuanto extensión, así como las almas, las ideas y pasiones son modos de la misma sustancia en cuanto pensamiento. Los modos no tienen ningún contenido al margen de lo que cada uno expresa de su respectivo atributo. Lo propio de los modos es la “determinación” del contenido infinito que se expresa en el atributo, o sea la negación de la infinitud. Los modos son afecciones de la substancia y por lo tanto no son eternos y solo pueden existir en otro (en la substancia).

Lo que me interesa destacar ahora es que la metafísica espinosista no postula la existencia de tres “cosas”: substancia, atributos y modos. Los atributos tienen como función abrir la pluralidad en el seno de la substancia y a la vez son principio unificador en relación a los modos. Pero los atributos solo existen como esencias en el orden del pensamiento, es decir, un atributo puede ser pensado, pero solo existe realmente “encarnado” en un modo concreto. Por ello Spinoza afirma que “nada hay fuera de las substancias y los modos” (Eth., I, Prop 15, dem). Pudiéramos pensar -y así se explica en demasiados manuales de Historia de la Filosofía- que es posible continuar por este camino y reducir aún más el problema planteado: ¿acaso no son los modos afecciones de la sustancia de tal modo que no existen por sí sino en la substancia? ¿no decimos que Spinoza es monista porque solo reconoce una realidad, una única substancia? ¿concluimos pues que solo existe una realidad, la substancia? No, no es posible; una lectura atenta de la Ética no da pie a esta interpretación. Todas la cosas son en Dios, pero Dios no es todas las cosas. Entre la existencia de las cosas producidas por Dios y la existencia de Dios mismo hay un hiato insalvable, las cosas son en Dios, pero no son Dios, tienen una esencia distinta y separable de él. Como escribe Spinoza en una carta a Meyer en 1663: “De donde brota con toda claridad que nosotros concebimos la existencia de la substancia como radicalmente distinta de la existencia de los modos” (Carta 12, pag 39). Si bien es verdad que el Dios de Spinoza no es trascendente, no es exterior a los individuos finitos, sin embargo los desborda a todos ellos. Por eso: “las cosas singulares no pueden existir ni ser concebidas sin Dios, y, sin embargo, Dios no pertenece a su esencia” (Eth., II, Prop 10).

Esta es la paradoja que se nos presenta: que Dios sea infinito, que tenga infinitos atributos, quiere decir que es indeterminado, esto es, incognoscible, pues solo puede ser conocido, según Spinoza aquello a lo que aplicamos un concepto de forma adecuada. O sea que todo lo que conocemos es en Dios o la Naturaleza pero esta nos es incognoscible. Para salvar este escollo -y así llegar, por fin, al asunto que me interesa destacar- Spinoza echa mano de una distinción formulada anteriormente por Averroes, aunque en un nuevo sentido. Averroes, en sus Comentarios sobre Aristóteles, llama Natura naturans a “lo que engendra”, o sea, a la Primera Causa y Natura naturata a “lo que ha nacido” o lo Primero Causado. La distinción de Averroes funciona dentro del paradigma aristotélico que es modificado de forma radical por Spinoza:
“Por Natura naturans debemos entender aquello que es en sí y se concibe por sí, o sea, aquellos atributos de la substancia que expresan una esencia eterna e infinita, esto es, Dios [...] Por Natura naturata, en cambio, entiendo aquello que se sigue de la necesidad de la naturaleza de Dios, o sea, de la de cada uno de los atributos de Dios, esto es, todos los modos de los atributos de Dios, en cuanto se los considera como cosas que son en Dios y que sin Dios no pueden ni ser, ni concebirse'. (Eth., I, Prop 29, esc)
Dios, como Natura naturans es el fundamento último de todo cuanto existe, lo único que no tiene causa porque es causa sui. La Natura naturans es como una fuente primigenia de energía, un Ser infinito cuya esencia es actuar: “hemos mostrado que la potencia de Dios no es otra cosa que la esencia activa de Dios, y, por tanto, nos es tan imposible concebir un Dios que no actúa como que Dios no existe” (Eth., II, Prop 3). En cambio Dios como Natura naturata viene a ser lo que otros filósofos, que tienen una concepción trascendente de Dios, denominan Naturaleza, es decir, en términos espinosistas, aquello que engloba todos los modos de los atributos del Pensamiento y la Extensión, lo que puede ser conocido siempre y cuando razonemos con los conceptos apropiados, o sea, con ideas claras y distintas. Esta distinción es crucial pues aleja a Spinoza de la acusación que Kant hace a los racionalistas: el dogmatismo. Kant, como es sabido, reprocha a los racionalistas que no limiten la razón humana, que consideren que toda la Realidad es accesible a la razón y que, en definitiva, sean fieles al lema eleático que sostiene que igual es Pensar que Ser. Pero esta acusación es injusta en el caso de Spinoza. El filósofo holandés sabe muy bien que no hay un conocimiento absoluto porque alcanzar la esencia de Dios, como Natura naturans, es imposible, pues Dios tiene infinitos atributos y es absolutamente indeterminado.

Pero el escepticismo tampoco es la solución. Al contrario, dice Spinoza: “cuanto más conocemos las cosas singulares más conocemos a Dios” (Eth., V, Prop 25). Una paradoja late en el corazón mismo esta ontología: por un lado, lo que podemos conocer (mediante esquemas racionales) son realidades finitas, los modos de la Extensión y el Pensamiento, y ese es el camino hacia la Verdad, es decir, hacia Dios; pero, a la vez, debemos reconocer que el final del camino es inalcanzable pues Dios es es, por esencia, infinito e indefinido. Vidal Peña, en la Introducción a la Ética de Spinoza de la editorial Orbis, niega que, como habitualmente se sostiene, la ontología de Spinoza sea un tipo de monismo panteísta, pues el Dios de Spinoza no es Uno, sino infinita pluralidad. Dios como ser infinito, esto es, como Natura naturans es inaccesible al intelecto humano y por ello el conocimiento absoluto es imposible. Pero, por otra parte, este Dios infinito es, en cierta forma, accesible pues, repetimos, “cuanto más conocemos las cosas singulares más conocemos a Dios”. Es innegable que estamos ante una contradicción entre el ordo geométrico, la estructura misma del saber y ciertos conceptos, como el de Dios, que desbordan el marco previamente fijado. Todo esto lleva a Vidal Peña a concluir que el racionalismo de Spinoza no es dogmático sino crítico. En cualquier caso, más allá de la etiqueta que pongamos a esta ontología, estamos ante una propuesta muy interesante. La distinción entre Natura naturans y Natura naturata no encaja con la etiqueta monista que la tradición académica ha endilgado a Spinoza, pero tampoco abre paso a un dualismo tipo cartesiano porque no estamos ante dos cosas diferentes sino más bien ante dos maneras de pensar la Realidad que se implican mutuamente. 

Concluyo apuntando que esta distinción es fecunda, creo, para pensar el lugar de la filosofía en el currículo del Bachillerato y la relación entre filosofía y ciencia. El objeto de estudio de las ciencias es, claro está, la Natura naturata, el conjunto de los modos ordenados y organizados conceptualmente. ¿Y la filosofía? La respuesta no es tan sencilla como responder que el objeto propio de la filosofía es la Natura naturans porque, como hemos comentado anteriormente, la Naturaleza, en el sentido de Natura naturans, es infinita y absolutamente indeterminada, por lo tanto, inalcanzable. Lo propio de la filosofía sería más bien mostrar tal imposibilidad... que no es poco. Desde una ontología como la de Spinoza se puede y se debe denunciar al cientificismo ramplón como una ideología que mutila y falsea la Realidad al suponer que, por un lado, los modos del atributo del Pensamiento son mera apariencia y pueden ser reducidos a los modos de la Extensión y, por otra parte, que la Realidad o Naturaleza no es más que el conjunto de los modos de la Extensión debidamente organizados. La filosofía sirve, debería servir al menos, para mostrar lo miope de tal planteamiento y, en este sentido, la metafísica de Spinoza ayuda no poco.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Boyhood. La idea de tiempo en el cine.
Óscar Sánchez Vega

"¿Qué es, pues, el tiempo? ¿Quién podrá explicar esto fácil y brevemente? ¿Quién podrá comprenderlo con el pensamiento, para hablar luego de él? Y, sin embargo, ¿qué cosa más familiar y conocida mentamos en nuestras conversaciones que el tiempo? Y cuando hablamos de él, sabemos sin duda qué es, como sabemos o entendemos lo que es cuando lo oímos pronunciar a otro. ¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé.” San Agustín, Confesiones, Libro XII

Decía Platón en la carta VII que “cuando después de muchos esfuerzos se han hecho poner en relación unos con otros cada uno de los distintos elementos, nombres y definiciones, percepciones de la vista y de los demás sentidos, cuando son sometidos a críticas benévolas, en las que no hay mala intención al hacer preguntas ni respuestas, surge de repente la intelección y comprensión de cada objeto con toda la intensidad de que es capaz la fuerza humana.“ Es decir que cuando llegamos al final del camino dialéctico nos queda todavía dar un paso más allá, un paso que no puede ser codificado en el lenguaje lógico-racional, un paso más allá de de los logoi (los discursos) en busca de lo que, hablando estrictamente, no puede ser dicho, lo que Platón denominó “arrethon”. De ahí la importancia fundamental del mito en el discurso platónico. En el viaje en pos de la verdad debemos confiar en el logos, el discurso racional, que actúa al modo de una lanzadera, pero llega un momento en que el logos se agota y es entonces cuando el artista invoca lo innombrable, el arrethon.

El tiempo parece pertenecer a ese arrethon que, en sentido estricto, como nos recuerda San Agustín, no puede ser dicho sino sólo mostrado. Es el poeta -no el científico o el filósofo- quien nos impulsa hacia él. Centrándonos en el asunto que nos atañe, directores como Terence Malik, Victor Erice y, especialmente, Andréi Tarkovsky nos muestran en su filmografía una idea de tiempo. Cuando digo ”idea de tiempo” no me refiero a una conceptualización sistemática o una reflexión explícita. Recordemos que la palabra “idea” viene del griego ειδέα / ιδέα (aspecto, forma o apariencia). Esta palabra es derivada de είδω (eído) que significa "yo vi". De modo que originariamente la palabra “idea” está relacionada con la visión, con lo que se ve. Que hay una idea de tiempo en las obras de estos directores quiere decir que el tiempo se ve en sus películas.

Sin embargo el objetivo de estas líneas no se centra en los directores mencionados. Pretendo moverme dentro de los límites del logos -del discurso racional- y no adentrarme más allá. Una reflexión sobre la obra de Tarkovsky, por ejemplo, rebasaría los límites señalados. Lo que quiero decir es que una reflexión estrictamente filosófica sería, en este caso, del todo insuficiente. Desde un arte, el cine, se puede apuntar al arrethon, desde otro arte, la literatura, se puede reflexionar sobra la obra de Tarkovsky y también, qué duda cabe, puede hacerse un análisis conceptual, técnico o filosófico del cine de Tarkovsky, pero, y este es el punto fundamental, tal análisis aporta poco, queda muy por debajo de la obra comentada. Por ejemplo, en Stalker el tiempo dentro de la Zona no es representado de la forma habitual. Concebimos el tiempo, desde Descartes y Newton, como un vector que avanza uniforme y unidireccionalmente con independencia del trasfondo, de las cosas que acontecen o no pero no interfieren en el lento e inexorable avance del tiempo. La genialidad del realizador ruso es que, mediante imágenes, por medio de largos planos, parece detener el tiempo o más bien fijar el tiempo al trasfondo, a las cosas mismas. Tarkovsky nos invita a abandonar el tiempo cotidiano, nos sugiere que otro tiempo es posible. Es difícil de explicar, Stalker no puede traducirse completamente al logos. Sus imágenes apuntan a algo más allá, a un arrethon, que difícilmente puede ser enunciado.

Pero -afortunadamente, dirán muchos- no todo el cine es como el de Tarkovsky. Otras películas pueden analizarse más fácilmente, pueden ser traducidas al logos común. Recordemos que la tradición platónica nos insta a recorrer el camino del logos hasta donde sea posible antes de adentrarnos en el misterio del arrethon, lo que llevado a nuestro tema significa que es posible y debemos intentar una reflexión racional sobre el tiempo que nos prepara, nos sirve de propedeútica, a lo que acaso solo un arrebato místico puede proporcionar: una comprensión de la esencia del tiempo.

Para esta labor, más humilde, es preferible partir de los que en la época dorada de Hollywood se denominaban los artesanos del cine. Richard Linklater es, a mi modo de ver, uno de esos artesanos, un buen profesional que conoce su oficio y que produce obras cinematográficas muy dignas que, sin embargo, no son obras maestras. En Julio de 2014 Linklater extrenó Boyhood, la cual estuvo nominada a seis categorías, entre ellas mejor película, en la edición de los Óscar 2015 (finalmente sólo se hizo con el premio a la mejor actriz de reparto para Patricia Arquette). Boyhood no es un obra de arte, es una película hasta cierto punto convencional. Lo peculiar de la película es bien conocido: el envejecimiento de los personajes corresponde al envejecimiento real de los actores. La película es filmada a lo largo de 12 años, pero únicamente en 39 días de rodaje. Ahora bien, ¿es este un dato extracinematográfico? ¿atañe a la esencia de la película? Obviamente el tema sobre el que gira todo el film es el paso del tiempo y el envejecimiento real de los actores otorga credibilidad al relato, pero, por otra parte, la historia está rodada de forma tópica. Al contrario que, por ejemplo, las películas de Tarkovsky, la reflexión de Linklater no es formal, es decir, no afecta al al lenguaje cinematográfico, al montaje, las secuencias de planos, etc. Se trata, insisto, de una digna película, pero no de una obra maestra. Otras películas, como Fresas Salvajes de Bergman o Barry Lyndon de Kubrick, tratan el tema del paso del tiempo con mucha más sensibilidad y hondura. El principal problema para el espectador es que en Boyhood no ocurre nada que se salga de lo cotidiano. La vida del protagonista, Mason, discurre a paso cadencioso, imperceptiblemente casi. Un buen montaje, incisivos discursos, especialmente los puestos en boca de Ethan Hawke, buenas réplicas... son los aciertos de la película; pero hay demasiadas escenas irrelevantes a lo largo de tres horas de filmación que hacen que el ritmo narrativo decaiga en ocasiones. Una obra correcta, repito, nada más.

Un relato de este tipo plantea un grave problema: ¿cómo finalizarlo? Un final apoteósico o meramente inesperado sería una traición a un estilo y un enfoque que se va desarrollando coherentemente a lo largo tres largas horas. Hubiera estado fuera de lugar cerrar la narración con un acontecimiento extraordinario que diera sentido a todo lo anterior. No era fácil terminar una historia así. Es aquí, según mi punto de vista, donde el director se muestra más brillante, cuando, de alguna manera, va más allá del logos y apunta al arrethon, a algo, una idea, que en propiedad no puede ser enunciada. El final de la película es como sigue (¡Ojo, spoiler!... naturalmente): Mason abandona el hogar materno y llega a la universidad, donde conoce a su compañero de habitación, Dalton, que le presenta a dos amigas, Barb y Nicole. Inmediatamente se establece una buena química entre ellos y acuerdan ir a contemplar el atardecer a un paisaje idílico: Big Bend. Dalton se adelanta con Barb mientras que Nicole y Manson quedan rezagados. Cuando llegan al lugar indicado se está poniendo el sol. Encima de un risco Dalton y Barb aúllan y gritan alborozados mientras que Nicole y Manson se sientan en el suelo algo apartados. La película acaba con el siguiente diálogo:
- Dalton (gritando, encaramado encima de un risco): el momento está teniendo un orgasmo maravilloso, es como si todo el tiempo se hubiera desplegado para que estemos aquí y miremos y gritemos: ¡Sí carajo!
-Nicole: ¿Viste como la gente siempre dice “aprovecha el momento”? Me inclino a pensar que es al revés: el momento nos atrapa a nosotros
-Mason : Sí. Sí claro es… es constante. El momento es... es como si siempre fuera ahora mismo, ¿sabes?
- Nicole: Sí.
Silencio.
Y así acaban tres horas de metraje sobre la vida de Mason. El director ha optado por este final porque entiende que esta escena es un adecuado colofón para la historia que nos ha contado. ¿Por qué? ¿Qué quiere decir Mason cuando afirma que “el momento es constante” o que “es como si siempre fuera ahora mismo”? Recuerdo otra película, Atrapado el el tiempo, la comedia de Harold Ramis, y me pregunto si lo que Linklater quiere decir es que el momento es nuestro particular día de la marmota. Si esto es así, no se trata como dice la sentencia hedonista de “aprovechar” el momento sino más bien, parafraseando a Sartre, de reconocer que estamos condenados al momento, no queda más remedio que “aprovechar” el momento pues no hay otra posibilidad. No hay vida más antes o después de este preciso momento en que tú lector estas leyendo este texto que, claro está, no es el mismo momento en el que yo estoy escribiendo estas líneas. Entonces... ¿pasado y futuro no existen? ¿son quimeras, ficciones, productos de la imaginación? Esta es la idea que se insinúa al final de la película: el pasado y el futuro solo pueden existir en el momento, como recuerdo o vestigio el primero y como proyecto el segundo. Presente, pasado y futuro comparten un mismo tiempo: este preciso momento, el único real.

¿Podemos profundizar en estas reflexiones de la mano de algún filósofo? Sí. Encontramos en El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer un marco filosófico adecuado para comentar esta escena final. Conviene trazar de manera muy esquemática las líneas maestras de la metafísica schopenhaueriana antes de hablar del tiempo de una forma más específica. Schopenhauer llama representación a aquello que puede ser conocido, lo que Kant denominó “fenómeno”, es decir, el mundo para mí. Pero como nos enseñó el filosofo de Königsberg no debemos confundir lo que es para mí con lo que es en sí. Lo que es en sí o, como lo denominó Kant, el noúmeno nos es del todo incognoscibe, pero para evitar el solipsismo debemos afirmar su existencia. Pues bien esa cosa en sí es llamada por Schopenhauer “voluntad”. La voluntad no se puede definir, es lo que está por debajo de todo aquello que conocemos, es la Vida propiamente dicha, lo que es previo a todo lo demás, el impulso vital que se nos muestra del todo indescifrable. La voluntad, lo real, es presente; ni pasado ni futuro. Esta es la idea central, el pasado y el futuro solo existen para la conciencia en la representación:
“Ante todo debemos reconocer claramente que la forma del fenómeno de la voluntad, es decir, la forma de la vida o la de la realidad es propiamente lo presente y no lo futuro no lo pasado, que no existen más que para el concepto y por el encadenamiento de la conciencia sometida al principio de razón.” (El mundo como Voluntad y representación, Tomo II,1985, pag101)
Algo así es lo que Nicole, la amiga de Mason, quiere decir al sostener que es el momento quien nos atrapa a nosotros y no a la inversa. Naturalmente, reconoce el filósofo, el pasado ha existido, han existido millones de humanos que nos han precedido como también ha existido el pasado de nuestra propia vida pero hoy ya solo existe como vestigio o brumoso recuerdo. Pero atención, Schopenhauer no dice que solo exista este presente. ¿Acaso el lector de estas líneas es el que vive el momento real, el único real y todos los momentos anteriores que el lector y otros hombres han vivido son ficciones o menos reales? Como decía San Agustín todo esto es ciertamente extraño. Solo existe el momento pero... ¿por qué ahora? ¿no fue igualmente importante y real el momento anterior? Al hacernos preguntas como estas, nos reprocha el filósofo alemán, seguimos prisioneros del dualismo cartesiano, de la escisión entre el sujeto y el objeto, como si cada uno tuviera su propio tiempo y por una feliz contingencia coincidieran justo en este instante, en este momento, mi tiempo personal y el tiempo cosmológico. Pero es justo esta escisión la que es denunciada por Schopenhauer: es el sujeto, el individuo, lo que es una ficción. En realidad lo que existe es la Naturaleza o, lo que es lo mismo, la Voluntad y el Presente, un presente eterno e inmutable. Pasado y futuro solo pueden ser concebidos en cuanto a representación, es decir, como construcciones ficticias del intelecto. Lo único real es la voluntad, esto es la vida y el presente por ello:
“Yo soy definitivamente dueño del presente y me acompañará por toda una eternidad como mi sombra; por esto no me asombra ni pregunto de dónde procede este presente y cómo es que sea ahora mismo.” (Ibíd, pag 102).
Esta peculiar concepción del tiempo le sirve a Schopenhauer para rehacer la célebre argumentación epicúrea contra el miedo a la muerte. La persona solo muere como fenómeno, como individuo, pero no como realidad o cosa en sí. Como voluntad no somos meros individuos sino manifestaciones de la Vida misma, una Vida que es independiente del tiempo, es decir, eterna. Lo que nos infunde pavor en la muerte es la aniquilación del individuo, pero, frente a este sentimiento, la razón y la filosofía estoica nos vienen a decir que la muerte es una ilusión porque el individuo también lo es (como velo de Maya en el hinduismo). Solo es real la Vida y el presente eterno, todo lo demás es ilusión. Solo el hombre teme a la muerte. Solo en el hombre la Naturaleza toma conciencia de sí misma y se distancia de si misma imaginando su muerte. Pero que la muerte es una ficción lo prueba que concebir la propia muerte requiere un considerable esfuerzo de la imaginación que solo podemos sostener breves instantes. Por eso la angustia ante la muerte es una sensación efímera, en circunstancias normales la fuerza de la Naturaleza se impone a la reflexión. También en el hombre, como en el resto de los animales, predomina la convicción de ser él mismo la Naturaleza y, por tanto, eterno e inmortal. Así podemos seguir adelante con la vida sin que la obsesión por la muerte nos paralice.
“Así, pues, el que se contenta con la vida tal como ésta es, quien afirma todas sus manifestaciones, puede confiadamente considerarla como sin fin y alejar de sí la idea de la muerte como una quimera infundida por un absurdo temor de un tiempo sin presente, parecido a aquella ilusión en virtud de la cual uno de nosotros se imagina que el punto ocupado por él en el globo terrestre es lo alto y todo lo demás lo bajo. Pues así como en nuestro globo lo alto se encuentra en cada punto de la superficie, así el presente es la forma de toda la vida; el miedo a la muerte porque ésta nos pueda arrebatar el momento presente es tan absurdo como si temiéramos deslizarnos hacia lo bajo del globo terrestre desde la altura en que ahora felizmente nos encontramos.” (Ibíd, pag 103).
En conclusión, para Schopenhauer el hombre no es más que una pobre manifestación de la Naturaleza, como lo es el agua o una piedra. La Naturaleza se identifica con la Vida, la Voluntad y el Presente, un presente que es eterno e inmortal.
“La voluntad en sí y el sujeto puro del conocimiento, ojo eterno del mundo, existen fuera del tiempo y no conocen ni la permanencia ni la destrucción, que es el lenguaje del tiempo.” (Ibíd, Pag 105)
Pero el hombre puede pensar, construir ficciones. El tiempo es una de esas ficciones. La voluntad está más allá del tiempo y no conoce ni pasado ni futuro y en algunas ocasiones como en la escena señalada de la película intuimos esa verdad irrepresentable que, en sentido estricto, no puede ser pensada ni dicha pues está más allá del logos. Intuimos que no somos más que manifestaciones de una Naturaleza que se mantiene inmutable, siempre presente, por ello “es el momento quien nos atrapa a nosotros”, como dice Nicole y “es como si siempre fuera ahora mismo”, tal y como replica Mason.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Actualidad de Kant.
Óscar Sánchez Vega

Qué duda cabe que Immanuel Kant es una referencia inexcusable en la Historia de la Filosofía. Sin embargo la teoría del conocimiento contemporánea, especialmente la de tradición analítica, no suele tomar en consideración sus aportaciones y, en ocasiones, adopta un planteamiento prekantiano. En su momento Marx había reprochado a sus contemporáneos que trataban a Hegel como un “perro muerto” y otro tanto cabría decir del trato que recibe Kant por buena parte de los actuales filósofos. Se reconoce que su valía para organizar y clarificar el panorama filosófico de los siglos XVII y XVIII, pero no su potencia explicativa para iluminar los problemas de la epistemología y la ciencia de los siglos posteriores. Creo que es un error. Kant también nos ayuda a pensar hoy.

Los problemas ontológicos y epistemológicos de la Modernidad no han cambiado de manera sustancial desde el siglo XVII hasta ahora y giran, fundamentalmente, en torno a las relaciones entre sujeto y objeto. Nos preguntamos por el vínculo entre la mente y el mundo, lo conocido y el objeto del conocimiento, la representación y aquello que es representado, el significado y la referencia, etc. Estos problemas nacen de la mano de Descartes y, contrariamente a lo que suponen muchos filósofos analíticos, la respuesta alternativa de Hume no supone superación alguna de los parámetros fijados por el francés. La cuestión es que tanto racionalistas como empiristas comparten un postulado fundamental: afirman que no tenemos acceso a la realidad, que lo que conocemos son ideas, es decir, no las cosas mismas sino sus representaciones. Pero, si esto es así ¿cómo garantizar una correspondencia fiel entre la representación y la “cosa en sí”? ¿cómo superar el solipsismo? es decir ¿cómo podemos al menos asegurar la existencia de algo exterior a la propia conciencia? Por otra parte la Realidad o Naturaleza es concebida por la Modernidad en términos estrictamente matemáticos, de tal manera que no queda margen alguno para la subjetividad. Incluso cuando el objeto a analizar es el sujeto humano, la ciencia lo explica de manera objetiva y cuantitativa. Así que por un lado tenemos un sujeto encerrado en su esfera de ideas y representaciones y por otro un mundo objetivo organizado y ordenado de forma mecánica que se mueve y evoluciona al margen de las expectativas o intereses de los humanos. Estas son las dos trampas de la Modernidad: el subjetivismo y el cientificismo, que no son más que las dos caras de la misma moneda y el resultado del abismo que la metafísica cartesiana establece entre sujeto y objeto.

Todos sabemos en qué consiste la solución kantiana que, recordamos, entiende la experiencia y el conocimiento como una síntesis entre las estructuras formales que aporta el sujeto y la materia de la sensibilidad, de tal manera que no cabe hablar de mundo por un lado y sujeto por el otro. En esto consiste el giro copernicano de la filosofía kantiana, en una nueva forma de concebir la subjetividad que permite superar una desafortunada metáfora: la idea de que la mente humana es un espejo que refleja la realidad. El conocimiento es posible, sostiene el filósofo prusiano, porque el mundo se ajusta a mi facultad de conocer. La máxima que kantiana que sostiene que “las intuiciones sin conceptos son ciegas; los conceptos sin intuiciones vacíos” merece ser recordada y tomada en consideración. La filosofía analítica cuando aborda problemas epistemológicos, como el estatus de los enunciados observacionales, la distinción entre hechos y proposiciones, la verificación de las teorías científicas, el problema de la inducción, la formación de los conceptos, el significado de las palabras, etc, se olvida a menudo de este planteamiento. Es mérito del filósofo sudafricano John McDowell, en su obra Mente y Mundo (2003), transitar por esta vía y actualizar el enfoque kantiano. El subjetivismo y el cientificismo nos abocan a un callejón sin salida. La solución pasa por recusar los presupuestos de partida: es preciso una nueva noción de subjetividad sin subjetivismo y un nuevo modelo de conocimiento alejado del cientificismo. Y en esta búsqueda de un nuevo enfoque Kant nos es imprescindible.

Frente al subjetivismo, McDowell insiste en que toda la subjetividad y toda intuición, como subrayaba Husserl, es intencional, es decir, apunta a algo distinto de ella misma. Todo conocer es una apertura al mundo, de tal manera que las “intuiciones” o “ideas” no son contenidos inmanentes de la mente e independientes del mundo, sino más bien, como suponía Aristóteles, el conocimiento de las cosas es directo, inmediato y fiable. Por otra parte el mundo que conocemos no es algo ajeno a nuestras necesidades subjetivas pues está condicionado por lo que Kant denominaba estructuras trascendentales, por nuestra forma de conocer, de tal modo que el conocimiento solo puede ser fenoménico: no conocemos en mundo en sí, conocemos el mundo para mí. No hay manera de concebir la mente y el mundo por separado, lo que hay es un continuo, una conexión constante y recíproca entre lo subjetivo y lo objetivo. No está, por un lado, una mente llena de conceptos e ideas y, por otra parte, un mundo independiente del sujeto. Mente y mundo se implican mutuamente, son inseparables. Estos postulados kantianos sirven no solamente para superar la tradicional oposición entre racionalismo y empirismo de los siglos XVII y XVIII, sino también para abordar problemas de la filosofía de la ciencia del siglo XX como pudieran ser las sorprendentes tesis de la mecánica cuántica y el extraño y decisivo papel que juega el observador en la descripción del mundo.

Pero, en esta puesta al día del kantismo, McDowell rechaza una tesis fundamental del idealismo trascendental: la distinción entre fenómeno y noúmeno o cosa en sí. El filósofo sudafricano afirma que con la noción de noúmeno Kant se traiciona a sí mismo y vuelve al antiguo dualismo que trataba de superar: la escisión entre sujeto y objeto que abre la filosofía cartesiana. Si aceptamos esta distinción, argumenta McDowell, la experiencia se devalúa a sí misma y volvemos a separar la experiencia como construcción subjetiva por un lado y el mundo real por el otro. Lo real y objetivo cae del lado del noúmeno mientras que lo ficticio y subjetivo del lado del sujeto. Creo que en este punto McDowell malinterpreta a Kant. La noción de noúmeno, bien entendida, no remite a dualismo alguno y cumple una función terapéutica muy necesaria. El noúmeno (igual que el Dios de Spinoza, la voluntad en Schopenhauer, el Límite en Trías o la Materia ontológico-general en Bueno) es una noción límite que evita caer en el dogmatismo al señalar aquello que no puede ser conocido y, de este modo, hace que reconozcamos la limitación y finitud del conocimiento humano. No es posible el acceso a la Verdad -así, con mayúsculas-, todo nuestro conocimiento es humano y solo humano. Sin embargo -esto se ve más claramente en Schopenhauer- a veces, es posible, mediante el arte, vislumbrar algo de ese Ser, el noúmeno, que permanece fuera del alcance de nuestras capacidades cognoscitivas.

Así pues entiendo, al contrario que McDowell, que la distinción entre fenómeno y noúmeno cumple una función importante y que, de una u otra forma, merece ser preservada. ¿Qué ha quedado entonces obsoleto en el kantismo? Pues, según mi criterio, el trascendentalismo y un teoreticismo o formalismo excesivo. Kant partía de un concepción de la naturaleza humana fija e inmutable, equipada con ciertas estructuras trascendentales que posibilitan el conocimiento de igual manera en todo lugar y en toda época. Esta noción remite al ideal universalista característico de la Ilustración del siglo XVIII que hoy nos parece superado. Además Kant entiende de manera excesivamente teórica la función de las categorías. Los conceptos solo existen en el lenguaje y cuando aprendemos una lengua no solo adquirimos una herramienta intelectual; con el lenguaje aprendemos -como nos enseñó Wittgenstein en las Investigaciones filosóficas- una forma de vida, una manera de habitar el mundo. Los conceptos tienen una dimensión pragmática que Kant soslaya y debe ser tomada en consideración.

En resumen, una epistemología del siglo XXI naturalmente no puede seguir al pie de la letra los dictados del idealismo trascendental kantiano, pero haría bien en asumir y tener presentes algunas tesis planteadas por el filósofo de Königsberg como las siguientes: la Realidad, la cosa en sí, está más allá de nuestro alcance, todo conocimiento es fenoménico, la experiencia es una síntesis entre lo que aporta el sujeto y las impresiones que recibimos a través de los sentidos, toda descripción del mundo está condicionada por el sujeto, el mundo que conocemos es un mundo humano, es decir, un mundo que se ajusta a mis necesidades subjetivas. Este es el camino para pensar más allá del subjetivismo y el cientificismo que lastran la epistemología contemporánea.

miércoles, 29 de julio de 2015

Algún apunte sobre nacionalismo.
Borja Lucena

       
Releyendo a Hannah Arendt, casi mi única lectura mientras todos los días comienzo a terminar la tesis doctoral, encuentro algunas ideas sobre el nacionalismo que, esta mañana calurosa, me sorprenden por su agudeza.

Arendt señala cómo el problema del nacionalismo no se encuentra en la "cabeza" de unos desequilibrados o fanáticos, sino que está situada en la constitución misma de los Estado-nación formados a partir del siglo XVIII en Europa. Una vez más, la filósofa alemana apunta a un substrato común a tantos elementos de la modernidad: el desarraigo. Es de la experiencia moderna del desarraigo de donde pueden nacer fenómenos políticos tan peculiares como el nacionalismo. Con la formación de los modernos aparatos estatales, la "Nación" adquirió el carácter de único vínculo común entre individuos que, perdida casi toda referencia compartida, se vieron expulsados a su vida privada, sus cuitas personales o la lucha desesperada por el sustento, su "rica" realidad interior, etc.: "El único nexo que subsistió entre los ciudadanos de una nación-estado sin una monarquía que simbolizara su comunidad esencial pareció ser el nacional, o sea, el origen común". Así, en el fenómeno del imperialismo decimonónico, cuando la realidad había desbordado cualquier limitación "nacional" en razón de la incontenible expansión del poder económico y la acumulación sin precedentes de poder estatal, "cuanto más lejos se iban, más fuerte era su creencia de que representaban sólo un objetivo nacional", de modo que, "sólo lejos de su patria podía un ciudadano de Inglaterra, Alemania o Francia ser nada más que inglés, francés o alemán".

Arendt apunta a las paradojas de la plasmación de los grandes poderes estatales, y subraya enfáticamente una de las más relevantes, la contraposición, ya presente en la Revolución Francesa, entre los derechos del hombre y los derechos del ciudadano, de manera que "los derechos humanos fueron reconocidos y aplicados sólo como derechos nacionales". De esta enmarañada dialéctica entre lo humano, en general, y lo propio dotado de concreción y garantías jurídicas, resulta un panorama contradictorio y complejo, en el que el Estado pasa a ser considerado como expresión, antes que de una ley, de una Nación, lo que abre el camino de la confusión de la política con los intereses de la "Nación", del "pueblo", y, en avatares posteriores, la "raza".
"El nacionalismo es esencialmente la expresión de esta perversión del estado en un instrumento de la nación"
Frente al consabido enfrentamiento teórico entre la teoría liberal y el nacionalismo, uno de los grandes méritos de Arendt es reconocer su copertenencia. La política, siendo despojada de sus rasgos propiamente políticos, retorna como aquello reprimido que se presenta como amenazador e indomable, como catastrófico, como una "movilización política de lo apolítico". Frente a los exaltadores del fin de las clases sociales y los antagonismos, la filósofa entona un bien medido elogio de su efectiva realidad e importancia en la vida política, conectando con ciertas corrientes del pensamiento obrero que descansaban -frente a las ideologías que pretenden hablar por "el todo"- en la defensa de intereses concretos y parciales. Por eso, ella piensa que la práctica política, en el siglo XIX, se conservó únicamente en el seno de los grupos y sindicatos "de clase", frente al discurso pretendidamente omniabarcante de la burguesía, por un lado, y el populacho, por otro. El individualismo liberal "consideraba erróneamente que el estado dominaba sobre simples individuos cuando en realidad dominaba sobre clases"; en una sociedad formada de un agregado de individuos aislados, recluidos en sus supuestos intereses individuales, el subproducto e incluso soporte necesario para el liberalismo fue, entonces, el énfasis en aquello que podía unir a todos con un vínculo situado más allá de la vida cotidiana, la actividad y los intereses concretos: "El nacionalismo se convirtió en el precioso cemento que unía un estado centralizado y a una sociedad atomizada". La cuestión clave, y lo que quizás sea tan difícil de comprender para los que suspiran comparando a España con otros países europeos, es por qué en algunas partes el nacionalismo llegó a cimentar estados nacionales fuertes -como el caso de Francia-, mientras en otros casos sirvió sobre todo para disgregarlos -como el de Austria-Hungría y, probablemente, España-.

Cuando hoy por todos lados resuena el aullido de un enfrentamiento previsible, cuando se extreman las medidas y afilan los discursos, quizás sólo se puede adivinar que la inefectividad palpable de los "constitucionalistas" frente a los "nacionalistas" proviene de una inquietante coincidencia de principios; el modelo del Estado que rige como un poder "aéreo" sobre individuos separados quizás sólo puede sostenerse sobre el "cemento" del nacionalismo. En este sentido, sólo un nacionalismo español más fuerte o poderoso que los catalán o vasco podría convertir a España en la parte ganadora. Pero ese nacionalismo, profundamente desacreditado por la dictadura franquista, parece de difícil compactación.

Las buenas intenciones de muchos de los que defienden un país "más allá de los nacionalismos" no pueden ocultar que la centralización del poder del Estado sólo puede ser pergeñada con la argamasa de la creencia nacionalista. Quizás ahí radique la sorprendente deriva nacionalista de gran parte de la izquierda, fascinada por el poder del Estado y abrazada por doquier a los nacionalismos disponibles, entre los que no cuenta el español.

Lo cierto es que en la época en que Arendt escribió "Los orígenes del totalitarismo" ya estaba claro -tras la experiencia de la guerra total en Europa- que el principio nacional había hecho saltar a Europa por los aires y que, frente al ámbito sagrado de la nación y el Estado, Europa sólo podía ser todavía recuperable a través del espacio remundanizado de la política. ¿Quién se atreve hoy, en medio de las incertidumbres y amenazas más concretas, a mirar más allá del Estado?