Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

viernes, 12 de septiembre de 2014

Un amor menos tonto
Eduardo Abril Acero


Pensemos a partir de una pregunta: ¿dónde reside hoy en día el vínculo social? ¿qué es lo que hace que unos hombres vivan junto a otros y produzcan juntos el conjunto de la vida material y espiritual? Esta pregunta tiene respuestas casi desde cualquier ámbito de la cultura: se puede apelar a los instintos gregarios como hacen los biólogos y etólogos, se puede hablar de libertad y contrato social, como hacen los liberales, se puede hablar de esa esencia vaporosa e inexplicable que es la “esencia social”, el “animal político”... etc. Sea como sea, en el pasado, todas estas respuestas encontraban su ejemplo en casos como la familia, la religión o el trabajo colectivo, el hecho militar. Todos son semblantes de lo colectivo y significan de una un otra forma el vínculo social. Por eso, una explicación adecuada de esto que hace que individuos formen colectivos, debería ser una explicación que pueda usar el mismo léxico para hablar del vínculo materno-filial, del amor romántico, del trabajo social de la fábrica, de la entrega del soldado en la batalla o de la comunión de fieles en la iglesia.

Freud nos permite pensar el vínculo social de esta forma, apelando al concepto de amor. Es el amor lo que, tanto en la fábrica, como en la iglesia, el ejército o la familia, vincula a unos hombres con otros. Freud lo estudia de forma pormenorizada en su escrito de 1920 Psicología de las masas y análisis del yo. En este texto utiliza el mismo concepto de amor para explicar tanto la vida colectiva del grupo, como el vínculo entre dos personas. Lo interesante aquí es que permite comprender de la misma forma lo que nos vincula con cualquier Otro.

El concepto clave para comprender el fenómeno del amor, nos dice, es el de la identificación, esto es, la adquisición de la propia identidad a partir de un Otro, de algo ajeno a nosotros. Lo que nos está diciendo Freud es que la identidad no es un punto de partida, sino que es el resultado de un proceso. El hombre no posee una identidad, una esencia, en el comienzo, de forma que podamos hablar de animal social, instinto gregario, o alma libre. El individuo no se reconoce primeramente a sí mismo como un sujeto, y a partir de sí mismo, encuentra el mundo y los otros hombres frente a sí, como trató de convencernos Descartes. Ocurre más bien al contrario, como nos explicaba Heidegger en Ser y tiempo, el individuo está ya dado como ser-en-el-mundo y sólo a partir de este ser-ahí puede surgir algo como un Yo, que no es más que una abstracción, una fantasía identitaria.

Heidegger no profundiza en la formación de este ser-en-el-mundo y simplemente parte de él como lo dado fenomenológicamente, pero el psicoanálisis sí que lo hace, y tanto Freud como Lacan se preguntan de qué modo puede surgir algo así como un yo a partir de esta inmediatez mundana en la que el individuo está arrojado ya desde siempre. Freud estudió este proceso en el llamado narcisismo primario y Lacan posteriormente lo reinterpretó a través de su famosa fase del espejo, pero en rigor ambas interpretaciones conservan la misma estructura: inicialmente el individuo es pura indistinción mundana, está disgregado en el mundo, sin reconocer un límite entre él y las cosas. Sólo posteriormente se identifica con un Otro, un algo en lo que reconoce unidad, y a través del cual es capaz de construir una identidad para sí mismo. Este Otro resulta que generalmente es la madre y el entorno familiar y por eso el psicoanálisis toma como referencia en el diván las figuras de esos Otros, pero esta situación es meramente circunstancial. Bien puede imaginarse una sociedad donde ese Otro en el que el naciente sujeto se identifica sea completamente diferente. Lo que sí está presente de forma constante (salvo en el caso de los niños salvajes) es el lenguaje, como el ámbito en el que es posible la identificación: adquirir una identidad es semejante a recibir un nombre propio, ciertas designaciones y un lugar en el universo de las palabras. Por eso, por encima de la madre, el estado, la moral... está el Otro sociosimbólico en el que se produce la identificación y que constituye el lenguaje. Y por eso el medio del análisis es siempre el lenguaje (en tanto que talking cure). Pues bien, es este Otro desde el que se produce la identificación, es lo que va a constituir su primer objeto amoroso y sólo a partir de él, de su reconocimiento como algo, por identificación se reconoce el sujeto a sí mismo también como un algo.

En Psicología de las masas y análisis del Yo, Freud lleva esta consideración de lo individual (en que el individuo se identifica con la madre, por ejemplo, para poder configurar su propia identidad) a lo socio-cultural, pudiendo comprender la vida colectiva a partir de este proceso de disgregación e identificación. Pues bien, en el texto en cuestión, Freud pone el ejemplo de la religión y del ejército como paradigmas de colectivos mostrándonos cómo funciona ahí el proceso de identificación que está en la base de la comunidad. En el caso de la religión cristiana, por ejemplo, la fuente de identificación, el Otro, es la divinidad, en este caso Cristo: el fiel experimenta un amor libidinoso hacia Dios pues supone la fuente de su propio reconocimiento y sólo se piensa a sí mismo a través de dicha identificación.

Pero ocurre algo decisivo en este proceso y es que esta identificación resulta tan exigente que casi se revela imposible. En el nivel cotidiano-individual esto corresponde con el conflicto edípico: el infante desea a la madre puesto que él no es nada a su margen, pero pronto descubre que está prohibida, que no es para él. La religión realiza esta imposibilidad edípica alejándonos a Dios en su perfección: la identificación con la divinidad queda fuera de nuestras posibilidades, pues nadie puede transformarse en Cristo y, por tanto, ser digno por completo de su amor. El resultado es que que el reconocimiento de sí mismo, la propia identidad, que depende del reconocimiento como un objeto digno de amor por parte de Dios, resulta siempre insatisfecho. Dicho de otro modo: el fiel de la religión es siempre un ser en falta, un ser que anhela incesantemente ser colmado, y una y otra vez fracasa en su pretensión de hacerse digno del amor de Dios. Es, por así decirlo, un amor neurótico, puesto que el objeto de amor, en este caso Dios, siempre nos exige pruebas de amor que no son suficientes, como esa amante neurótica que nos pregunta cada poco “¿me amas?” y sabemos de antemano que ninguna respuesta aplacará la pregunta. Esta situación de amor edípico no es patrimonio exclusivo de la religión, sino que lo que nos pretende decir Freud es que es la base del vínculo social y tiene su propia forma de expresión también en el ejército, la fábrica, el estado y en general todas las formas de vida colectiva.

Y hay que añadir un elemento fundamental de este amor, que Freud pone de manifiesto y luego Lacan va a saber leer cuidadosamente: es la imposibilidad del amor que prescriben religiones como la cristiana lo que está en la base de que formas espirituales que, en principio predican el amor y la caridad, terminen convirtiéndose en religiones del odio y la violencia. Ocurre porque, si bien el amor de Dios es inalcanzable y un fiel nunca está a la altura de la exigencia que se espera de él, sí puede demostrar su compromiso y confirmar su identidad descargando violencia contra lo que queda fuera del “amor de dios”. Toda identidad que tiene la pretensión de ser el fundamento de una vida colectiva, por muy universal que sea, está obligada a establecer un límite y describir un resto, un residuo que queda fuera de la identificación, esto es, un contrario. Y si bien el integrante del colectivo no es capaz de alcanzar por completo a su objeto de amor, no logra identificarse totalmente con su objeto libidinoso, sí puede demostrar su compromiso por vía negativa, a saber, destruyendo y descargando violencia e ira contra ese resto. “Por este motivo- escribe Freud- toda religión, aunque se denomine religión de amor, ha de ser dura y sin amor para con todos aquellos que no pertenezcan a ella. En el fondo, toda religión es una tal religión de amor para sus fieles y en cambio, cruel e intolerante para aquellos que no la reconocen”. Es por eso que el amor que se supone está en la base de los procesos de cohesión social a través de la cual el hombre habita el mundo, deviene fácilmente en procesos de odio y destrucción. Toda religión que aspira a ser universal, toda religión que prescribe un modo de ser como base de la habitación humana del mundo, necesariamente deja un resto, un ámbito que queda fuera del amor de dios, ya sean los infieles, el pecado, la herejía, la impureza… etc. Y puesto que pronto ese amor metafísico se revela como imposible, la única salida que le queda al creyente es la identificación por vía negativa. Por eso la verdadera experiencia religiosa, o lo que es lo mismo, amorosa, no es la experiencia de la comunidad de dios, sino la experiencia del odio y la destrucción de la comunidad de lo que no-es Dios. Lo que funciona a modo de vínculo social dentro de la religión (el ejército, el estado, el partido político) no es el amor fraternal, la coincidencia en la comunidad como hijos de dios, sino la coincidencia en la comunidad de los que odian y destruyen, preservando el amor imposible de Dios.

Para comprender mejor esto podemos acudir a las explicaciones de Jacques Allain Miller, que ha señalado, interpretando a Lacan, que el psicoanálisis descubre dos cosas del amor: su carácter automático y su carácter disimétrico. El automatismo del amor apunta al hecho de que siempre hay una ley que rige de qué modo se dirige a su objeto amoroso. Este es su componente socio-simbólico: formar parte de una comunidad, aprender una comunidad de significados, es también hacer nuestra una forma de amar, o lo que es lo mismo, la instauración de un objeto de amor. Aquello que amamos, ya seamos el fiel en la religión, el trabajador asalariado en una fábrica británica en el siglo XIX o el hombre libre de las modernas democracias liberales, es algo que siempre ocupa el lugar de un objeto fundamental, ya sea la posición superior del padre-madre, la idea de Dios o, una exigencia moral, la libertad moderna o la sociedad reconciliada del socialismo. El amor repite, en todos los casos, la posición de un objeto fundamental al tratar de asimilarlo.

El segundo descubrimiento de Lacan, apunta Miller, muy en conexión con lo ya dicho, es la idea de que todo amor implica una relación de disimetría. Está, por una parte la posición del que ama y, por la otra, la posición del que es amado. Esto puede formularse en términos de tener y no tener: al que ama le falta algo, y al amado no le falta nada. Por ejemplo, siguiendo con los casos que venimos apuntando, se ve claramente la relación disimétrica en la religión puesto que el Dios de la religión judeo-cristiana es por definición todopoderoso, un absoluto sin límites ni fisuras, frente al fiel, el que ama que ocupa la posición del faltante que anhela alcanzar la plenitud que promete la religión. Y eso mismo vemos también en el caso de la moralidad kantiana, puesto que ese sujeto de libertad funciona también como el que no le falta nada, pura plenitud, capaz de darse en cada caso la ley desde su propia determinación, frente al sujeto concreto, atravesado por el deseo, la ignorancia y la insatisfacción. Lacan, además, le pone nombre a estas dos distintas localizaciones dentro del amor, y nos habla de una posición femenina y una posición masculina (que no tienen por qué corresponder con el hombre o la mujer en sentido biológico). De esta forma la posición masculina es la que le corresponde el lugar de ser amado, del que no está en falta, mientras que la mujer ocupa el lugar del amante, del estar en falta. De este modo entendemos un poco más esta cercanía entre el amor y el odio puesto que “querer ser amado es querer que el otro experimente su propia falta, hacer surgir la falta en el otro. Querer ser amado es castrar, herir” mientras que “Amar es odiar algo en el otro, odiar en el otro aquello que lo hace suficiente, su autosuficiencia”. Por esta razón Lacan se refería al amor como odioenamoramiento, un amor que casi por su propia dialéctica desemboca necesariamente en el odio, un amor que es a la vez odio. Todo esto nos permite comprender lo que venimos diciendo ya respecto al amor.

Empezamos ya a entrever a donde se pretende llegar con el planteamiento de la cuestión del amor, pues empezamos a ver lo que Freud insinúa en su escrito de 1920, a saber, que en todo vínculo social, en toda formación cultural lo que está por debajo es una determinada forma de amar, pero una forma de amar a la que nos referimos como odioenamoramiento, una forma de amar cuya verdad está no en el establecimiento del vínculo social, sino en su destrucción. Dicho de otro modo, en toda formación social, su verdad no está en la paz y los procesos de cohesión social, sino en la guerra y la destrucción. Toda sociedad se erige sobre un modo de amar que conduce inevitablemente al sometimiento del hombre a una estructura existencial invivible, violenta, exploradora y cruel.

En el seminario 20 es el propio Lacan el que relaciona la historia de la filosofía, en tanto que historia de las distintas formaciones culturales, con el amor. Nos dice allí que precisamente sobre lo que trata la filosofía es sobre el intento de establecer un ser apto para correlacionarse con el mundo y con los otros hombres, esto es, un objeto de amor que funcione como ese Otro que sirva para hacer surgir la identidad en el individuo determinando tanto el ser-en-el-mundo como el ser-con-los-otros. La filosofía establece siempre un “partenaire”, una figura de amor con la que identificarse y determina, por tanto, un modo de amar, o lo que es lo mismo, una voluntad y una forma de existencia colectiva. Dicho de otro modo, en todas las épocas hay un Amo, y un discurso, el discurso del amo que establece cuál es el modo de ser apto para relacionarse con el mundo, dotando al individuo de una identidad y una cierta voluntad, determinando el mundo en el que habitar y las relaciones con las cosas y los hombres. Cada periodo histórico, a través de su pensamiento, establece un ser al que amar (el dios no engañador, el espíritu absoluto, el superhombre, el proletario, el estado liberal, la patria.. etc.) y a la vez señala cuál es el modo en el que cabe esta relación abriendo lo que Heidegger llamaría un destino epocal.

Pues bien, Lacan, al leer, como hace también Heidegger, las distintas épocas, como formaciones del inconsciente, permite comprender cómo este partenaire, este objeto de amor del que debemos hacernos dignos, y del que depende nuestra identificación como sujetos, es, en cada caso, una construcción fantasmática, o como diría Freud, un objeto de amor edípico. Comprendemos así, finalmente, por qué el amor resulta imposible, puesto que debido a su condición de totalidad edípica, de fantasma, el sujeto nunca se hace suficiente para alcanzarlo, nunca se hace digno de amor y cada una de sus acciones de compromiso se resuelve como insuficiente. Es emplazado, de este modo, cada vez, a resolver su situación mediante la generación de violencia destructiva sobre el resto, como hemos visto.

Lacan añade otra idea a esta situación, puesto que además de un partenaire fantasmático-edípico, hay también un partenaire real: el goce. Puede que ese amor al Otro nunca sea colmado y puede que siempre el sujeto esté obligado a renunciar más, a exigirse más, pero lo que es indudable, es que en ese proceso en el que el sujeto está lanzado a colmar unas expectativas imposibles, hay un goce. Ya sea el goce del sadismo que dice la verdad del amor moral, el goce del fundamentalismo que dice la verdad del amor religioso, o el goce del consumo (consumir mercancías y ser consumido como mercancía) que dice la verdad del capitalismo. Es ese goce, como deseo perverso, como voluntad negativa, lo que funciona en la metafísica, en la religión o en el capitalismo como vínculo social. Este es el elemento que, según Jorge Alemán, le faltaba al análisis marxista del capitalismo y al concepto de fetichismo de la mercancía, el elemento del deseo: el trabajador asalariado no se rebela contra la opresión capitalista porque goza de ella, desea ser tratado como un objeto de consumo, una mercancía lista para su gasto, del mismo modo que el suicida yihadista desea ser inmolado o empuña un AKA-47 con placer, o el alienado hombre del capitalismo liberal goza de la sumisión consumista. La misión de este goce, la misión del deseo, es la de ocultar la imposibilidad del amor exigido por la estructura metafísica. Mientras el sujeto goza es incapaz de ver que se ve constantemente exigido y constantemente insatisfecho y constantemente interpelado a demostrar su amor a través de la violencia y la destrucción. El amor se erige finalmente, como hemos visto en el caso de la religión, la moral kantiana, o el capitalismo, como una exigencia imposible que sólo se resuelve en la destrucción del otro y de sí mismo.

Lo que, a lo largo de la historia, en las distintas manifestaciones sociales ha prescrito el discurso del amo, a través de la filosofía y las demás manifestaciones sociales, es una forma de amar edípicamente y odiar efectivamente. El amor edípico oculta el odioefectivo. En el capitalismo esto es evidente dado que propone un objeto de amor inalcanzable, ese sujeto autosatisfecho en el que ya no cabe el deseo porque todas sus necesidades serán cubiertas mediante la tecnología y la industria del ocio. Pero el sujeto está siempre lanzado hacia adelante ya que, cuanto más consume más crece su deseo de consumir y más aumentan sus necesidades: Su deseo aumenta y se satisface con mercancías que no hacen sino ampliarlo. Además, para que este paraíso advenga finalmente se requiere de él una mayor renuncia y compromiso (mayores pruebas de amor), primero debe renunciar a su tiempo para trabajar más, después debe renunciar a su salario para que la producción sea competitiva, más tarde va renunciando a servicios que habían formado parte de su cotidianidad, un médico para su padre, un maestro para su hijo, una casa en la que vivir... etc, y cuanto más renuncia, más exigente se vuelve el Amo en su exigencia. Finalmente resulta que lo que deja entrever este paraíso de todos los deseos cumplidos es la más vil miseria: el sujeto ha sido condenado a la miseria y a la precariedad en pro de la abundancia y el bienestar. Y, ni siquiera en la miseria la máquina capitalista permite que el deseo se aplaque, permite surgir una escasez humilde y ascética. Se ve cómo en los barrios más pobres es donde florecen los mercados más terribles: la droga, las armas, la prostitución, la pederastia, el tráfico de órganos... etc. El amor del amo, el amor edípico, cumple finalmente lo que promete en su resto, esto es, el odio, el sadismo, la miseria y la crueldad. Todo ideal que exige una identificación, que exige un compromiso amoroso, desemboca finalmente un odio que se compone de la distancia que no puede recorrerse hasta llegar a este Otro fantasmático, aquello que se designa como lo que no es partenaire, algo que ha sido segregado. Por eso, siguiendo la lógica freudiana, que cuanto más alta es la promesa, más bello es el objeto de amor, más oculta y terrible es su verdad.

La pregunta es: ¿es posible un amor diferente? ¿un amor que no deje un resto de odio y violencia? ¿es posible un amor no edípico? ¿es posible un amor menos tonto? Lacan en el seminario II expresa su simpatía por Spinoza. Sólo Spinoza, nos dice Lacan, nos habla de un amor que no exige un sacrificio. Al reducir al otro (al partenaire, a Dios) a un significante verdaderamente universal, éste queda como algo patentemente inalcanzable, y por tanto desaparece la exigencia pues ya sabemos de antemano que Dios nos es ajeno e inalcanzable. El dios de Spinoza no quiere nada de nosotros, no nos exige nada, no pide pruebas de amor pues es un dios que se basta a sí mismo, un dios sin deseo. Lo que pretende el psicoanálisis es ver si es posible realmente un amor como el que nos propone Spinoza, un amor que no exige nuestra entrega, ya sea como víctimas o como verdugos, un amor existencialista, en el sentido de que es un amor que ha captado que no hay partenaire más allá de uno mismo, que el goce es el goce solitario de uno mismo, y que el deseo no alcanzará nunca y de ningún modo al partenaire. Es este amor el que el psicoanálisis espera hacer surgir en sus pacientes cuando ya se hubiéran deshecho del fantasma metafísico, el Edipo. Jorge Alemán describe bellamente este amor:
“es un amor que ya no hace de la soledad una tristeza, es un amor que ya no es impotente para captar la verdad de la soledad, a saber, que no hay relación sexual […] es un amor que asume la lógica del no-todo. Es aceptar que, desde el punto de vista del goce, no hay relación del uno con el otro. Desde la perspectiva del goce, cada sexo le es infiel al otro. […] Un amor que en lugar de buscar razones para una relación, razones que darían cuenta de lo que hace la relación, propiciaría en el encuentro con el otro, el único acontecimiento verdadero en una conversación: mostrar con un decir, lo que retiene al goce en su misterio, y no fascinarse.”
Se trata de un amor que no establezca el vínculo social mutilando al otro debido a su falta, que no ansía la realización edípica y, por tanto, no tiene la necesidad violenta de autodestrucción ni destrucción de aquello que cae fuera del Edipo. Se trataría de un amor que no necesita una identificación plena, un reconocimiento pleno, que ya no requiere de Dios, de un Ente supremo como ese gran Otro de donde mana el ser de las cosas y reconoce que las cosas pueden ser en su precariedad ontológica, es más, es esta precariedad lo que fundamenta como abismo el ser de las cosas. Se trataría al fin y al cabo de adoptar existencialmente la posición femenina, la del ser en falta, pero sin vincularla a ningún hombre.

Esta es la localización que según Lacan se intenta hacer surgir en la situación del análisis. Detrás del diván, la posición del analista es masculina, puesto que es el que tiene, el que se dispone en la situación del amado. El paciente, en cambio, es el ser en falta, el que ama. Sin embargo hay algo femenino en la posición del analista, puesto que éste es causa de deseo partiendo no de un tiene sino de una falta. El analista es el que por no tener nada logra hacer surgir el deseo: ¿qué es necesario para ser amado? Se pregunta Lacan. Sólo es necesario ocupar la posición del analista. El analista es el que es amado por no tener nada, no ofrecer nada, no querer nada. Es, en cierta forma, como el Dios de Spinoza. Y esta es precisamente la posición femenina: con un no tener, ser causa de deseo.

En el final del análisis debe operarse un cambio profundo en el amor: aprender la posición del que ama un ser en falta. Dice Miller al respecto “Al final del análisis podría decirse: “no mas odio sino lucha”, y “no mas amor que sea repetición o pasión, sino amor que sea voluntad”. Se trata de hacer surgir una nueva voluntad. Una voluntad que se sustente en un deseo que no quiere plenitud sino que se basta a sí mismo con el propio goce insatisfecho, sin exigencia, sin compromiso, un amor que no quiera realizarse, que se conforme con su precariedad, con no ser correspondido por el partenaire y goce la falta. Una sociedad en la que el vínculo social se sustentase sobre un amor semejante, sería una sociedad que no necesitaría realizar la falta como violencia y crueldad, donde la voluntad aceptaría siempre su limitación y su incapacidad para hacer que las cosas dejen de ser lo que son, sin convertirse en una mera aceptación de lo dado.

jueves, 28 de agosto de 2014

La soberanía imperial.
Óscar Sánchez Vega

En las siguientes líneas voy a seguir el camino trazado por Michael Hart y Antonio Negri (en lo sucesivo H&N) en su obra Imperio (2000). Empiezo, para evitar un malentendido habitual, por distinguir entre lo que ellos denominan Imperio y el tradicional imperialismo.

1. Del imperialismo al Imperio.

El imperialismo de raigambre europea se caracteriza por ser un proyecto del Estado-nación, un proyecto que tiene por objeto diseminar el poder del Estado por nuevos territorios, invadiendo, absorbiendo y explotando los países colonizados. En cambio el proyecto imperial, tal y como lo conciben H&N, es es un modelo para articular un espacio abierto articulando relaciones diversas y distintos centros de poder a lo largo de territorios sin fronteras. “El Imperio solo puede concebirse como una república universal, una red de poderes y contrapoderes estructurados en una arquitectura sin fronteras e inclusiva” (H&N, 2000, p.160). Que el Imperio sea una estructura inclusiva y sin fronteras no significa que todos los lugares del globo sean iguales. Sin duda hay más concentración de dinero y de poder imperial en EEUU que en África, por ejemplo, pero la diferencia es de grado, no de naturaleza. Por el contrario, el imperialismo no puede concebirse al margen de la oposición esencial entre la metrópoli por un lado y las colonias por el otro.

Marx anticipa en su crítica al capitalismo un análisis pertinente para comprender el Imperio: el capitalismo tiende necesariamente a expandirse y constituir un mercado mundial; la expansión puede realizarse colonizando nuevos territorios y absorbiendo nuevas poblaciones, o bien creando nuevas necesidades y demandas que impulsen nuevos mercados; pero llega un momento en que todo es insuficiente. Esta voracidad del sistema capitalista fue denunciada también por Rosa Luxemburgo: “el capitalismo es el primer modo de la economía que no puede existir por sí mismo, que necesita otros sistemas económicos como medio y como terreno donde prosperar” (Rosa Luxemburgo, 1912). En ese proceso las sociedades no capitalistas no permanecen incólumes. El capitalismo trasforma las sociedades con las que entra en contacto. Como bien señalan Marx y Engels en el Manifiesto Comunista: “la burguesía obliga a todas las naciones son pena de extinguirse, a adoptar el modo burgués de producción; las impulsa a introducir en su seno lo que llama civilización, esto es a hacerse burguesas. En una palabra, crea el mundo según su propia imagen” (Marx y Engels, 1848). De manera que el capitalismo se va quedando progresivamente sin un exterior en el que apoyarse, sobre el que expanderse. Como muy lúcidamente vio Rosa Luxemburgo: “aunque el imperialismo sea el método histórico para prologar la carrera del capitalismo, también es el medio más seguro de llevarlo a su veloz conclusión”. El imperialismo fue el medio utilizado por el capital para expandirse y crecer y también para atemperar la lucha de clases en el seno del Estado-nación, desviando las contradicciones internas fuera del Estado, preservando así el orden interno y la propia soberanía. Pero este modelo entra necesariamente en crisis a principios del siglo XX cuando ya no quedan más territorios por colonizar. “El imperialismo, en realidad coloca una camisa de fuerza al capital o, para ser más precisos, en cierto momento, las fronteras creadas por las prácticas imperialistas obstruyen el desarrollo capitalista y la realización plena del mercado mundial. Finalmente, el capital debe superar las imposiciones del imperialismo y destruir las barreras que separan lo interior de lo exterior” (H&N, 2000, p.220)

Durante el siglo XIX y principios del XX el imperialismo sirvió a la expansión del capital. Pero también creo fronteras, dificultó el libre flujo del capital y la mano de obra etc. Impidió, en suma, la instauración de un mercado mundial. El mercado mundial precisa para su plena realización de un espacio uniforme que no obstaculice los flujos de capital, bienes, trabajadores, etc. Como había advertido Rosa Luxemburgo, el imperialismo puede llevar al capitalismo a su rápida conclusión. La realización del mercado mundial exige el fin del imperialismo y el inicio de una Nueva Era.

2. Las Corporaciones

En la constitución del Imperio tienen un papel fundamental las grandes empresas transnacionales que hacen circular inmensos flujos de riqueza por todo el globo al margen del control de los Estados-nación. Así, progresivamente, a partir de mediados del siglo XX, el capital y los grandes inversores se han ido desvinculando del poder de los Estados-nación. La rápida expansión de las corporaciones por todo el mundo ha sido posible, entre otras cosas, por las falsas promesas e ilusorias expectativas que las grandes compañías traían consigo: altos salarios y Estado del Bienestar para los trabajadores disciplinados. Esta promesa funcionaba al modo de una “zanahoria ideológica”: prosperidad para todos a cambio de entrar en la fábrica global. Todos los Estados sucumbieron ante estos cantos de sirena, también los Estados socialistas. El objetivo de todos los países ha sido aumentar la producción a toda costa y los medios han sido siempre los mismos: la industrialización, la modernización, la producción en serie, el uso de las nuevas tecnologías etc.

En la ya larga historia del capitalismo es posible distinguir tres fases en las relaciones entre el Estado y las corporaciones: Una primera fase, que dura casi dos siglos, los siglos XVIII y XIX, que se caracteriza por una escasa intervención del Estado en los negocios de las corporaciones. Esta no-intervención es especialmente acusada en las colonias. Tan es así que, por ejemplo, no es exagerado afirmar que en Java durante el siglo XVIII la soberanía la ostentaba la Compañía holandesa de las Indias Orientales y lo mismo ocurría en algunas ciudades costeras de China o la India con la Compañía británica de las Indias Orientales. La segunda fase comienza con el siglo XX y se caracteriza por la intervención del Estado-nación, que se hace más acusada a partir de la crisis del 29. En cualquier caso es importante entender que no estamos ante una intervención del Estado en contra el capital, sino a favor de este. Los capitalistas, mediante monopolios y trust, amenazan con esclerotizar el mercado mundial. El interés del capital no coincide con los intereses de lo capitalistas, que siempre son partidarios de mantener el statu quo si sus beneficios están garantizados. En la tercera fase, en la que estamos instalados, las corporaciones transnacionales han superado la jurisdicción de los Estados-nación, lo cual no significa que el Estado-nación desaparezca; al contrario su acción sigue siendo esencial, pero la función ha cambiado. En el Imperio, los Estados nacionales ya no desempeñan funciones constitucionales sino, sobretodo, funciones de mediación y policiales.

3. Capitalismo posmoderno: el Imperio.

H&N señalan a la Guerra del Vietnam como punto de inflexión: fin del proyecto imperialista e inicio del proyecto imperial. A partir de entonces un durante toda la década de los 70 se suceden en todo el mundo luchas de liberación contra “régimen disciplinario internacional del capital”. Los jóvenes se rebelan contra la vida que el sistema les tiene reservada: 8 horas de trabajo diario, 50 semanas al año, durante toda la vida. Lo que era bueno para sus padres ya no es bueno para ellos. Nace la contracultura y se empieza a gestar un nuevo paradigma, un nuevo ideal de vida caracterizado, básicamente, por el rechazo a la repetición narcótica de la sociedad-fábrica. Este es un movimiento global, no circunscrito a los países capitalistas. (H&N apuntan a la incapacidad del bloque soviético para evolucionar y dar satisfacción a estas nuevas demandas como el factor clave que explica su colapso final.)

Se inicia una nueva era en la historia del capitalismo: el capitalismo posmoderno. La modernidad se caracterizaba por la preponderancia del sector secundario -el sector industrial- sobre el primario. Esta preponderancia o primacía no debe entenderse en términos cuantitativos sino en términos de poder. La producción agrícola no disminuye durante el capitalismo moderno; al contrario, aumenta. Lo decisivo aquí es entender que la agricultura se subordina a las necesidades de la industria. La modernidad supone la industrialización de la agricultura. La sociedad entera se trasforma en fábrica. Hoy la modernidad ha llegado a su fin; la nueva era se caracteriza por un cambio en relaciones de poder. En el capitalismo posmoderno el sector hegemónico es el sector terciario, lo cual no quiere decir que el sector secundario desaparezca o disminuya sino que es concebido como un servicio; toda la producción se trata como un servicio. La preponderancia del sector terciario se manifiesta en la hegemonía económica de los servicios financieros e informáticos.

La revolución tecnológica que el capitalismo posmoderno trae consigo favorece lo que Foucault ha denominado la sociedad de control. Las primeras etapas del capitalismo estaban caracterizadas por la disciplina: a través de las instituciones adecuadas -la familia, la fábrica, la escuela, manicomios, cárceles, etc- el capitalismo infundió orden y disciplina en las filas de los proletarios. Hoy los instrumentos de dominación se han vuelto mucho más refinados, ya no es precisa la coacción, hemos interiorizado al gran Otro; es nuestra “voluntad” la que exige orden, paz y seguridad. El poder en el capitalismo posmoderno ya no es un Leviatán, una voz superior que ordena y manda sino una compulsión interna indiscernible de nuestra voluntad. “En la posmodernidad imperial, el gran gobierno ha llegado a ser meramente un residuo despótico de la dominación y la producción totalitaria de la subjetividad. El gran gobierno dirige la gran orquesta de las subjetividades reducidas a mercancías.” (H&N, 2000, p.329). Esta manipulación de las subjetividades no precisa ya de un poder central trascendente. La soberanía en la sociedad capitalista posmoderna es un poder difuso que, a través del dinero, rompe jerarquías y lo iguala todo. Lo característico del poder imperial es la proliferación de mecanismos de control: control de la violencia, control del dinero y control de la información. Este control no requiere un "controlador" central, se ejerce, como todo el poder imperial, de manera difusa y acéfala, pero hay tres lugares emblemáticos que lo simbolizan: Washington capital del control militar, Nueva York capital del control financiero y Los Ángeles capital del control de la información. 

4. El mando y la administración imperial

La ausencia de fronteras y la desterritorialización son características de la soberanía imperial que permiten distinguirla de la soberanía en los Estados-nación. Las fronteras socio-económicas no responden ya a ninguna frontera geográfica. El Imperio se caracteriza por la estrecha proximidad de poblaciones extremadamente desiguales: el Tercer Mundo está en los guetos y las favelas de los países desarrollados y el Primer Mundo está en las corporaciones y rascacielos de las ciudades de los países subdesarrollados. Hoy “las diversas regiones y naciones contienen diferentes proporciones de lo que se concibió como El Primer Mundo, y el Tercero, como el centro y la periferia, como el Norte y el Sur” (H&N, 2000, p.307). Este hecho socio-económico va asociado a un nuevo urbanismo que es fácilmente perceptible: el fin de los espacios públicos y proliferación de la arquitectura-fortaleza tan característica de ciudades como Los Ángeles o Singapur.

No hay pues un centro de poder, sino que el poder se ejerce de manera difusa por todo el globo. De todas formas es manifiesto que en el nuevo orden imperial EEUU tiene un papel preponderante. El historiador griego Polibio sostenía que Roma había dominado el Mediterráneo porque su forma de gobierno era la más armoniosa, al combinar, de manera equilibrada, las tres formas clásicas de gobierno enunciadas por Aristóteles: el cónsul en la República o, posteriormente, el emperador representa a la monarquía, es el símbolo de la unidad y continuidad del Estado; el senado representa la aristocracia, en él se define la justicia y la virtud; y finalmente los comitia populares representan la democracia, por medio de ellos se organiza el pueblo llano. H&N ven claros paralelismos con la situación actual: EEUU representa, naturalmente, la función del emperador; Los Estados-nación y las corporaciones, la función del senado; y las ONG, principalmente, la función de los comitia. Del mismo modo que en la Antigüedad los senadores romanos acuden a Augusto para para que asuma los poderes imperiales y proteja la república, hoy -a partir de la Guerra del Golfo- las organizaciones internacionales -ONU- acuden a EEUU para que desempeñe el papel de garante en el nuevo orden internacional -el Imperio-. Aunque es muy probable que esta versión posmoderna del Imperio queda mejor retratada no desde las formas puras, sino desde las corruptas: EEUU representa la tiranía, Los Estados-nación y las corporaciones la oligarquía y las ONG, la demagogia.

Veamos esta estructura, la “Pirámide de la Constitución global”, con algo más de detalle. En el pináculo está el mando imperial, los EEUU, ellos ostentan la hegemonía militar, lo que siempre ha sido y será un claro estandarte que nos indica la presencia de un poder real. En esta época imperial, los Estados-nación no toman ya las decisiones más trascendentes, aquellas que determinan la guerra o la paz. Es el Imperio quien decide, no tanto sobre la paz o la guerra -dada la superioridad militar del Imperio- sino sobre la pertinencia o no de intervenciones policiales a gran escala. A su lado las instituciones monetarias globales que controlan el dinero: el Banco mundial y el FMI. También en este primer nivel podemos incluir a las grandes alianzas de los países mas desarrollados: el G7, el Club de Davos etc. En un segundo nivel están las redes esparcidas por empresas trasnacionales: redes de flujos de capital, de tecnología, de comunicación y el conjunto de los Estados-nación. En el Imperio los Estados-nación tienen todavía una importante función de mediación política con las potencias hegemónicas, negociación con grandes corporaciones, redistribución de los ingresos, etc. “Los Estados-nación son filtros de flujo de circulación global y reguladores de la articulación del mando global; captan y distribuyen los flujos de riqueza desde el poder global hacia él y disciplinan a sus propias poblaciones en la medida en que aún pueden hacerlo” (H&N, 2000, p. 286). En el tercer nivel están los grupos que representan los intereses populares en el mercado mundial: partidos políticos, sindicatos, instituciones religiosas y ONG. H&N subrayan la importancia de las ONG: hay, aproximadamente, unas 18.000 en todo el mundo y cumplen funciones muy diversas. Especialmente relevante es la función de las llamadas las ”organizaciones humanitarias” que, en muchas ocasiones, sirven de coartada ideológica para las intervenciones bélicas. Primero se apunta al objetivo, el Estado o grupo que no respeta los derechos humanos, y, a continuación, el mando imperial interviene. Pero su intervención queda de este modo avalada y justificada moralmente por las denuncias previas de las ONG. (ie: la guerra de Kosovo).

5. La lucha contra el Imperio

La decadencia del Estado-nación es irreversible, su estructura jurídica-económica ha quedado definitivamente desfasada. El Imperio ha creado nuevas estructuras: el GATT, el Banco Mundial, el FMI, la Organización del Comercio Mundial etc; que sustituyen las antiguas funciones de los Estado-nación. No es esta, a juicio de H&N, una pérdida que haya que lamentar. El Estado-nación ha sido un régimen opresivo y corrupto al servicio de las oligarquías nacionales; pero el Imperio, pese a la difuminación de las fronteras y jerarquías, no ha propiciado una mayor igualdad. Al contrario. Hoy los sistemas sociales que garantizaban una cierta protección para los trabajadores están en retroceso en todo el mundo. Las nuevas tecnologías permiten la flexibilidad temporal y la movilidad espacial de los trabajadores; el debilitamiento de las estructuras de resistencia -sindicatos- genera una competencia desenfrenada y feroz entre trabajadores; se reducen los costos laborales, aumenta la jornada laboral... “Los países que aún mantienen las rigideces de la leyes laborales y se oponen a la flexibilidad y la movilidad plena son castigados, atormentados y finalmente destruidos por mecanismos monetarios globales” (H&N, 2000, p.310). El miedo constante a la pobreza y la angustia ante el futuro son las claves para crear una lucha entre los pobres por obtener trabajo y para mantener el conflicto en el seno del proletariado imperial.

Sin embargo H&N no son pesimistas: el Imperio es un modelo inestable e híbrido que genera -muy a su pesar- un potencial para la revolución mayor que los regímenes pasados. Las formas tradicionales de lucha están caducas... pero surgen otras. La lucha contra el Imperio no debiera hacerse desde la añoranza, levantando la bandera de lo pequeño, la defensa de las comunidades aisladas, el relativismo cultural, etc. “Ser republicano hoy significa ante todo luchar dentro del Imperio y construir en su contra, sobre sus terrenos híbridos y cambiantes. Y aquí deberíamos agregar contra todos los moralismos y todas las posiciones de resentimiento y nostalgia, que este nuevo terreno imperial ofrece mayores posibilidades de creación y liberación. La multitud, su voluntad de “estar en contra” y su deseo de liberación deben atravesar con esfuerzo el Imperio para salir del otro lado” (H&N, 2000, p.206). La lucha contra el Imperio ha de ser global. Igual que San Agustín levanta toda una Ciudad para hacer frente a la Ciudad Pagana, es preciso levantar un Contraimperio frente al Imperio. Para ello es necesario aprovechar las debilidades del sistema. El mercado mundial es un factor de doble cara: a favor del Imperio, porque permite el intercambio de mercancías y con ello la acumulación del capital; pero también en contra, porque genera efectos que favorecen la revolución, como la movilidad del proletariado, el deseo de liberación de la multitud, problemas para administrar los mercados nacionales, etc.

La dificultad mayor, en estos tiempos posmodernos, es identificar correctamente al enemigo y planificar adecuadas estrategias de acción y resistencia. H&N abogan por el éxodo y la deserción. La migración descontrolada es un grave problema para el Imperio que se esfuerza por ordenar el tejido productivo mediante la integración y la segmentación. El Imperio controla y segmenta a la multitud, pero necesita de su movilidad y de su trabajo para persistir. Pero llega un momento -como podemos comprobar en la valla de Melilla un día tras otro- que la movilidad y circulación de la multitud ya no responde a la lógica del capitalismo.

El objetivo es hacer de la multitud -no el pueblo, ni las masas- un sujeto político. La multitud está constituida por una pluralidad de personas, de diferentes culturas, razas, sexo, orientación sexual, diferentes religiones, diferentes formas de trabajar, de vivir etc que no pueden ser reducidas a una unidad o identidad. “La multitud afirma su singularidad invirtiendo la falsedad ideológica de que todos los seres humanos que pueblan la superficie global del mercado mundial son intercambiables”. (H&N, 2000, p.358). Esta multitud constituye un nuevo poder. Ya lo es en realidad, todo el Imperio descansa en su trabajo. Las intervenciones de la administración imperial, por muy duras y violentas que sean, son esencialmente negativas; su acción es meramente reguladora, pero no constituyente. La acción creadora y constituyente reside en la multitud. “Cada acción imperial es una reacción a la resistencia de las multitudes que plantea un nuevo obstáculo que estas deben superar” (H&N, 2000, p.329). El poder imperial no es más que un parásito ligado a la multitud.

H&N proponen potenciar el nomadismo y el mestizaje entre la multitud. Para ello debemos aprovechar las armas que el Imperio pone en nuestras manos: la permeabilidad de las fronteras y la preponderancia del sector de servicios, el sector terciario. La comunicación ha ido progresivamente constituyéndose como el tejido de la producción en el capitalismo posmoderno. El Imperio pretende, claro está, controlar el producto, pero no lo tiene fácil porque, al fin y al cabo, los productores son la multitud y siempre cabe la posibilidad de orientar la producción “hacia el propio júbilo y el aumento del propio poder”. Lo que la multitud produce es básicamente cooperación lingüística. Un proyecto emancipador pasa necesariamente por crear un nuevo léxico, nuevas máquinas, nuevas tecnologías... Frente a la violencia del capitalismo cabe oponer la capacidad productiva y creativa de la multitud, su capacidad de desear. El deseo es un espacio productivo, es poder de generación, de cooperación y amor.

sábado, 23 de agosto de 2014

Sobre la soberanía.
Óscar Sánchez Vega

El discurso político de la modernidad tiene como una de sus categorías básicas la noción de soberanía. Con ella pretendemos apuntar al sujeto que ejerce el poder y la autoridad suprema en una sociedad política. ¿Quién ostenta hoy la soberanía? En España, conforme al Artículo 1 de la Constitución del 78, “la soberanía reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado“. Así pues el pueblo es el soberano y son los representantes del pueblo español, elegidos democráticamente, los depositarios de esa soberanía en las Cortes Generales: el Congreso y el Senado. Sin embargo encontramos en la misma Constitución algunas ambigüedades inquietantes puesto que en el Preámbulo, se habla de la existencia simultánea de los “pueblos de España”, como entidades protegidas por la Nación Española en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones. El “pueblo español” parece estar constituido por “los pueblos de España”. La ambigüedad que trae la coexistencia de ambos términos continúa con la extraña pareja de conceptos “nación” y “nacionalidad”. Pero no es este el tema de estas líneas. Supongamos que el pueblo español fuera una sociedad tan homogénea como pudiera ser la portuguesa o danesa. Me pregunto qué queremos decir exactamente cuando sostenemos o defendemos que la soberanía está en el pueblo.

1. La soberanía popular.


Es Jean Jacques Rousseau quien, por primera vez, en lugar de señalar al monarca como el soberano, atribuye la soberanía a un colectivo: el pueblo. Rousseau, en El contrato social, atribuye a cada miembro del Estado una parte igual de lo que denomina la “autoridad soberana” y propuso una tesis sobre la soberanía basada en la voluntad general. Para Rousseau el soberano es el pueblo, que emerge del pacto social, y como cuerpo decreta la voluntad general manifestada en la ley. Según el ginebrino cada ciudadano es soberano y súbdito al mismo tiempo, ya que contribuye tanto a crear la autoridad como a formar parte de ella, en cuanto que mediante su propia voluntad dio origen a ésta, y por otro lado es súbdito de esa misma autoridad, en cuanto que se obliga a obedecerla. Así, según Rousseau, todos serían libres e iguales, puesto que nadie obedecería o sería mandado por un individuo, sino que la voluntad general tiene el poder soberano. La voluntad general señala siempre lo correcto y verdadero y las minorías tienen el deber de acatarla en todo momento. El pueblo es el amo y señor, los que gobiernan son sus servidores:
“... el acto que instituye el Gobierno no es un contrato, sino una ley; los depositarios del poder ejecutivo no son los dueños del pueblo, sino sus servidores; puede nombrarlos o destituirlos cuando le plazca; no es cuestión para ellos de contratar, sino de obedecer, y encargándose de las funciones que el Estado les impone no hace sino cumplir con su deber de ciudadano, sin tener en modo alguno el derecho de discutir las condiciones”. (ROUSSEAU, J.J., "Libro III; Capítulo XVIII", El contrato social)
La Constitución española, al igual que otras de nuestro entorno político, toman estas reflexiones roussonianas como referencia teórica y señalan al pueblo español como el sujeto de la soberanía. Ahora bien: ¿es verdaderamente el pueblo soberano? Socialistas y anarquistas, entre otros, han atacado al Estado liberal por hacer un uso ideológico y propagandista de la soberanía popular. Denuncian que, aunque las Constituciones liberales afirman que la soberanía está en el pueblo, de facto esto no es así. Son las clases dirigentes y ciertas élites políticas y económicas las que, de forma ilegítima, ejercen la soberanía; por ello es necesaria una revolución –o, al menos, una reforma radical-, para instaurar una auténtica democracia donde la soberanía resida verdaderamente en el pueblo. Todas estas críticas presuponen que aunque la soberanía popular, de momento, no se ha materializado en ningún Estado, es un objetivo político posible y hasta necesario. No hay democracia sin soberanía popular. Es justo esta creencia la que me gustaría analizar en primer lugar.

2. Críticas a la soberanía popular.

El problema de la titularidad de la soberanía es que el sujeto de ella debe ser un sujeto de voluntad real, con autoridad para tomar las decisiones más trascendentes y expedir las normas jurídicas del Estado sin que nadie le coaccione. ¿Es o puede llegar a ser “el pueblo” ese sujeto indivisible, ese cuerpo social con voluntad propia del que hablaba Rousseau, capaz de ordenar y dirigir al Estado conforme a sus designios? La noción de “soberanía popular” ha sido objeto de vigorosas críticas entre las que voy a mencionar y resumir algunas: la del economista austriaco Joseph Schumpeter, la del jurista alemán Carl Schmitt, la del notario español Antonio García-Trevijano y, finalmente, la del filósofo francés Michael Foucault.

El modelo clásico de democracia, conforme a Rousseau, supone que es el pueblo quien decide en ultima instancia lo que constituye el bien común mediante la elección periódica de sus representantes que han de congregarse para llevar a cabo su voluntad. Sin embargo, Schumpeter consideraba que esta visión era engañosa por varias razones. Primero; en las sociedades modernas no existe algo así como un “bien común”. Los intereses, objetivos y valores de los ciudadanos son distintos y hasta contrapuestos. No existe confluencia ni en los medios, ni en los fines. Eso que llaman “bien común”, dice el austriaco, no es más que la política que algunos, no necesariamente la mayoría, imponen al resto de la sociedad. Segundo; no es cierto que las personas terminan llegando a un acuerdo gracias a la argumentación racional tal y como presuponen las teorías contractualistas. Como señala también Max Weber, existen diferencias fundamentales entre las personas acerca de los valores preponderantes y sobre la vida y la sociedad que no pueden dirimirse mediante la argumentación, lo que impide fijar una voluntad general. Tercero; aun en el caso de que la voluntad general pudiera ser precisada de forma satisfactoria, continuarían existiendo diferencias irreconciliables entre las voluntades individuales y la voluntad general. No parece posible, ni siquiera deseable, cumplir con el principio roussoniano que exige sacrificar siempre el interés propio en favor de la voluntad general. Cuarto; basándose en las teorías de psicólogos de masas y en los éxitos de la publicidad cambiando las preferencias de los consumidores, Schumpeter sostenía enérgicamente que la voluntad general a menudo está manipulada desde arriba. Por consiguiente, los problemas relacionados con los destinos del pueblo no son planteados ni resueltos por el pueblo, sino por ciertas élites políticas que son las que verdaderamente tienen poder, es decir, ejercen la soberanía. El papel del pueblo en una democracia se limita a confirmar o despedir cada cierto tiempo el grupo de políticos que han gobernarle.

Por su parte Carl Schmitt destaca la importancia de las situaciones de emergencia a fin de detectar quién es el auténtico sujeto soberano. En situaciones normales, en una democracia los representantes del pueblo aprueban las leyes que que constituyen el orden jurídico vigente, que es el símbolo de la soberanía. En un Estado de derecho el soberano es la ley, como sostiene Kelsen. Pero esto no es más que una apariencia, denuncia Smchitt. En una situación de emergencia la ley se muestra inoperante; es preciso un auténtico soberano: el que decide, el que decreta el estado de excepción. “El soberano es aquel que decide acerca de la excepción” (Schmitt, 1932). De acuerdo con Schmitt, la excepción es lo opuesto a la norma, pero al decidir sobre la excepción el soberano está decidiendo sobre la norma. De hecho, debido a que la norma no puede determinar cuándo aparecerá la excepción, pues la ley es incapaz de prever lo anormal, es tarea del soberano decidir acerca de ello, determinando no sólo lo que es la excepción sino también lo que es la situación normal. La excepción está entonces en el origen de la norma. Pero en esta concepción de la excepción se encuentra una paradoja de la soberanía que se expresa en los siguientes términos: "el soberano está, al mismo tiempo, fuera y dentro del orden jurídico" (Schmitt, 1932). La decisión es central para determinar quién es el soberano, pues siempre es mejor una mala decisión que la falta de decisión. Contra Kelsen, Schmitt piensa que el orden jurídico descansa en la decisión y no en la norma. El soberano es, para Schmitt, como una bestia durmiente que sólo aparece cuando hay un evento excepcional que necesita ser solucionado.

En la misma línea argumentativa Antonio García-Trevijano, define la soberanía como “la fuente de la dictadura legítima de la violencia” (1994, p.115) en consonancia con la célebre definición del Estado, por parte de Weber como aquella comunidad que “reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima.” (Weber, 1919). Trevijano denuncia el carácter ideológico de la noción de “soberanía nacional”: no es, no ha sido nunca, el pueblo soberano. La soberanía reside en el poder ejecutivo del Estado; más precisamente en la persona que está al mando del ejército y la policía. Es el presidente del Gobierno o el jefe del Estado, acompañado del ministro de interior y el de defensa, quien ejerce la soberanía, porque es quien controla el monopolio estatal de la violencia. (Por eso, en el caso de España, la función del rey no es tan simbólica u ornamental como menudo se supone, pues en su calidad de capitán general de las fuerzas armadas está al frente del ejército y tiene un papel fundamental en una situación de emergencia.)

Foucault, por su parte, entiende el poder soberano como la facultad de disponer de la vida de los individuos. Soberano es aquel que tiene en sus manos la decisión sobre la vida o la muerte de las personas. “El poder era ante todo derecho de captación: de las cosas, del tiempo, los cuerpos y finalmente la vida; culminaba con el privilegio de apoderarse de ésta para suprimirla.” (1998, p.164). A partir del siglo XVIII el poder desplaza su interés de la “muerte” a la “vida”. El soberano es quien tiene el poder para controlar y administrar la vida: “Ahora bien, el occidente conoció desde la Edad clásica una profundísima transformación de esos mecanismos de poder. Las “deducciones” ya no son la forma mayor, sino sólo una pieza entre otras que poseen funciones de incitación, de reforzamiento, de control, de vigilancia, de aumento y organización de las fuerzas que somete: un poder destinado a producir fuerzas, a hacerlas crecer y ordenarlas más que a obstaculizarlas, doblegarlas o destruirlas. A partir de entonces, el derecho de muerte tendió a desplazarse o al menos apoyarse en las exigencias de un poder que administra la vida, y a conformarse a lo que reclaman dichas exigencias.” (l998, p.165). En el Estado moderno, la administración y el control de la vida se ejerce mediante el control de la especie (políticas de natalidad, migración, mortalidad, etc) y el control de los cuerpos individuales (represión de los homosexuales, los “locos”, los “retrasados” etc).

La propuesta de Foucault transita por una vía que merece ser recorrida con más parsimonia. Foucault apunta a una evolución en el significado de la noción de “poder”, pero nuestro objetivo es más limitado. Nos centraremos en esta entrada en dilucidar, en la medida de lo posible, la noción de “soberanía popular”, adoptando, eso sí, un modelo o enfoque foucaultiano, es decir, procederemos mediante una arqueología, tocando los siguientes puntos: primero, origen de la noción; segundo, su implantación política durante la Revolución Francesa y, tercero, una reflexión sobre el papel que ha desempeñado en la constitución de los modernos Estados nacionales.

3. La soberanía popular/nacional en la Revolución francesa.

Jean Bodin, en el siglo XVI, fue el primero en hacer una reflexión filosófica sobre la soberanía. Bodin define la soberanía como “el poder absoluto y perpetuo que los latinos llamaron majestad” (Bodin, 1576). La soberanía se configura así como un poder absoluto y perpetuo que el príncipe ostenta. Este poder absoluto se concreta en la capacidad de elaborar y derogar las leyes de forma ilimitada en el tiempo. Bodin hace referencia a una cuestión que es importante destacar: el soberano ha de ser uno. Si suponemos la existencia de varios soberanos o, por usar una expresión actual, una “soberanía compartida”, incurrimos en una paradoja: si hay varios soberanos, hay necesariamente vínculos y relaciones de dependencia entre ellos, pero lo que es dependiente no es soberano. Así pues, en cada Estado solo hay un soberano que, según el francés, no está sujeto a las leyes escritas, pero sí a la divina o natural.

Durante dos siglos, de finales del XVI a finales del XVIII, la soberanía no es un concepto problemático, sino más bien, por utilizar la expresión cartesiana, una idea clara y distinta. La soberanía es una realidad política que designa el poder supremo de un príncipe o monarca sobre cierto territorio y población. "Luis XIV es el soberano de Francia", ¿qué significa este enunciado? Que el Estado francés es patrimonio del monarca. Esta relación patrimonial es característica del Antiguo Régimen. Lo cual no quiere decir que el rey haga siempre lo que le da “la real gana”. Siempre los gobernantes han estado presionados por instituciones, clases o estamentos que condicionan su política, pero, a pesar de estos condicionantes, en el Antiguo Régimen hay un profundo corte, una distancia insalvable entre el rey y los súbditos. La soberanía designa una relación política, la que se establece entre el rey y los súbditos, en virtud de la cual cada uno es lo que es.

Pero con la Revolución se instaura un nuevo régimen: el Estado-nación. En el nuevo Estado, la Nación progresivamente adopta las características del rey. La soberanía ya no es una relación, es una cosa: algo que pertenece a la Nación. Las bases teóricas para esta revolución conceptual estaban ya disponibles desde la publicación de El Contrato social en 1762, pero es el abate Sieyès quien, en 1789, las actualiza para la vida política con la publicación del panfleto ¿Qué es el Tercer Estado? En este opúsculo Sieyès vincula el concepto de “nación” con el pueblo llano, es decir, con el campesinado y la burguesía (pero no con la nobleza o el clero). La burguesía pasa a ser el cuerpo vivo de la Nación, con lo que al definir la soberanía nacional se sobreentiende que esta ha de ser ejercida sin complejos por la burguesía. Frente a la soberanía del rey se proclamó la soberanía popular materializada en la Asamblea Nacional de sus representantes. Este será en adelante el núcleo de la propuesta política jacobina.

La Nación se proclama entonces el sujeto de la soberanía: hay soberanía porque previamente hay una Nación que toma las riendas de su destino. Es la nación francesa la que, al librase de sus opresores, recupera el estatus que le corresponde. Este es el relato oficial. Pero la nación no puede desempeñar un rol tan fundamental porque... la nación acaba de nacer. En el Antiguo Régimen no hay ciudadanos, sino súbditos, que carecen de derechos políticos. La nación política va ligada a la noción de ciudadanía. Es la Revolución la que, al proclamar al pueblo soberano y otorgar derechos y deberes a la población, convierte los súbditos en ciudadanos y alumbra así a la Nación que, a partir de entonces, empieza a funcionar como un mito para oponer a la soberanía del monarca. Igual que en el pasado los soberanos lo eran por la gracia de Dios, en la modernidad los gobernantes lo hacen en nombre de la Nación. El papel de la divinidad y la Nación es similar en ambos casos: fundar una mitología que legitime la autoridad de los gobernantes, que en ambos casos son quienes controlan los resortes del Estado.

Cuando el concepto de “nación” también se hace problemático se acude a la noción de “pueblo” para apuntalar la soberanía. De todas formas los términos “soberanía popular” y “soberanía nacional” se usan indistintamente entre los revolucionarios franceses al menos hasta 1794, con la caída de Robespierre. El Estado-nación es legítimo porque es un mero instrumento al servicio de la Nación; la Nación es la hipóstasis de la voluntad general; la voluntad general es soberana porque es la voluntad del pueblo... Cada paso lógico pretende fundamentar la noción de soberanía pero el resultado es confuso. No se puede basar lo más claro en lo más oscuro. Se presenta la identidad de la nación y la identidad del pueblo como algo natural y originario, pero la realidad es otra. Es al contrario: la noción de pueblo es posterior y dependiente (un producto) de la constitución de los Estados-nación.

El pueblo es concebido por los revolucionarios como una multitud homogénea, unificada, con una sola voluntad que se identifica con la Nación. La voluntad del pueblo es la voluntad general y constituye el único poder legítimo. Pero, si estamos en lo cierto, este no es más que un relato mítico, una construcción enteramente imaginaria que persigue, al menos, tres objetivos: primero, legitimar la acción política de las nuevas élites dirigentes; segundo, servir de cobertura ideológica para la represión y el sometimiento de las minorías díscolas y, tercero, eliminar las diferencias reales entre las personas a fin de crear un colectivo social más fácilmente maleable. En el siglo XIX se consolida el nuevo esquema ideológico. La reacción romántica (Fitche) no se revuelve en contra del invento ilustrado; al contrario, se preserva y potencia esta identidad entre la nación y el pueblo. El invento burgués triunfa incluso entre sus enemigos de clase. Desde mediados del siglo XIX los partidos socialdemócratas -especialmente el alemán- atemperan su internacionalismo y aceptan al Estado-nación como la patria de los proletarios. La victoria ideológica de la burguesía es completa.

4. La soberanía en los EEUU.

M. Hardt y A. Negri destacan la peculiaridad del proceso soberanista norteamericano, en contraposición a los Estados-nación europeos. Lo característico de la soberanía americana es la inmanencia de la soberanía: el poder no es algo exterior, trascendente, sino algo que creamos, algo que emana del cuerpo social. Por el contrario, la noción se soberanía europea, tanto la que propone Hobbes como la de Rousseau, entiende la soberanía como una “voluntad trascendente” por encima de los individuos. Esa voluntad se identifica con la del soberano en el caso de Hobbes y con la voluntad general en el caso de Rousseau, pero ambos manejan un mismo esquema trascendental: soberano como “Dios en la tierra”. Por otra parte, la Constitución americana estipula que el poder político ha de estar constituido por una serie de poderes que se regulan y ordenan entre sí “conformando redes”. El poder en red es una nueva fórmula de poder que tendrá un largo recorrido en el siglo XX. Por ello Hardt y Negri sostienen que la soberanía norteamericana es un precedente de los ellos denominarán “soberanía imperial”. (Sigue).

viernes, 15 de agosto de 2014

Descartes y la fobia a existir.
Eduardo Abril

Freud mostró cómo el mecanismo de toda fobia no es más que un desesperado intento por parte del individuo de controlar de otra forma aquello que desborda su experiencia. La formación de una fobia consiste en un cambio en el significante para que aquello que se presenta imposible de integrar como experiencia subjetiva, sea asimilable como experiencia objetiva. Freud pone el ejemplo de la fobia a los animales por parte de un niño; éste descubre lo amenazador de la figura paterna, un super-hombre que acecha en cada rincón de la casa y al que es lanzado una y otra vez, pues le debe, a la vez, obediencia y amor. Es esta imposibilidad de conciliar esta experiencia subjetiva, la de un amor  dentro de la temeridad, lo que le hace al infante separar una cosa de la otra. Pero el miedo no desaparece sin más, sino que se le asigna otro significante mediante un proceso móvil dentro de la cadena significante. Así surge, incomprensiblemente para el sujeto, una fobia a un objeto exterior, por ejemplo el animal. Así, el niño guarda todo el amor para el padre, pero pone el afecto negativo en un objeto del que ahora puede huir, incluso respecto del cual puede resguardarse detrás de la protección paterna. El niño ha sacado fuera de sí la representación del padre amenazador y la ha colocado frente a sí como peligro animal. La operación es económicamente exitosa, pues antes, del padre, al que le debía amor, no podía huir, y ahora, del perro puede escapar sin problema. Eso sí, la presencia del animal e incluso la mera expectativa de su presencia, evoca en el niño un terrible pavor.

    Joel Dor (Introducción a Lacan) nos refiere un ejemplo, si cabe más revelador, mostrando cómo todo el proceso fóbico no es más que un cambio de nombres: una mujer que tiene fobia al cuero. Nos cuenta cómo, a los seis años, durante una visita al zoológico le aterrorizó el sonido de las mandíbulas de los cocodrilos chafando comida. Poco después la niña es sorprendida por su madre acariciándose el pubis, que horrorizada,  le amenaza con que un cocodrilo le comerá la mano si persiste en ese tipo de conductas despreciables. Su madre se erige así como una figura amenazadora que se interpone entre ella y el goce, o lo que es lo mismo, entre ella y su fantasía edípica de plenitud. Pero ese significante, la madre, como el elemento amenazador, es difícilmente integrable en la experiencia subjetiva de una niña que depende se sus progenitores para la mera subsitencia. Se produce un cambio de nombre, una variación del significante, propiciado providencialmente por la advertencia materna: un cocodrilo te comerá la mano. A este respecto resulta interesante la variedad de figuras externas con que los padres amenazan a sus hijos a fin de esconder sus aspectos castrantes: el coco, el hombre del saco, el sacamantecas etc. El caso es que el cocodrilo se volvió el significante que sustituía la amenaza de amputación, esto es, de castración. Tiempo después aprendió en el colegio que la piel del cocodrilo servía para hacer artículos de cuero, y a los quince años su madre, la oculta figura amenazadora que había quedado salvada tras la amenaza del cocodrilo, le regala una cartera de cuero. Nuevamente se vuelve a producir una sustitución significante: la cartera sustituye al cocodrilo, y metonímicamente el cuero ocupa el lugar de la cartera. La fobia al cuero aparece como el resultado combinado de una represión  metafórica y de un desplazamiento metonímico inconsciente. El resultado es que el significante «cuero» significa algo completamente diferente de lo que significa. La mujer sabe lo que es el cuero, pero no sabe cuál es el significado verdadero que la atemoriza del significante «cuero». Vemos así que el significado es secundario y lo verdaderamente importante son los significantes y sus sustituciones metafóricas y metonímicas, que es propiamente lo que se da en la cadena significante.

    Ahora, habiendo comprendido la lógica de estos desplazamientos significantes, pensemos en algo que también puede interpretarse de este modo: el sujeto cartesiano y el mundo mecánico. Si leemos el Discurso del método como si estuviéramos psicoanalizando las palabras de René, nos damos cuenta cómo hay una pretensión constante a lo largo de la obra: poner ahí delante, como cosas, tanto la conciencia como el mundo, dispuestas para la manipulación fácil e inocua.

      Los tres primeros capítulos pueden leerse como todo un despliegue de justificaciones y excusas, que Descartes se dice a sí mismo, a fin de llegar en el capitulo cuarto a su afirmación fundamental: yo soy una cosa que piensa, algo que fácilmente puede simplificarse en su enunciación fundamental: yo soy una cosa.

    Miremos sino esto: en el comienzo del Discurso, cuando Descartes justifica la necesidad de un método, lo que está detrás de su argumentación es un miedo, el miedo al extravío, a vagar sin rumbo por la vida, a la soledad del que no sabe a dónde se dirige; es el miedo del apátrida.  Es curioso cómo, pese a estar presentando un método para el conocimiento, el filósofo no deja de hacer referencias a su propia persona y a su vida, dándonos la pista analítica de dónde reside la verdad de sus palabras.

    Si lo que nos sorprende en este inicio del Discurso es el miedo, cuando continuamos leyendo, vuelve a dibujarse en nosotros esa sonrisa de analista, pues lo que encontramos es un carrusel de reproches. Descartes no escatima ahora ni espacio ni esfuerzo para matar, simbólicamente, a su padre intelectual, con el nombre de saber tradicional. Así, uno a uno, va condenando y reprochando a todos y cada uno de los conocimientos en los que alguna vez puso su interés, su incapacidad para satisfacer aquello que una vez prometieron. La escena, trazando la analogía analítica, bien se parece al niño desairado que le espeta al padre un “no te quiero” cuando éste no cumplió su promesa, por ejemplo, acudir a la final de liga en la que participaba su equipo. Al final del capítulo primero, incluso relata su decisión de abandonar a estos, sus padres intelectuales para, y léase bien esto, buscar su propio conocimiento en el mundo. Si tenemos en cuenta el momento en el que está escribiendo Descartes, no podemos dejar de interpretar esta escritura, como una provocación, un rechazo rencoroso y desairado, y no como un tranquilo abandono del hogar al que todo hijo tiene derecho. Un hijo no abandona la casa paterna dejando escrito en una nota en la nevera “me voy a vivir la vida, a experimentar el sexo y las drogas, porque nada de lo que me habéis enseñado vale una mierda”, a menos que lo realmente significativo de esta acción no sea el inicio del viaje individual, sino el rechazo y la agresión al padre.

    En el capítulo segundo Descartes empieza ya a mostrarnos de qué forma iba a enfrentarse tanto a este miedo de soledad, como a su enfado y rechazo edípico del padre. Ambos momentos se copertenecen y uno bebe del otro: el miedo aparece precisamente porque el padre no es quien decía ser, porque esa seguridad del hogar en realidad no estaba tan garantizada y la fantasía de plenitud se desvanece a cada paso. Esta es la fantasía edípica de la que hablan los freudianos, la situación de totalidad y completud que, en el niño, se trunca por la aparición de un nuevo hermano, o por la irrupción violenta del padre, por ejemplo. En el caso de Descartes fue él mismo el que vislumbró a través de la mirilla de la biblioteca en su colegio de La Fleche, que el padre no era quien decía ser. Su reacción va a alumbrar toda una forma de pensamiento y, leído así de forma freudiana bien puede comprenderse como un proceso fóbico.  

    Veamos cómo ocurre esto: la fobia es un proceso, una estrategia para deshacerse de un miedo imposible de integrar en la experiencia subjetiva. ¿qué es lo que le resulta intolerable al bueno de Descartes? Ya nos lo ha dicho al comienzo de su Discurso: lo realmente intolerable es vivir, ese vagar sin rumbo, como un apátrida, sin un lugar de descanso. Lo que le resulta intolerable a Descartes es la mera existencia. La existencia entendida, incluso, a riesgo de resultar extemporáneo, en un sentido heideggeriano como ser-en-el-mundo, esa estructura ontológica en la que el mundo no es más que lo abierto a la intencionalidad del sujeto, y el sujeto no es otra cosa que el abrirse que da cabida a un mundo de cosas (en esta descripción de la existencia, utilizar palabras como sujeto y mundo,  es ya algo que resulta una traición, por eso Heidegger usa el neologismo de ser-en-el-mundo). El mero existir es turbio y amenazante, es, como ya nos advertía Nietzsche en su Zaratustra, un peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar, un peligroso mirar atrás, un peligroso estremecerse y pararse, y por eso el joven Descartes, ansiando una patria tranquila y confortable, rechaza virulentamente el existir. Pero ocurre, como supo entrever Freud, que todo lo rechazado, lo reprimido, retorna como síntoma. En este caso como síntoma fóbico. Descartes  convierte la existencia en cosas colocadas frente a la mirada escrutadora de la conciencia y la manipulación técnica. El mundo comienza a ser un conjunto de objetos materiales, inanimados, ajenos e independientes de nosotros; y el hombre para a ser sujeto, esa cosa clara y distinta que de la que igualmente puede disponerse. No en vano, Heidegger señala en "Ser y Tiempo” que  el concepto de “yo” que manejan las ciencias como la psicología, la biología, o la antropología, excluyen, esto es, reprimen, la existencia como algo abierto, cosificándola y preparándola para la manipulación técnica. Sólo así, entiende Descartes, lo amenazador de la existencia, de lo que no se puede deshacer desde el existir mismo, es puesto delante mediante un proceso de cosificación para, ahora sí, poder hacer algo con ella. Es el mismo mecanismo que genera el vudú: aquello que resulta amenazador e inquietante, se convierte en un objeto fácil de manipular para descargar sobre él nuestro rechazo. Y este mismo es el mecanismo moderno de cosificación de la conciencia y el mundo: ahora el hombre tiene delante de sí un mundo de cosas ajenas sobre las que descargar toda su aversión. De aquí se puede concluir que el pensamiento moderno, lo que Heidegger llamaba metafísica,  es esa forma de vérselas con la existencia de modo que la única posibilidad de existir está localizada en el dominio de todo y su final aniquilación. El hombre moderno es aquel que ha desarrollado una fobia por la existencia y, cuando se topa de frente con sus aspectos más propios, la fragilidad, la incertidumbre, la imposibilidad, o huye como el niño fóbico, o descarga su odio técnico sobre ellos, como el mago vudú. Ese mismo carácter moderno fue lo que Freud estaba descubriendo en 1920, recién terminada la Gran Guerra y con millones de tumbas excavadas por toda Europa, en la pulsión de muerte.

jueves, 7 de agosto de 2014

La soledad común.
A propósito de una lectura política de Lacan
en Jorge Alemán.

Eduardo Abril

En la enseñanza de Lacan el sujeto nunca es un “sí mismo”, un algo que somos y que se desenvuelve en el mundo como, por ejemplo, tiende a pensar la teoría evolutiva, como en una analogía botánica, una semilla que ya contiene en el inicio los principios de su propio desarrollo. El sujeto, por el contrario, se constituye siempre en el campo del otro: somos solamente en la medida en que se nos reconoce como un algo que “está ahí”, en algún respecto dispuesto a que un Otro se dirija a nosotros. Esta idea la condensa Lacan en la bella expresión de “el deseo del otro”, somos el “deseo del otro”. A este Otro se le pueden dar muchos nombres, y el psicoanálisis desde su descubrimiento freudiano no ha dejado de investigar en la clínica este campo tan amplio y rico: por eso surge una y otra vez en el diván la figura de la madre en su deseo, del padre que castra, de la sociedad en su imposición superyoica, ese gran Otro socio-simbólico del lenguaje...

Pero este sujeto que surge en el tejado del otro, sin embargo, no es capaz de alcanzar una verdadera relación con él. El sujeto que somos es un fantasma, o dicho en el lenguaje de la filosofía, la idealización de una realidad acabada e integrada en una sociedad junto a otros sujetos, en la que no hay cortes ni fisuras. Esta constitución de la subjetividad en el deseo del otro nace fracturada puesto que, inmediatamente de ser arrojados a la existencia y nos reconocemos como un algo, experimentamos la imposibilidad de ser eso que colma el deseo, lo que es lo mismo: la imposibilidad de ser. Ese lazo que nos hace creer que hay una continuidad entre nosotros y los demás, entre los amigos, entre los amantes, entre los conciudadanos, es un lazo fantasmático, una idealización, un cordón imposible de anudar. Por eso el amante nunca ve colmado su amor y desiste en su amargura, los amigos se reprochan el vacío que los separa, los hijos repudian a las madres por su indolencia, los ciudadanos se miran unos a otros con recelo. No hay ese común que una y otra vez imagina la filosofía, condensándolo en palabras como esencia, naturaleza, genoma. Lo realmente común es la soledad.

El vínculo social no se constituye a partir de un fundamento común entre los sujetos, sino al contrario: la imposibilidad de la relación, del anudamiento con el otro, a lo que Lacan ponía el nombre de imposibilidad de la relación sexual es, precisamente, lo que conduce a que se responda a esta situación con un suplemento, el vínculo social, la pobre pero maravillosa estrategia del sujeto que trata de superar la separatidad, imaginando fantasmáticamente que el amor o la amistad son posibles. Esta soledad común, y no un común sustancial, es el fundamento de toda ética y toda política, pues éstas no son más que el saber que el sujeto trata de condensar a partir de su experiencia imposible del amor, de la amistad y del sexo. Dicho de otra forma: el sujeto que somos no es más que la fractura irreconciliable de la lucha entre lo imposible y lo posible de vivir. En esta lucha acontece nuestra historia, y más aún la Historia.

Pero esta dialéctica no está dada como una necesidad, sino que es más bien, en terminología heideggeriana, un acontecimiento propicio, evento, ereignis, y por tanto bien puede alterarse. Esto es lo que ha ocurrido en el mundo moderno con la aparición de un poderoso Otro socio-simbólico, al que Lacan dio el nombre de discurso capitalista, una variante perversa del discurso del amo. El sujeto que ha sido alumbrado en el campo del otro socio-simbólico, siempre ha constituido su identidad dentro de una jerarquía, con amos, héroes, villanos y esclavos, y ha sido insertado en un linaje, con un nombre y una situación más o menos precaria. Pero en este nuevo discurso del amo que es el capitalismo, como ya avisaba proféticamente Marx, todo lo sólido se iba a desvanecer en el aire. Para el capitalismo sólo cabe una única identidad, una única forma de habitar la tierra, da igual que hablemos de hombres, mares, ciudades, espacio, tiempo, o cualquier otro asunto categorizable: la mercancía. Todo deviene mercancía, entendiendo por ésta esa forma de estar consistente en la absoluta disponibilidad para su gasto, su uso, su agotamiento. El hombre sólo se identifica a sí mismo como mercancía y sólo encuentra un poco de paz quien se dispone como un producto listo para su desgaste: el que cuenta con un buen currículum, a modo de prospecto de un medicamento, que muestra las indicaciones y contraindicaciones, una buena campaña de marketing publicitándose como algo digno de ser gastado en redes sociales, y asiste diariamente a su uso y desgaste por parte de la máquina que todo lo engulle cinco días a la semana, diez horas al día, permitiendo el barbecho dominical, en el que, en la lógica capitalista, el sujeto sólo encuentra satisfacción desde esta identificación mercantil que le hace adoptar la forma del combustible del parque temático, transeunte de la marea humana en el centro comercial, o usuario de una naturaleza acotada para reproducir los horarios y los hábitos de la fábrica o la oficina.

Pero lo realmente novedoso en este nuevo discurso del amo que es el capitalismo, es que ya no necesita del vínculo social, el fantasma sobre el que los sujetos trataban de anudar sus vidas y sus comunidades a la amistad, el amor y el sexo. Por eso, en el mundo contemporáneo, colapsan todos los órdenes simbólicos, o dicho al modo de Lacan, ya no hace falta ningún nombre para el padre: el sujeto ya no expresa la necesidad de vincularse a un otro que lo sitúe: no necesita un padre, no le hace falta un rey, ni siquiera una patria, no se ve como súbdito, ni como fiel, no alcanza a inscribirse en un linaje. La izquierda o el nacionalismo, aún tratan de conservar, de forma ineficiente la dialéctica del amo y el esclavo, como un residuo, un resto propio de otras épocas. En ellos la realidad se confunde con un nostálgico deseo: que todavía haya un amo-padre al que matar edípicamente. Pero lo cierto es que, en la época del capitalismo técnico-científico consumado, ya no es posible la Revolución porque no hay un Otro contra el que revelarse (si en los meses pasados la policía hubiera dejado que los revolucionarios que rodeaban el Congreso lo asaltasen, éstos hubieran encontrado salones vacíos sin Zares, y no les habría quedado más remedio que volver a sus casas con extrañeza). El campo de la identificación sólo permite la existencia como mercancía, y el sujeto desea ser incluido en la maquinaria de explotación, y esto es lo que no vio Marx y que nos enseña Lacan: en la dialéctica del amo-esclavo, Marx suponía que todo el goce quedaba del lado del amo, y el sufrimiento del lado del esclavo. Lacan nos enseña que hay un goce también en el esclavo, si cabe mayor, como el de un amante que desea ser castigado en el caliente lecho.

¿Significa esto que Heidegger tiene razón y ya sólo un dios puede salvarnos? ¿es el capitalismo el final de la historia y el cumplimiento maquinario de toda dominación? Jorge Alemán, que se posiciona desde una frágil izquierda lacaniana, entrevé un resquicio mínimo, pero como mínimo posible. Y es que, pese a que todos los vínculos sociales salten, pese a que el capitalismo devenga una estructura sin corte, anudada sobre sí misma que parece nacida como una galaxia eterna que gira sobre su centro, sigue existiendo algo irrompible y común entre todos los seres parlantes: su soledad. Estamos solos, y con los fantasmas de la amistad, el sexo o el amor, abocados a su extinción o, lo que es lo mismo, a su mercantilización, convertidos en un selfie de Facebook, en pornografía onanística o en una postal de San Valentín, cada vez estamos más solos. Y cuanto más solos estemos más amenazará una súbita irrupción del vínculo social.

En la enseñanza de Lacan el común no se presenta nunca como una esencia inmutable sino que emerge siempre a partir del no-hay. Por eso, el vínculo social que se erija desde el no-hay, desde el no-soy, desde la soledad radical, es un amor, una amistad y una sexualidad que nace fracturada y consciente de su fractura. Un amor menos tonto, sin fantasmas, consciente de su fragilidad, un amor que los amantes conciben para ser olvidado, un amor de despedidas. Una nueva voluntad no capturada por las identificaciones del ideal del Yo ni por los circuitos mortales del superyo. Se trata de lo real fuera de la ley, no lo real de una ley transgredida. Se trata de la invención de límites que no procedan del universal del para todos, sino de la soledad común, invenciones que se dan cada vez a través de procesos coyunturales (caso por caso) donde una intervención mínima establece un límite no previsto y por tanto un vínculo social. Se trata de un amor común solitario, una amistad común solitaria y un sexo común solitario. Como la soledad que le llevo a imaginar al poeta  la plaza del pueblo:

A la desierta plaza conduce un laberinto de callejas.
A un lado, el viejo paredón sombrío de una ruinosa iglesia;
a otro lado, la tapia blanquecina de un huerto de cipreses y palmeras,
y, frente a mí, la casa, y en la casa la reja ante el cristal
que levemente empaña su figurilla plácida y risueña.
Me apartaré. No quiero llamar a tu ventana...
Primavera viene -su veste blanca
flota en el aire de la plaza muerta-;
viene a encender las rosas rojas de tus rosales...
Quiero verla...

Antonio Machado. Soledades

sábado, 26 de julio de 2014

Paralelismos; Tolstoi y Grossman.
Óscar Sánchez Vega

Me propongo comentar brevemente en estas líneas algunos paralelismos que he encontrado en las últimas obras de dos figuras muy relevantes de la literatura universal y dos de mis autores preferidos: León Tolstoi y Vasili Grossman. Se trata de Resurrección de Tolstoi y Todo fluye de Grossman. Ambos autores nos transmiten en estas novelas sus últimas palabras y lo que podemos considerar su legado: el imperativo de someter la política al hombre y no a la inversa. Estamos ante dos testimonios de un profundo humanismo, dos gritos en contra de la deshumanizada maquinaria estatal, dos advertencias contra la burocratización de la vida social y la cosificación de la vida humana. También tienen en común que los dos, cada uno a su modo, encuentran razones para la esperanza: el amor fraternal en el caso de Tolstoi y el ansia de libertad en Grossman son las armas contra la deshumanización, son la promesa de un mundo mejor.

Por otra parte, además de la afinidad del planteamiento y de que los valores que promueven son similares, hay un tema muy concreto que se repite en las dos obras: el sistema penitenciario ruso y la vida de los prisioneros. Las obras de Tolstoi y Grossman constituyen una denuncia contra el sistema penal imperante en su época y el degradante trato infligido a los prisioneros. Pero la crítica va más allá de lo que pudiera parecer a primera vista. El sistema penal no es un mero subapartado del enorme entramado estatal, es algo más profundo y sintomático. Toda la sociedad queda retratada en el sistema penal: el trato y la consideración hacia los prisioneros no son más que casos extremos de la consideración global del ser humano. Se puede medir integridad moral de una sociedad tomando en cuenta, primero, las razones que el Estado aduce para privar de la libertad a un ciudadano y, segundo, el trato infligido a los prisioneros. Aplicando este baremo Tolstoi y Grossman recusan al Estado zarista y soviético respectivamente.

I

Resurrección, publicada en 1899 es el testamento ideológico de Tolstoi. La novela tiene como tema principal el arrepentimiento y la redención del príncipe Nejliúdov, alter ego del autor. Tolstoi es, en esta etapa de su vida, un desclasado, un extraño entre los suyos, pertenece muy a pesar suyo a la nobleza rusa, una clase fatua y parasitaria a la que desprecia. De joven había llevado una vida fácil y regalada, el tipo de vida propio de alguien de su estirpe, pero, por aquel entonces, vivía como un ermitaño: comía solamente los vegetales que él mismo cultivaba en la tierra y dedicaba el resto del día a confeccionar y reparar zapatos. La evolución moral y política de el príncipe Nejliúdov es paralela a la del autor: igual que el personaje protagonista también Tolstoi intenta repartir su tierra entre los siervos pero el proyecto no cuenta con el beneplácito de su esposa y, al final, fracasa.

Su última obra es un ajuste de cuentas con la aristocracia, el Estado, la familia, la Iglesia... con toda la sociedad rusa en definitiva. Sus reflexiones recuerdan al joven Marx: todo privilegio se fundamenta en la explotación; el lujo y el refinamiento se yerguen sobre el sufrimiento y la miseria de los más desfavorecidos; una vida ociosa es una vida alienada; solo el trabajo dignifica... Tolstoi promueve lo que después se denominaría naturismo libertario: una vida libre y frugal levantada sobre el trabajo manual y el amor fraternal.

II

Por su parte Vasili Grossman fue el primer periodista en entrar en Stalingrado e informar de la existencia de los campos de exterminio. Poco antes de morir, en Moscú en 1964 acababa de escribir Todo fluye sin la esperanza de ver su obra publicada pues el régimen comunista ya había prohibido y confiscado su obra cumbre, Vida y destino, que solo por un rocambolesco azar verá la luz.

El autor se manifiesta principalmente por boca del personaje principal, Ivan Grigórievich – pero también en los silencios y la mala conciencia de su primo, Nikolái Andréyevich-. Ivan Grigórievich, una vez liberado del campo de trabajo tras la muerte de Stalin, reflexiona sobre el sentido de su vida y la reciente historia de Rusia. El estalinismo había llegado a su fin pero el régimen continúa. A pesar de todo el daño y sufrimiento causado, los nuevos dirigentes mantienen las estructuras e instituciones de la época de Stalin. El estado soviético sigue en pie; pero frente al conocido lema hegeliano “todo lo real es racional”, Ivan proclama un nuevo y particular lema: “todo lo inhumano es absurdo e inútil”. Todo el cruel y poderoso entramado estatal levantado en contra de la dignidad humana está condenado a perecer, a ser barrido por el viento y desaparecer de la faz de la tierra como si nunca hubiera existido. La fuerza de la vida, el ansia de libertad de los hombres vencerá finalmente a cualquier obstáculo que se le oponga. Stalin, a su modo, lo sabía, por eso diseñó una maquinaria liberticida en nombre de la libertad. La retórica de la emancipación nunca fue abandonada en el Estado soviético, ni siquiera en sus peores momentos, cuando la sola mención de la libertad podía ser considerada como una broma cruel y macabra. Esto es, a juicio de Grossman, porque Stalin sentía un miedo patológico a la libertad y sabía que el anhelo de libertad que anida en el corazón del humano es imbatible.

Pero el estado soviético no fue construido por Stalin, este heredó un Estado que había sido gestado y diseñado por el revolucionario más destacado del siglo XX: Vladimir Ilych Lenin. Grossman, en un capítulo de la novela, somete a una minuciosa disección psicológica al revolucionario ruso. Por un lado, Lenin es un dictador, un líder político duro e implacable con sus enemigos políticos que construye una rígida y cruel maquinaria: el Estado soviético. Por otra parte, según numerosos testimonios, en su vida privada era una persona dulce y tímida, leal con sus amigos y extremadamente frugal; un intelectual que disfrutaba especialmente con la lectura de Tolstoi, con la Appassionata de Beethoven y el teatro de Chéjov.

Que Lenin admire a Tolstoi no deja de sorprender. Me pregunto que reflexiones le suscitarían párrafos como este, extraído de Resurrección:
“Si se plantease el problema psicológico de hacer que los hombres de nuestro tiempo, cristianos y humanos, simplemente buenos, llegasen a cometer las mayores atrocidades sin sentirse culpables, es posible que no hubiera más que una solución: que estos hombres fuesen gobernadores, directores de prisión, oficiales, policías, es decir, que, en primer término, estuviesen seguros de que existe algo, a lo que se llama servicio al Estado dentro del cual se puede tratar a la gente como si fueran cosas, prescindiendo de toda relación humana y fraternal; y en segundo lugar, que los hombres afectos a este servicio del Estado se viesen vinculados de tal modo que la responsabilidad por la consecuencia de sus actos no cayera separadamente sobre ninguno de ellos.”