Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

viernes, 6 de abril de 2012

Revolución y psicoanálisis.
Eduardo Abril Acero

Una de las ideas que más efectos ha producido en el pensamiento y en las prácticas de los hombres contemporáneos es, sin duda, la que Hegel describió en las páginas de la fenomenología y que la historiografía ha denominado la “dialéctica del amo y el esclavo”. Hegel contesta de manera tajante dos preguntas que habían quedado abiertas en el proceso revolucionario ilustrado: ¿por qué hay amos? Y ¿quién debe ocupar el lugar del amo y quién el lugar del esclavo?. Y Hegel responde: amo es aquel quien, en el combate, expone su vida; esclavo será, en cambio, el que protegiéndose no se jugará su propia existencia, quedando confiscada a cambio su libertad. En esta dialéctica, y en términos lacanianos, el trabajo queda del lado del esclavo, mientras que el goce queda del lado del amo. “Lacan dice que que el propio marxismo creyó en esta pequeña fábula, considerando que a través del trabajo y del movimiento histórico el esclavo llegaría a recuperar alguna vez ese goce que había quedado del lado del amo1.

Pero esto no deja de ser un fraude, un engaño destinado principalmente a sustituir un amo por otro, no a eliminar la existencia de amos y esclavos. La visión marxista de una sociedad sin clases, actúa en el revolucionario marxista como una una construcción fantasmática, un anhelo de totalidad, el sueño de un goce sin límite o, en términos psicoanalíticos, un modo de superación de la castración.

Marx identifica a la clase dominante, la burguesía, con el mercado. En este sentido nos dice que esta clase es una clase “en sí”. La burguesía no necesita preguntarse por el funcionamiento del mercado porque ella misma es el mercado y coincide constantemente con él. Pero en cambio, el proletariado, que es parte del mercado, no se identifica con él y por tanto necesita generar una “conciencia de clase”, debe percibirse como un “algo” integrado en una estructura de dominación. Esta conciencia se hace generando una descripción de toda la estructura de funcionamiento del mercado, descripción que conduce a una toma de conciencia de cuál es el papel que juega la clase proletaria dentro de este sistema. Para Marx esto es suficiente como para que la clase trabajadora adquiera una conciencia de sí misma e inicie un proceso revolucionario. En el revolucionario, se reúnen la verdad y el saber: el revolucionario “sabe” la verdad sobre sí mismo, y por tanto, puede actuar con conciencia del futuro; en el revolucionario se da (ilusoriamente) un estado en el que se ha superado la castración, o lo que es lo mismo, la situación en la que el sujeto se ve a sí mismo carente de límites; se produce, por decirlo en términos hegelianos, la realización del espíritu absoluto, por cuanto el revolucionario representa la clase que toma conciencia del Todo, iniciando un proceso de cambio autoconsciente. El revolucionario es aquel que vive despierto, que se sabe a sí mismo representante de la realidad toda.

Pero Marx se dio cuenta de que este proceso de toma de conciencia, a veces fracasa por razones que escapan a la dialéctica, de una forma que la estructura, o el mercado, no eran capaces de explicar. Parece que a veces, no es suficiente hacer aflorar ese saber, la verdad sobre el mercado, para que esa toma de conciencia se traduzca en un proceso racional-revolucionario. ¿Por qué hay individuos que se muestran perezosos y en cambio hay otros que presentan una inexplicable compulsión al trabajo incluso después de que se les ha hecho saber cuál es su puesto dentro de la estructura real-económica?

Marx no es capaz de explicarlo, algo que sí hace el psicoanálisis lacaniano. En la dialéctica del amo y el esclavo, tanto Marx como Hegel, no podían dar cuenta de que el goce no queda exclusivamente del lado del amo, también hay un goce en el lado del trabajo. El trabajador ha renunciado a un goce absoluto, goce que cae del lado del amo, pero en su trabajo recupera un goce al que Lacan llama plus-goce, estableciendo una analogía con lo que será el goce de la burguesía, la plus-valía. Este goce del trabajo, es un goce limitado, un goce castrado que diría Lacan, pero es también, por ser la limitación el modo más humano de ser, un goce real. El goce del amo es un goce fantasmático, como el del neurótico que habita un mundo perfectamente racional y se entrega de forma esclavizante a una rutina generada por él mismo: quiere ocupar el papel del amo y verse a sí mismo carente de límites, aunque su poder resida en lavarse las manos cien veces al día. Este hecho pone al descubierto que tal vez, no se trata de una sustitución de un modo de ser “alienado” por un modo de ser “consciente”, sino que el revolucionario tiene su modo propio de “gozar”. Lacan no pone paños calientes al respecto: el goce del revolucionario es un “goce total”, como el goce del amo. Se alimenta de la construcción fantasmática en la que no existe límite alguno, de que se ha superado la castración o, en términos freudianos, el goce revolucionario sueña con matar al padre para ocupar su lugar y gozar ilimitadamente de la madre.

Donde mejor aflora esta “verdad inconsciente” es, como cualquier psicoanalista sabe, en las palabras; por ejemplo el discurso que los revolucionarios dirigen a los “dormidos”. Pese a todas las posibilidades de que un trabajador hoy en día tome conciencia de la dominación e ingrese en el proceso revolucionario, existen individuos que se resisten a hacerse cargo de su situación, se niegan a superar su estado de esclavitud y prefieren seguir viéndose a sí mismos a través de construcciones ideológicas burguesas. Los revolucionarios suelen considerar a estos trabajadores de un modo muy negativo y son constantemente agredidos e insultados desde los piquetes huelguistas. Y por más que hagan conciencia de la estructura de dominación y reconozcan el lugar que ocupan en ella, se niegan a abandonar el lugar que ocupan significando un verdadero trabajo de zapa para el proceso revolucionario. A lo que se resisten, en realidad, es a abandonar cierta forma de gozar y a sustituirlo con el goce totalitario revolucionario, un goce del amo. Aún recuerdo uno de los grandes lemas que permanecieron colgados en uno de los edificios andamiados de la Puerta del Sol, cuando algunos pensaban que empezaba por fin, la Revolución: “Ya era hora de despertar”. Un lema claramente paternalista, en el que un amo o un padre, le reprocha al inconsciente hijo, su tardanza en el ingreso en el mundo real de los hombres conscientes y responsables. Lema que no esconde, para un lector psicoanalista, su verdadera vocación de amo. El padre, en realidad, le reza al hijo perezoso e indisciplinado: “¡obedece de una vez!”

1. Jorge Alemán y Sergio Larriera. "Lacan : Heidegger". Miguel Gómez Ediciones 2009. Pag 176

lunes, 26 de marzo de 2012

Un sí y un no
Borja Lucena

Por qué haré huelga
Haré huelga porque es preciso levantar una mano cuando te pisan un pie. La haré porque es conveniente que uno se niegue ir a filas cuando quieren reclutarlo para una guerra injusta. Y la economía es, cada vez más explícitamente, economía de guerra. Lo que los administradores y profetas de la economía nos alientan a proseguir es una batalla por la producción, por decirlo en términos soviéticos. Lo que nos salvará, advierten, es la movilización, la movilización total de todos los recursos, de todos los hombres, en favor de la producción. El lenguaje económico parece, cada vez con más intensidad, sacado de los boletines de las dos guerras mundiales. El modelo que proyecta la vida económica planificada es la batalla de Verdún.
La reforma laboral, por tímida que sea, no muestra otra cosa que ese desplazamiento del lenguaje de la necesidad desde la Historia Universal a las relaciones laborales; es decir, Marx hablando por la boca de cualquier catedrático de Economía de la Empresa: el único imperativo es producir, cueste lo que cueste, porque lo salvífico se ha trasladado de la esfera del espíritu a la del trabajo.
Lo que aquí abajo nos llega de la ley que “pone nuevas bases en el mundo del trabajo” es la planificación adusta, racional, equilibrada de la guerra. En los conflictos bélicos mundiales también fue necesaria la flexibilidad. Leo que las empresas decidirán dónde trasladar al trabajador –movilidad geográfica-; el modo en que en cada momento ha de configurarse el horario de trabajo según las necesidades cambiantes –flexibilidad temporal-; cuándo los sueldos han de menguar de acuerdo con la flexibilidad de los resultados. Es algo muy parecido a la capacidad organizativa, de flexibilidad casi omnímoda, con la que cuenta un ejército en tiempo de guerra con respecto a los soldados que le sirven de material bruto, material de lucha y de muerte.
La huelga, en este sentido, es el amotinamiento de los soldados que quieren escapar a una guerra sin sentido y pretenden volver a casa.

Por qué no haré huelga
La cuestión se puede plantear con sencillez:
  1. Sólo leer el eslogan que los sindicatos oficiales han elegido para animar a la huelga es capaz de provocar una repulsión que hace difícil olvidar que aquí se juega a la farsa: Quieren acabar con todo. Con estas proclamas histéricas, basadas en la generalización fantasiosa, carentes del mínimo sentido de fidelidad a lo real, sólo merecen animar a una masa de creyentes dispuestos a aceptar cualquier cosa por la causa. Se erradican de este modo los elementos vinculados al estado de cosas político, las cuestiones de sencilla justicia, el juicio sobre las disposiciones y materias concretas, para abrazarse a un histrionismo milenarista, a la mística de las acechanzas del maligno de la que me siento literalmente expulsado. Estoy convencido de que estas cuestiones afectan radicalmente a nuestra mundanidad –y de ahí su radical relevancia- y no a una batalla cósmica entre las fuerzas del Bien y del Mal.
  2. Como quizás fuera previsible, pero no deja de ser profundamente descorazonador, y tal y como está planteada, la huelga viene a ser la campaña electoral del PSOE “por otros medios”. Parece que la alternativa a las medidas gubernamentales no es otra que la vuelta a “los bellos tiempos del PSOE”. Tengo muchos amigos que se ven esperanzados por el inicio de estas escaramuzas, pero me es difícil dejar de pensar que –indiferentemente de sus intenciones- las paradas callejeras promovidas por los sindicatos servirá exclusivamente para engrosar la estrategia y cálculos electorales del partido social-burocrático que añora el poder como las piedras aristotélicas añoraban su lugar natural.
  3. Los sindicatos oficiales, como los animales sedientos de despacho oficial y chófer que han . demostrado ser, pretenden que lo que son justos motivos se conviertan en herramientas que sirvan a sus intereses orgánicos de persistencia en la subvención y la patraña. Por eso han monopolizado con inusitada rapidez el descontento, no sea que, confiado a la espontaneidad, pudiera volverse contra ellos y sus prebendas. Apropiarse de la protesta como hacen facilita el despiste sobre una cuestión crucial: los sindicatos realmente existentes no son parte de la solución, sino parte del problema.
  4. Si yo hago huelga, mi pagador me descuenta un día de sueldo, y no sé cuánto más de las vacaciones o la paga extraordinaria. Los sindicatos y sus liberados, por lo que acierto a suponer, no dejarán de ganar ni un duro, pero, además, extraerán beneficios de mi pérdida en caso de que - estando claro que la huelga es “suya”- puedan presentarla como una victoria, SU victoria. Por ejemplo: que se les devuelva el monopolio sobre los inútiles cursos de formación que –de manera en este caso sensata- la ley pretende quitarles. En caso de una huelga exitosa, siempre presentada como un éxito de los sindicatos, las negociaciones entre sindicatos y gobierno llegarán previsiblemente a algún acuerdo razonable. Aventuro que, por ejemplo, ese acuerdo será el de devolver a los sindicatos los millones de euros en cursos de formación, mientras que los contratos difícilmente sufrirán otra cosa que variaciones cosméticas.
Soy dos, y estoy en los dos por completo...

miércoles, 7 de marzo de 2012

Mitos encontrados.
Santiago Redondo

Los mitos originarios no sólo son testigos veraces de como una comunidad se ve a sí misma en pública asamblea, sino que sobre todo resultan vectores de proyección hacia el futuro, diseños arquitectonicos del devenir donde el pasado,padre del presente, ya barrunta los mares venturosos por donde navegará el joven nieto. Sobre todo porque el mito originario, si no se construye en el presente, si que es aprovechado en el ahora para alimentar a la manada.El mito de origen, que contesta pregunta tan señalada para el ethnos, no suele ser tan ambiguo y aplicable como el resto de mitemas, no es ese chispazo elusivo de conocimiento y poesía( si es que no siempre están amancebadas); el mito de origen, con toda su oscuridad aparente es siempre iluminado por la antorcha del Poder. Porque el discurso se constituye en el mayor ejemplo del fenotipo extendido, en la mayor palanca de la bastarda selección natural.

De donde viene el "yo" y con él "los nuestros" se perpetúa la primera hostia,el primer abrazo, que dieron molde al Caos Informe. Es más difícil pero más duradero, legitimar que dar coces, aunque a veces se solapen y los mandados no sepan muy bien que es lo que toca esa mañana.

Los atenienses creían que eran hijos de la Tierra y por tanto que eran los únicos que tenían derecho a ella. De las entrañas de la misma surgió Cecrops, el Dios Serpiente y trajo con Él la sabiduría secreta del engaño y la agricultura, ambas falsas promesas de inmortalidad. Los Hijos de la Tierra la aman como nadie y sus palabras y actos son la semilla con que la fecundan como Zeus Olimpico en lluvia desatada. Donde esté la areté ateniense allí está la tierra bienamada y justo es que se extienda por el Ponto vinoso. Los atenienses toman los frutos de la Tierra, el trigo dorado, el aceite jugoso, el vino alegre y por eso son civilizados, equilibrados, en el justo medio, no como los bárbaros que comen hamburguesas y beben sangre caliente.En su auctoctonía basaban su pretensión de comandar la Koiné helena frente a invasores y traidores, imbuidos del perverso autoengaño de los buenos misioneros. No se podía esperar mucho más de pueblo tan mezquino.

Los romanos, malvados imperialistas, explotadores viles, constructores de murallas de piedra y acero, tienen un mito menos edificante que el ateniense, pero igual de ilustrador sobre sus actos. Si bien Virgilio trató de glorificar a la familia Julia y emparentar a Roma con el linaje Troyano (como harían después todos los pueblos de Europa, que de creerles, nos llevarían a maliciar que la excelsa Ilion no ardió demasiado ante los fuegos aqueos), sin embargo el mito de origen más poderoso de los romanos es el que los hace hijos de la Loba y de Marte, aunque luego se mezclarían con los linajes latinos de los hijos de Eneas.Roma es procreada por extranjeros, por exiliados, por abandonados a la interperie.La Loba mitica pasó a ser luego la madrastra de Rómulo y Remo, llamada Luperca, es decir prostituta. Rómulo mata a su hermano por un quitame allá esas pajas y funda la ciudad más macarra del Lazio, donde sólo viven los quinquis, matasietes, ladrones, asesinos y violadores, en fin esos angelitos que raptaban sabinas y robaban ganado, pero que acogían a todos los sin patria y se la daban y que hacían saber a las hembras que lo eran.Cómo no va a salir de aquí el imperio más grande que vieron los siglos, la veneración por la ley práctica, el despojo, la aculturación, la mano de hierro del glaudius, el acueducto, la estabilidad, la agresividad,la tolerancia,en fin todo ese cúmulo de virtus que se hundió en el barro cuando Los Hijos de Puta se encontraron con otro pueblo puro, tan amado por Tacito y que iba a sembrar su pura semilla en el campo fértil de la Europa meapilas

miércoles, 29 de febrero de 2012

Clapton y Marsalis, críticos de Marx
Borja Lucena

Marx dijo en una ocasión aquello tan célebre de que las cosas aparecen por primera vez en la historia como tragedia, y después ya sólo como farsa. Pero no es así. Otra vez la música -esa gran refutadora- nos presta el servicio de arruinar alguna convicción teórica.



jueves, 23 de febrero de 2012

Amartya Sen y la flauta de la discordia.
Óscar Sánchez Vega

En en su obra La idea de justicia, Amartya Sen plantea una interesante parábola. Esta es:
"Se plantea la situación imaginaria en la que disponemos de una flauta y hay tres niños que se disputan su propiedad: Anne, Bob y Carla.En primer lugar, Anne reclama la flauta porque ella sabe tocarla y ni Bob ni Carla saben hacerlo. De hecho, Bob y Carla admiten no saber tocar la flauta.Si solo disponemos de esta información, resulta evidente que la flauta sería para Anne, por razón de la justicia (ella ha estudiado para aprender a tocar la flauta) e, incluso, por razones de eficiencia económica.Sin embargo, el problema se complica cuando Bob también reclama la flauta, alegando que es el más pobre de los tres, hasta el punto de que no tiene juguetes propios. La flauta le ofrecería algo con lo que jugar, de modo que, en términos económicos, “le reportaría mayor satisfacción” que a Anne o a Carla.Si únicamente dispusiéramos de la información que nos proporciona Bob, habría fuertes razones para concederle la flauta en propiedad.No obstante, aún resta escuchar los argumentos de Carla. Para nuestra sorpresa, Carla ha estado trabajando semanas en la fabricación de la flauta, objeto de la disputa. Pero, una vez terminado el trabajo, “aparecieron estos usurpadores para arrebatarme la flauta”.Si no tuviéramos más que la información que nos proporciona Carla, la decisión sería clara a su favor.Ocurre, sin embargo, que tras escuchar los tres argumentos, cada uno de ellos con peso y fuerza razonables, es necesario decidir a quién se asigna la flauta. Obsérvese que, en este ejemplo, el mecanismo de asignación de recurso es irrelevante. En principio, la flauta será asignada (“distribuida”) por el Estado o por el mercado. La cuestión reside en qué principios (económicos, políticos e, incluso, morales) deben gobernar esa distribución de los recursos."
Pues eso... ¿A quién le damos la flauta?

miércoles, 15 de febrero de 2012

A las 14.30 en "La taberna griega"

Me gustaría hacer de secretario de la comida que, un año más, los feacios hemos compartido para celebrar la amistad, la vida y, por qué no, la filosofía. No sé si estaré a la altura de tan magno propósito, pero no será la falta de empeño lo que me impida realizar un acta rigurosa, concisa y fiel a los hechos.

Para empezar dando cuenta de algo, decir que, con el fin de no defraudar a nadie, el último en llegar al restaurante de la Calle del Tesoro fui yo. Hay tradiciones que conviene no descuidar. Una vez reunidos los convocados, comenzamos con el previsible primer punto del orden del día: otra botella de vino, por favor. Allí estaban los feacios, de brazos fuertes y mente astuta, despojados ya de los broncíneos cascos, ávidos por partir los alimentos y beber de las jarras el vino. Alguna fotografía ha quedado, y algunas palabras:

Santi, fecundo en ardides, achacó a los presentes que ya no habláramos de nacionalismo
Óscar, pastor de hombres (asturianos), volvió a despistarnos con el uso astur del pretérito perfecto simple, hablándonos de lo que había acontecido hacía cinco minutos como si de un pasado ancestral se tratara.
Javi, amontonador de nubes, con su risa franca nos dijo que todo lo que sabía no sabía por qué lo sabía.
Edu, domador de caballos, dijo que hablar de ideología era una memez, y entonces habló de psicosis y neurosis.
Alfredo, de pies ligeros, volvió a repetir que ninguno había dicho nada de consideración desde que abandonamos la universidad y terminaron aquellas discusiones en la cafetería del Pabellón B. Después se marcó un simpático baile con el camarero mientras sonaba la típica música griega de los anuncios de colonia.
Diego, de vibrante casco, preguntó si podía considerarse realmente marxista a Lenin.
Y yo –cuéntame musa la historia…- me reí mucho y abusé del vino.

Todo el sábado, soleado y frío, como cuando Madrid vuelve a ser en febrero Castilla, lo pasamos de esta guisa. Después de comer tomamos un café, ateridos por la caída de la tarde, procurando beneficiarnos de los últimos rayos del sol que se escondía tras el telón de la Glorieta de Bilbao. Después, vagar por calles desdibujadas y bares inciertos. La primera copa la tomamos en “El Parnasillo” de la Calle San Andrés, y allí Alfredo le dijo a Eduardo que veía una cabeza encima de una camisa. Hablamos sin cuento, y la siguiente fuimos a buscarla (la siguiente copa, se entiende) a la Calle de La Madera, donde algunos recordábamos haber llevado al bar “Marx Madera” un comunismo incipiente y condenado a fracasar. Han pasado casi veinte años. En esa calle del barrio de Malasaña, nos refugiamos en “Casa Julio”, y aguantamos hasta que la noche se había ya enseñoreado de la ciudad. Después –con alguna parada intermitente para repostar- vueltas y vueltas hasta atravesar la Gran Vía, cruzar la Puerta del Sol sitiada por la policía, alcanzar la Calle Huertas. Allí, ya diezmados por las bajas, terminamos en el “Rainbow”, el bar donde pinchan el mismo “heavy metal” desde hace diez años, o veinte, o incluso treinta. En este lugar, donde a menudo es preciso refugiarse huyendo de la música insecticida del resto de bares nocturnos, no sólo no se puede fumar, sino que el camarero te obliga a salir sin tu copa si quieres hacerlo. Tanto escrúpulo legal en un tío melenudo, un tío enorme con una camiseta de tirantes negra de Iron Maiden, da no sé qué.

Todo el tiempo lo pasamos hablando de filosofía y de mujeres -lo que no siempre es lo mismo-, pero también sobresaltados por los mensajes que le hacían llegar a Santi cada vez que le metían un gol al Barcelona. Cuando ya nos comenzábamos a sentir algo viejos, paramos en un bar de copas de la Calle Velázquez, donde terminamos de sentirnos ancianos rodeados de mujeres a las que casi doblábamos la edad. Después, sólo una acera despoblada y sombría que guió mis pasos vacilantes hasta casa.

Hasta la próxima, feacios.

martes, 7 de febrero de 2012

Un visionario.
Borja Lucena

En una nota perdida en el primer libro de "El Capital", Marx alude a un oscuro parlamentario -valga la redundancia- que con este comentario merecería, al menos, un puesto honorífico en el santoral de la Comisión Europea:
"Si China se convirtiera en un gran país industrial, no veo cómo la población obrera de Europa podría hacer frente a ese desafío sin descender (los salarios) al nivel de sus competidores."

sábado, 21 de enero de 2012

Un binomio perfecto
Borja Lucena


El gobierno sobre las personas es sustituido por la administración de las cosas y por la dirección de los procesos de producción.

F. Engels, Anti-dühring

Cuando, de cuando en cuando, paro a pensar sobre el mundo de la política oficial, me siento inclinado a aceptar el desaliento como norma. Lo grave no es que lo político haya sido tomado por la puesta en escena y la representación -y digo que no es grave porque la política es siempre una forma de actuación, de manifestación y apariencia, y debe serlo para satisfacer su misma naturaleza-, sino porque cada vez se hace más patente que en todo esto no hay nada representado, nada que, en rigor, pueda ponerse ante los ojos. Hoy, los políticos del día ofrecen el espectáculo de las diferencias, de la continua repetición de gesticulaciones y palabras que ponen en escena identidades que quieren aparecer en conflicto irremediable. El bipartidismo imperfecto que nos asola -e “imperfecto” quiere decir, en suma, que padecemos todos los males del bipartidismo sin disfrutar ventaja alguna- se manifiesta como una exhibición de oposiciones teatralizadas. La función, para llegar a ser exitosa, ha de realmente convencer al público de que la lucha que se manifiesta es real, de que los ejércitos están prestos a aniquilarse, de que pronto correrá la sangre. En el seno de la comedia, los partidos políticos tienen que darse a comprender como enemigos esenciales, como dardos apuntando al corazón del adversario, unos desde la izquierda, otros desde la derecha. Buena parte de la representación descansa en la fe o en el fetichismo de las palabras: es preciso, para que el espectáculo posea el poder real de convencer e implicar al gran número, contagiar la convicción de que las coordenadas espaciales -derecha/izquierda- nombran una disociación territorial real, como el caso de dos ejércitos que se lanzan el uno sobre el otro precisamente porque ocupan regiones distintas que los caracterizan topológicamente como antagonistas. La comedia se repite día tras día, pero, cuanto más enfatizan los contendientes las diferencias, más se pone en claro que las actualmente significativas son sólo diferencias coreográficas. La emulación en la agresividad, el acaloramiento mutuo, el señalamiento de la perversidad del contrario, simultaneados desde los polos antitéticos, manifiestan la identidad de la imagen en el espejo, que, frente a la inversión de los gestos y las palabras, revela lo mismo. O casi lo mismo. PP-PSOE.

La política, en todo esto, ha desaparecido. O mejor, ha quedado reducida a su esquema mínimo, a su esqueleto estrictamente necesario. Los partidos políticos representan las controversias de la política, pero la política ha desaparecido junto a toda controversia. Ha sido tomada por la necesidad, y en ésta no puede existir desavenencia alguna. Los desacuerdos escenificados, las discrepancias proyectadas en las pantallas o transmitidas por la radio, las disparidades personales actúan como si fueran políticas, pero no pertenecen en absoluto a este ámbito. Al fin y al cabo, todos repiten que se hará lo que sea necesario hacer, con temblor o sin temblor de manos. EL histrionismo de la puesta en escena se agudiza a medida que los partidos ponen en realización medidas políticas indistinguibles, es decir, que bien pudieran pertenecer al contrario irreconciliable si vinieran acompañadas de las palabras o las gesticulaciones apropiadas.

Al final de todo tenemos sólo la espuma de una real diversidad política, ya que cada uno de los partidos en liza se limita a llevar a cabo una parte del programa político necesario, aquella parte que puede llevar a cabo sin rebelar a su electorado sentimental, aquella parte que, por el hecho de pertenecer precisamente al bagaje declamatorio del adversario, se pone en escena adecuadamente como necesidad, y no como producto de la voluntad. La prueba de la necesidad, de que unos u otros se han visto obligados a hacer tal o cual cosa, es que no pretendían hacerlo, ya que verdaderamente repudia a la repetida declamación de sus auténticos proyectos. Veamos cómo funciona esto:

La derecha alcanza el poder, para lo cual ha tenido que declamar como derecha. Sin embargo, para sorpresa de nadie, su actividad gubernamental se despliega como podría desplegarse si hubiera adoptado la declamación de izquierda. La derecha en el poder se pone, digámoslo así, a ser de “izquierdas”, y usurpa el discurso que la izquierda oficial presentaba a los sufragios: sube los impuestos, aboga por tasas de transacción financiera, ataca a “los mercados”... Llega incluso a iniciar la abolición de las fiestas religiosas en nombre del trabajo, y todo bajo el peso de la necesidad. Nadie se revuelve incómodo en su butaca. Puede hacer lo que hace porque no quiere, porque ha sido empujada a ello por la necesidad. Si el partido antes en el gobierno hubiera tomado las mismas medidas, todo habría sido distinto: inaceptable subida de impuestos, trabas al “libre mercado”, descristianización de España y furor laicista.... Bien. Pero si ahora miramos a ese mismo partido – al representante oficial del territorio de la izquierda- comprobamos que, en su turno de gobierno, ya había realizado, a su vez, la parte del programa político necesario que su oponente de la derecha nunca podría llegar a acometer con tan exitosa franqueza: bajada de los sueldos a los funcionarios, recorte de las pensiones, indulto de banqueros condenados judicialmente por delitos significativos, desaparición del dinero público destinado a educación o sanidad y desvío de sumas ingentes a bancos y empresas privadas , cuando no a políticos del partido, a amigos y familiares... Cosas que el partido de la derecha, sin duda, no podría haber hecho con impunidad, sin subvertir a buena parte del país: en ese caso se habría hablado de un ataque sin precedentes contra la clase trabajadora, del intento de desmontar el “estado del bienestar”, de la agresión contra los mayores y desvalidos, de la connivencia con el poder financiero y de favores desvergonzados a los bancos...

Comprobar cómo cada uno de los partidos pone en práctica partes significativas del programa supuesto del adversario da a conocer, en suma, una identidad esencial, una identidad que, más allá de las diferencias representadas o declamadas, nos habla de una común causa: la de eliminar definitivamente la política -ese asunto engorroso y plagado de incertidumbres- en favor de la necesidad, es decir, de la administración y gestión de aquello en lo que no existen alternativas ni posibilidades novedosas. Cada partido se encarga de llevar a cabo una parte de lo necesario, aquella que será aceptada por un electorado paciente que confía, pero que sería inaceptable para ese mismo electorado si viniera del partido complementario. Al final no nos queda, ni siquiera, una competencia por el poder. Nos queda un binomio perfecto.

domingo, 15 de enero de 2012

Schopenhauer; dos anécdotas.
Óscar Sánchez Vega

No acostumbramos a juzgar la valía de una obra desde la perspectiva de la vida privada de su autor. Y está bien que así sea. De lo contrario nos convertiríamos en jueces y censores de actos y conductas que no nos incumben en absoluto. Una obra, una filosofía, debe hablar por si misma. De todas formas damos la mayor parte de las veces por supuesto que no existe ninguna contradicción fundamental entre las doctrinas públicas por un autor y la vida privada del mismo.

En la entrada anterior apunté algunos aspectos meritorios, según mi parecer, de la metafísica schopenhaueriana. Podría añadir más. Por ejemplo, Schopenhauer desarrolla una teoría ética muy interesante cuya noción central es la de compasión: frente a la ciega voluntad que domina el mundo en general y las relaciones humanas en particular sólo podemos oponer la compasión. Esta designa un estado anímico originario (incondicionado) desde el cuál una persona puede captar el dolor y el sufrimiento de un semejante, ponerse en su lugar y actuar en consecuencia. La compasión rompe con el principio de individuación (y con la lógica egoísta que de él deriva) y sirve de fundamento a una moral que pretende romper con el excesivo intelectualismo de la moral kantiana.

Lo chocante es que, por lo que sabemos de la vida de Schopenhauer, este apenas la puso en práctica. Fue el filósofo una persona ruin, mezquina, despiadada, misógina, egoísta... se enemistó con toda su familia y cuantos se acercaron a él con benevolencia, no tuvo una amistad leal en su vida; finalmente alcanzó la fama y el reconocimiento, que es lo que había buscado durante toda su vida, pero murió solo y abandonado... y no se merecía otra cosa. (Como se puede comprobar comparando la imagen de esta entrada con la de la anterior, parece haber verdad en el dicho que sostiene que uno viene al mundo con el rostro que dios le ha dado, pero llega a viejo, si llega, con la cara que se merece)

Dos anécdotas pueden ilustrar el tipo de persona que era nuestro filósofo:

Una primera ilustra la relación del filósofo con las personas que le son más cercanas: su madre y su hermana. Schopenhauer en 1819 es ya un joven rentista de 31 años que había heredado una considerable fortuna de su difunto padre que le va a permitir vivir para la filosofía y no vivir de la filosofía (lo cual le vino muy bien dado el fracaso estrepitoso de sus publicaciones y su fallida carrera como profesor universitario). En la misma situación se encuentran su madre y su hermana con la única diferencia es que mientras que Schopenhauer había diversificado sus inversiones estas mantenían toda su fortuna en manos del banquero Muhl de Danzig, ciudad de donde es originaria la familia. La cuestión es que el citado banquero entra en quiebra con la consiguiente alarma en el entorno familiar (Schopenhauer tenía aproximadamente un tercio de su capital en manos del banquero). La madre y hermana de Schopenhauer se desplazan a Danzig para negociar con el banquero para salvar, al menos, parte del capital y le piden a Schopenhauer que colabore o, por lo menos, no ponga trabas a un acuerdo para que todos puedan recuperar el máximo capital posible. Schopenhauer, sin embargo, no acepta ningún tipo de componenda (siempre desconfiado, temiendo que le engañen o se aprovechen de él). Finalmente la madre y la hermana llegan a un acuerdo con el banquero a costa de renunciar a tres cuartas partes su capital. Schopenhauer no acepta el pacto y se mantiene al margen. Al cabo de un tiempo el banquero vuelve a ser solvente, que era lo que el filósofo estaba esperando (gracias al acuerdo al que había llegado con su familia) y es entonces cuando Schopenhauer hace valer sus pagarés recuperando la totalidad de su capital, pero a costa de la pérdida de tres cuartas partes del capital de su madre y hermana que nunca se recuperarán del golpe recibido y a las que jamás ayudará económicamente (a pesar de que en un primer momento se había puesto a disposición de ellas para lo que pudieran necesitar).

La segunda anécdota ilustra la relación del filósofo con eso que, de manera rimbombante, él mismo reclama como agente destinatario de su pensamiento: la humanidad. Schopenhauer en 1848 está plácidamente instalado en Frankfurt cuando estalla la revolución a la que se opone de forma furibunda. El rechazo hacía los revolucionarios se debe, pero sólo en parte, a razones teóricas o filosóficas pues el utopismo y mesianismo del que hacían gala los amotinados es del todo incompatible con la metafísica de la voluntad; pero sobre todo los teme por razones personales: Schopenhauer ve peligrar su condición de acomodado rentista si triunfan los revolucionarios. Las diferencias filosóficas con los revolucionarios no pueden explicar por si solas la inquina de Schopenhauer hacia ellos. Al fin y al cabo hay al menos una parte su su obra, la ética de la compasión, desde la que podría establecerse alguna afinidad con los sublevados, pero esto no ocurre. El rechazo de Schopenhauer surge del miedo a perder su posición social y es tan acusado que lleva al filósofo a abrir las puertas de su apartamento a los soldados austriacos para que tengan mejor posición de tiro y puedan disparar eficazmente contra la “canalla soberana” (como él mismo dice). El filósofo ofrece a los soldados sus prismáticos de la ópera para que puedan apuntar mejor a los obreros amotinados y poner fin de un vez a la odiosa revuelta. La imagen no puede resultar más desalentadora a nuestra moderna y progresista sensibilidad: el filósofo facilitando prismáticos a los soldados del imperio para que masacren mejor a los obreros revolucionarios.

jueves, 12 de enero de 2012

Schopenhauer, un leal kantiano.
Óscar Sánchez Vega

Aquellos que, como yo mismo, hemos llegado a Schopenhauer desde Nietzsche cometemos con él una habitual injusticia: vemos en él a un Juan Bautista que anuncia al Mesías. Propongo recorrer el camino inverso: ver en Schopenhauer el final – no el comienzo- de una aventura filosófica que empieza en la filosofía trascendental kantiana.

Para ello, en primer lugar hay que hacer frente a un tópico de la historia de la filosofía, aquel que sostiene que el idealismo alemán – de Fitche, Schelling, Jacobi y Hegel- es la culminación natural del idealismo trascendental kantiano. Schopenhauer dedica algunas de sus más corrosivas, sarcásticas e inspiradas líneas contra los supuestos herederos: son traidores y embaucadores, mercachifles de conceptos, han llevado la oscuridad a donde había luz, etc. A pesar de las invectivas de Schopenhauer - y debido, pienso, a la fecundidad de la filosofía hegeliana- la opinión predominante entre los historiadores de la filosofía es otra; intentan conectar a los idealistas alemanes con Kant a partir de la noción de “cosa en sí”: el “Yo”, la “Naturaleza” o el “Espíritu Absoluto” son concreciones de la abstracción kantiana, de tal manera que el desarrollo de las filosofías idealistas no es más que la culminación lógica de lo que ya estaba apuntado en la Crítica de la Razón Pura. No es así. Schopenhauer tenía razón, no estamos ante un progreso conceptual sino ante una reacción racionalista-escolástica disfrazada con un nuevo lenguaje.

En cualquier caso los historiadores de la filosofía aciertan cuando fijan su atención en la misteriosa “cosa en sí” kantiana. Como es sabido Schopenhauer va a identificar la “cosa en sí” con la “Voluntad”. Unos apuntan al “Yo”, otros a la “Naturaleza” y otro, finalmente, a la “Voluntad” ¿qué más da? ¿dónde está la diferencia? La diferencia la podemos marcar desde el maestro, desde Kant. Uno es leal a los parámetros fijados en la Crítica de la Razón Pura y los otros no, así de simple. Los idealistas alemanes incumplen todos y cada uno de los requisitos que Kant había exigido al conocimiento legítimo: confunden pensar y conocer, pretender conceptualizar lo incondicionado, abandonan la intuición sensible, aplican categorías más allá del fenómeno etc. Toda su filosofía pretende ser una refutación de la filosofía crítica kantiana que establecía contundentemente que el único conocimiento posible era el fenoménico y que la ciencia de lo incondicionado – Absoluto- era del todo imposible.

Schopenhauer procede de un modo diferente. En su primera obra, su tesis doctoral, Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, Schopenhauer hace una interpretación de la filosofía trascendental que no cuestiona ninguno de los pilares de la Crítica de la Razón Pura, básicamente procede a hacer una simplificación –que falta hacía- de la farragosa cuestión de la deducción trascendental de las categorías. La metafísica de Schopenhauer debe esperar hasta ser expuesta por primera vez en su obra principal, El mundo como Voluntad y Representación, pero nada en esta obra contradice lo sostenido en su tesis doctoral y, por tanto, tampoco en la Crítica de la Razón Pura. Lo más interesante de la metafísica de Schopenhauer es, desde mi punto de vista, la compatibilidad con las férreas exigencias de la filosofía trascendental- cosa que no ocurre, en modo alguno, en el caso de sus coetáneos compatriotas- .

Tomemos, por ejemplo, como hilo conductor la importante distinción kantiana entre conocer y pensar. Tal distinción había sido “superada”- presuntamente- por la filosofía idealista que no se cohibe en presentar como ciencia las más extravagantes divagaciones en torno al “Yo”, la “Idea”, el “Espíritu” etc... Pero la”cosa en sí” o noúmeno, como decretó Kant, no puede ser conocida, no tiene sentido alguno elaborar un complicado juego conceptual, una lógica, para desplegar su esencia, todo ello no es más que palabrería desbocada. No ocurre lo mismo con la “Voluntad” de Schopenhauer: la voluntad se intuye como la esencia del mundo, como el mundo “en sí”, al margen de la representación del mismo, que es lo único que puede ser conocido o en término más estrictos (conforme a Wittgenstein), lo único que puede ser “dicho”.
Conocer la “cosa en sí” es una expresión contradictoria, porque todo conocimiento es representación. Y “cosa en sí” significa precisamente la cosa en cuanto no es representación.
(Portafolios 1824)
Para poder intuir el noúmeno, el mundo en sí, es preciso salir de la conciencia empírica pues para esta todo es “para sí”, es decir, representación. Schopenhauer duda en como llamar a un estado de consciencia superior – no empírico- desde el cual aprehender la esencia del mundo, a lo largo de toda su obra utilizará distintas expresiones - “consciencia mejor” “experiencia estética” “vida contemplativa” “compasión” “negación de la voluntad”...- para referirse a ello.

La cuestión es que Schopenhauer sabe, por experiencia propia, que en alguna ocasión es posible entrar en un estado de consciencia desde el cual las categorías del entendimiento quedan superadas, en esos momentos las distinciones básicas de la razón, como la escisión entre sujeto y objeto, o la categoría de causalidad quedan en suspenso. Schopenhauer tiene experiencias semejantes (¿trances místicos?) en diferentes momentos de su vida: en las altas cimas de los Alpes, contemplando una obra de arte o escuchando el réquiem de Mozart, por ejemplo (aquí nuestro filósofo se muestra como un hombre de su tiempo, como un romántico al fin y al cabo). Pero es importante destacar que tal experiencia es inefable, en la medida en que intentamos traducirla en palabras y conceptos la estamos traicionando, no debemos pues detenernos en este punto demasiado porque al fin y al cabo, no hay nada que decir. La cuestión es que desde una experiencia tal es posible captar la esencia del mundo, la voluntad, que no es otra cosa que voluntad de vivir, que experimento en primer lugar en mi mismo, en mi propio yo.

El filósofo de Danzig es malinterpretado a menudo en este asunto, la voluntad de la que habla Shopenhauer no es una voluntad individual o intencionalidad consciente sino algo que se apodera de mí (como queda patente, por ejemplo, en el deseo sexual) pero que puedo y debo extrapolar al conjunto de todo lo existente – otras personas, animales, plantas, materia inorgánica...- que percibo solo en tanto que representación (y que, por tanto está sujeto a condiciones trascendentales de la sensibilidad y el entendimiento). Pero de la misma manera que puedo desdoblar mi propio yo como representación (fenómeno) y como voluntad (noúmeno), he de suponer esa misma voluntad como subyacente en todos los demás objetos que se me muestran, en principio, como mera representación.

Lo fascinante de la metafísica de Schopenhauer es la extraña y paradójica síntesis que realiza: una parte, que bien pudiéramos decir mística, desde la cual postula la esencia del mundo y otra parte trascendental, rigurosamente kantiana, que delimita los límites dentro de los cuáles el conocimiento es posible.  (Sigue)